Dime qué pone
Nunca se traducirá bastante. Pero no todo lo que se traduce merece la pena, ni por el original (la mayoría de las veces), ni por la propia traducción. Que hay malos traductores (como malos columnistas, como malos editores) es un truismo demasiado constatable en la apresurada producción editorial de nuestros días. Pero vaya usted a explicárselo al lector frustrado que ha pagado por liebre y recibe gato. Y conste que, desde hace muchos años, tengo claro que el primer responsable de una mala traducción es el editor: él es quien contrata (y a veces reincide) al mal traductor (quizás para pagarle una miseria sin que rechiste) y, sobre todo, el que debe llevar a cabo el control de calidad del producto que vende. Toda mala traducción publicada es, en el peor de los casos, un fraude y, en el mejor, una falta de respeto.
De la importancia social y cultural de los traductores, auténticos coautores de los libros que hacen inteligibles para otros, se ha dicho casi todo, aunque no sea suficiente. Como tampoco lo es recordar de vez en cuando la precariedad de sus condiciones laborales. Menciono sólo algunas: el salario que perciben se ha movido en los últimos años muy por debajo del coste de la vida; a menudo no se respetan los términos de sus contratos (por ejemplo, su derecho a revisar últimas pruebas); la negociación del porcentaje de sus regalías es una auténtica pesadilla que, en última instancia, sigue dependiendo de la generosidad del editor (sé de uno tan cutre, tan cutre, que, cuando uno de sus libros comenzó a venderse con brío, encargó una nueva versión para poder rebajar el porcentaje de derechos del traductor).
Pero no todo lo que se traduce se lo merece. Se calcula que sobreviven en el mundo unas 7.000 lenguas, lo que, según todas las posibles combinatorias, daría casi 25 millones de pares entre las que podrían traducirse textos. Los datos no son míos: los proporciona David Bellos, profesor de francés y responsable del departamento de traducción de Princeton, en Is That a Fish in Your Ear? (Particular Books: 12,10 libras; 9,99 en Kindle), que es uno de los más estimulantes, divertidos y eruditos libros sobre el arte de la traducción que he leído. Claro que la realidad global es diferente: el 80% de las traducciones que se realizan en el planeta son del inglés, la lengua hegemónica del Imperio. Los anglohablantes, en cambio, no pueden disfrutar más que de un raquítico 8% de traducciones de las otras lenguas del mundo, lo que da una idea de su autosuficiente provincialismo cultural.
En España los libros traducidos supusieron casi el 22% del total de los publicados en 2011, un porcentaje culturalmente saludable. Pero un 47% de las traducciones a las lenguas españolas se hicieron del inglés, lo que a todas luces resulta exagerado. Como la mayoría corresponde a novelas, y la actual narrativa en inglés no es tan espectacularmente buena, debemos concluir que por el mundo editorial circula libremente el bacilo de lo que podríamos denominar “papanatismo literario colonizado”.
Todo el libro de Bellos constituye una encendida defensa de la traducción y de sus profesionales. Y lo hace contándonos su historia (de la Biblia a Google, sobre cuyo traductor automático vierte opiniones provocativas) y sus anécdotas, pero también reflexionando acerca de los diferentes modos en que el arte de traducir ha sido entendido por diferentes culturas, o defendiendo con argumentos la versión “sentido a sentido” frente a la literal de “palabra a palabra”. Si aman las traducciones y a quienes las hacen, no se pierdan este libro. Y si no pueden (o no quieren) leerlo en inglés (o en francés: Flammarion lo ha publicado con el título de Le poisson et le bananier), crucen los dedos para que algún editor inquieto le encargue la traducción a un profesional eficiente al que pague convenientemente. El libro y su futuro lector se lo merecen.
Babelia
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