Ya estamos todas
Estaba preguntándome dónde estaría el Wally (género epiceno) destinado a ocupar la flamante Dirección General de Política e Industrias Culturales de lo que queda del Ministerio de Cultura, cuando, entre la multitud de pretendientes, saltó el nombre de doña Teresa Lizaranzu. Confieso que cuando me enteré me quedé tan helado en mi sillón de orejas como el escritor Jack Torrance en el laberinto del hotel Overlook (El resplandor, Kubrick, 1980). Pero, tras un par de días dedicado a rastrear su currículo, vi el lado bueno: he llegado a la conclusión de que, con el mío, no debo perder la esperanza de llegar a ocupar en el futuro la cartera de Agricultura, mi gran aspiración desde que leí la tercera égloga de Virgilio. Claro que, para ser sincero, carezco de otros importantes méritos que exhibe la dama. Para empezar, no formo parte del círculo de empollones cuarentones que la prensa ha bautizado como “clan de los sorayos”, y al que pertenecen —además de la vicepresidenta del Gobierno del Gran Ausente—, el señor Lasalle y el esposo de la nueva directora, don Álvaro Nadal, que tan bien le ha venido explicando a don Mariano Rajoy las cosas del euro. Don Rogelio Blanco ha demostrado fehacientemente la importancia de las relaciones personales a la hora de gestionar los asuntos del libro: los últimos tres responsables del Ministerio de Cultura han tenido que pechar con él, a modo de, digamos, insoslayable carga del cargo, a cuenta de sus valimientos presidenciales. De modo que doña Teresa entra con buen pie en su dirección (ahora beneficiada con más poder y funciones), afianzada con parentescos y amistades poderosos. Por lo demás, quizás su experiencia diplomática indique la intención del tándem Wert-Lasalle de potenciar la acción cultural exterior para dar más eficazmente la batalla por el Instituto Cervantes. O, tal vez, la elección de un perfil como el suyo venga a confirmar aquel axioma gracianesco según el cual “gustan de ser ayudados los príncipes, pero no excedidos”. En todo caso, la señora Lizaranzu, como muchos de los nuevos cuadros del PP, se aleja del cliché de la derecha española; frente a dogma y doctrina, gestión y resultados. A juzgar por lo bien que los sorayos caen al personal es como si todos ellos se hubieran empollado a conciencia Capital erótico (subtítulo: El poder de fascinar a los demás), el muy instructivo ensayo de Catherine Hakim que acaba de publicar Debate, y en el que se explica que ese factor fundamental en la política contemporánea empieza a desarrollarse muy pronto en niños que resultan atractivos y que todo el mundo da por sentado que son, también, buenos, inteligentes y capaces. Yo, que fui uno de ellos hasta que me corrompió la izquierda (y me convertí en un tipo resentido, feo e incompetente) puedo dar fe. Sí: por fin la derecha —al menos la más alejada de nuestro castizo te(deté) party— se sacude la caspa, olvida la expresión autoritaria de malhuele (debo el término a la señora Lindo) y se azacanea para “salvar la cultura”, según aseguraba el periódico del industrial-cultural Lara. Estos derechosos fortysomething encantados de haberse conocido han cambiado tanto en las formas que incluso anda por ahí una delegada del Gobierno que se declara republicana (aunque “juancarlista por contexto”, como también diría el más Groucho de los Marx). En todo caso, las llamadas “industrias culturales” harían bien en moderar su embobamiento inicial y esforzase en vigilar, controlar y exigir a la nueva directora general. Además de una ley adecuada de propiedad intelectual, del mecenazgo y de la proyección exterior, el sector del libro tiene otras muchas necesidades. La implosión de lo digital y el desconcierto ocasionado por la inadecuación entre normas y prácticas refuerzan el papel mediador que debería tener la Dirección de la señora Lizaranzu, por más de que muchas competencias se hallen transferidas. Reúnase pronto con los subsectores y escúchelos: se aprende mucho. Y, por favor, que se la vea de vez en cuando con un libro en sus diplomáticas manos. No sé, como si lo estuviera leyendo. De nada.
Maniqueísmos
El maniqueísmo neoliberal dejó claro a mediados de la esclarecida era Reagan-Thatcher que Sartre había sido un abominable manipulador y Camus un ángel enviado por la Providencia para poner en su sitio el siglo XX. Del lado antisartreano hubo quien, para simplificar, llegó a obviar la obra literaria del autor de La náusea o Las palabras, considerándola poco más que subproducto de una mente resentida y enferma (de anfetaminas y de razón dialéctica). Michel Onfray, el libertario oficial del país vecino, cuyo último best seller estaba consagrado al “desenmascaramiento” moral y político del fundador del psicoanálisis (Freud, el crepúsculo de un ídolo; Taurus), retoma los viejos argumentos, enriqueciéndolos con inexactitudes de nuevo cuño, en su nuevo libro L’ordre libertaire. La vie philosophique d’Albert Camus (Flammarion), que en sólo diez días se ha encaramado en las listas francesas de superventas, apoyado en la entusiasta acogida de la crítica de la derecha y en el desconcierto y la timidez de una izquierda que no ha sabido arreglar cuentas ni con su pasado ni con su conciencia infeliz. Onfray, al que no agradan los matices, enfrenta a los “filósofos” Camus y Sartre para repartir premios y anatemas. Pero, más allá de sus cegueras y errores, Sartre sigue siendo uno de los pensadores de referencia del siglo XX, además de autor de piezas literarias imprescindibles, lo que no significa que debamos ponerle en un altar y enmascarar algunas de sus tomas de posición —incluyendo la ferocidad exhibicionista de su ruptura con Camus— con el humo del incienso. Estos días lo he recordado leyendo el excelente libro de John Gerassi Conversaciones con Sartre (Sexto Piso), que recoge las entrevistas que mantuvo el periodista y editor (de Time y Newsweek) con el filósofo entre 1970 y 1974.
Auster
Auster pone nervioso a casi todo el mundo. A sus lectores más fieles, que siempre esperamos con inquietud (por si la pifia, como a veces ha sucedido) su siguiente novela. A su editor, Jorge Herralde, que de vez en cuando da rienda suelta a su irritación con el agente (Guillermo Schavelzon) que vendió los derechos de bolsillo a Seix Barral (que los irá comercializando a medida que caduquen los de Anagrama). Y, sobre todo, a los libreros, a los que no ha gustado nada, pero nada de nada, que se ponga a la venta “en primicia mundial” la edición electrónica (a 10,99 euros) casi dos semanas antes que la edición en papel (18,90 euros, en librerías el 1 de febrero) de Diario de invierno, la última novela del autor de Leviatán (1992). Dejando aparte la cobertura mediática que el anuncio de la movida va a provocar, y que redundará en mayor publicidad para el libro, espero que no llegue la sangre al río. En cuanto a los beneficios económicos que la edición electrónica proporcione a Anagrama, cruzo los dedos para que los sitios piratas cierren por vacaciones hasta que se implemente la ley Sinde-Wert, o como quiera que se llame.
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