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El profesor que siempre sonreía

Patricia R. Blanco

“Bienvenidos a literatura portuguesa y brasileña”. Antonio Tabucchi acababa de abrir la puerta de una de las clases de la Facultad de Letras de la Universidad de Siena. Era el 15 de marzo de 2004. El autor de Sostiene Pereira, el primer libro que leí en italiano años antes de estudiar en la ciudad toscana, se sentó sobre la mesa destinada al profesor. Vestía su eterna chaqueta negra, que nunca dejó de lucir en los cuatro meses que duró el curso. Y su enigmática sonrisa y su gesto dulce. Era Tabucchi, el maestro, que nos hizo olvidar desde el primer día que su nombre abarrotaba las librerías italianas.

Solo un puñado de estudiantes acudíamos a sus clases. Ningún cartel anunciaba su curso en las paredes de la facultad, como había imaginado que sucedería cuando lo descubrí en el elenco de materias de literatura que ofertaba la universidad. Y salvo cuatro españoles, que nos inscribimos en su clase por tratarse de Tabucchi, para el resto de estudiantes era una asignatura más de la carrera.

Tabucchi empezó hablando de Fernando Pessoa. Y nunca dejó de hablar de él en cuatro meses. “Hasta su muerte vivió con tres personajes: Ricardo Reig, Álvaro de Campos y Bernardo Soares”, escribo en la primera hoja del cuaderno que utilicé en sus clases y que ayer rescaté al conocer la noticia de su muerte. Eran tres de los heterónimos del escritor portugués -“Soares es más bien un semiheterónimo”, aclaró-. Los definía como “los otros de Pessoa” y elogiaba con entusiasmo la capacidad del escritor portugués “para escribir como si fuera otro autor”, con otro estilo, “del clasicismo más bucólico al futurismo más extremo”.

Aunque Bernardo Soares, el protagonista del Libro del desasosiego, era sin duda su preferido. Para Tabucchi era “el libro de la vida de Pessoa”, “el libro de las cosas pequeñas, más banales y que, sin embargo, son las más importantes”. Y lamentaba profundamente no haber encontrado un término italiano para la palabra “desasosiego”. Él, que era el traductor de Pessoa en Italia, tuvo que conformarse con Il libro dell’Inquietudine (El libro de la inquietud), que, según confesó, no significaba exactamente “desasosiego”. Quizás por ello, se esforzó en su primera lección sobre Soares en explicar qué quería decir “desasosiego”, como contraposición a “tranquilidad y quietud”.

Pero Tabucchi adoraba también las clases prácticas y el análisis literario. Fue el poema de Jesucristo niño, de Alberto Caeiro, uno de los heterónimos de Pessoa, el primero que nos propuso. Con un suave y sosegado acento florentino, Tabucchi leía la poesía del niño Jesús que descendió a la tierra porque “se había escapado del cielo”. “Me lo ha enseñado todo / me ha enseñado a mirar las cosas / me señala lo que hay en las flores / me muestra la belleza de las piedras […] / Me habla muy mal de Dios / dice que es un viejo estúpido y enfermo que siempre escupe en el suelo”, recitaba Tabucchi.

También leíamos los alumnos. Y corregía en ocasiones la pronunciación en portugués. Nunca nos examinó, dejó los exámenes en manos de su asistente. Y nunca habló de sus propios libros, ni siquiera de Tristano Muore, que se acababa de publicar cuando comenzó el curso. Era el Tabucchi maestro, que respondía con una sonrisa a los saludos en los pasillos de la facultad.

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Sobre la firma

Patricia R. Blanco
Periodista de EL PAÍS desde 2007, trabaja en la sección de Internacional. Está especializada en desinformación y en mundo árabe y musulmán. Es licenciada en Periodismo con Premio Extraordinario de Licenciatura y máster en Relaciones Internacionales por la Universidad Complutense de Madrid.

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