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CRÍTICA: 'OXÍGENO PARA VIVIR'
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El último de la tribu

Proyecto impulsado por la periodista Georgina Cisquella, Oxígeno para vivir retrata a Enrique Meneses —voz de referencia en la tribu de los reporteros consagrados a levantar acta a pie de trauma— como fin de raza, como uno de los últimos activos de una manera muy concreta de vivir el periodismo. El subtítulo de este trabajo dirigido por Renato Sanjuán —Periodismo de la generación Magnum a la 2.0— subraya, no obstante, que el documental no pretende poseer ninguna vocación testamentaria: es, en todo caso, el testimonio de una línea de continuidad y la celebración de un relevo, de la transferencia de una ética periodística en un momento decisivo de crisis de los medios tradicionales, de cambio de soportes y circuitos de transmisión. También ofrece la crónica de la vigencia de una integridad profesional que se forjó retratando a Fidel Castro y al Che en Sierra Maestra, en el umbral del derrocamiento de Batista, pero que sigue alerta desde la posición privilegiada e innegociable de un blog personal que se nutre con esas palabras que, para Meneses, son quizá más decisivas para la supervivencia que esa bombona de oxígeno que le retiene 16 horas al día.

Como Al final de la escapada (2010), de Albert Solé, otro valioso documental en el que se recogía la memoria de la clandestinidad de Marcos Ana, otro privilegiado testigo, Oxígeno para vivir afronta los claroscuros y los daños colaterales en la esfera íntima de quien se ha entregado en cuerpo y alma a la vocación y al ideal: la escena en la que el veterano periodista y su hija intercambian reproches alimenta uno de los tramos más incómodos de un conjunto que permite a Meneses hilvanar lúcidas reflexiones sin sentar cátedra, diagnosticar el estado de la cuestión periodística sin sucumbir a la nostalgia, sin dejar de apostar siempre por todo aquello que aún deparará el futuro.

La escena de la visita a Manu Leguineche, el jefe de la tribu, alcanza —probablemente, sin pretenderlo— un inesperado espesor: sus voces de viejos combatientes convocan ese aliento elegiaco que tanto Meneses como el propio documental se forzaban a evitar.

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