Flora y fauna en El Retiro
La escritora Mercedes Castro pasea por la feria y hace cola para que le firme un libro Palahniuk
Cuando recibí el encargo de escribir esta crónica pensé en hablar de la fauna habitual de El Retiro, de todos los animales y transeúntes cotidianos que a diario frecuentan el Paseo de Coches y que, tal vez atemorizados por las hordas de lectores y curiosos, desaparecen como por arte de magia durante la Feria del Libro. ¿Adónde irán?, me decía, ¿de quién se esconden los gorriones, las ardillas, los perros que pasean a sus dueños, los caballos que hacen su ronda bajo un policía y los veloces patinadores?
Sin embargo, tras recorrer la Feria esta calurosa mañana, por primera vez en mucho tiempo no como editora o escritora, ni siquiera, como vengo haciendo desde veinte años, como lectora, sino con los ojos y la actitud del cronista que luego va a contarlo, decidí cambiar de idea y hablar de la fauna, pero de esa otra mucho más humana que invade el parque estos días.
Vi, ante la caseta donde firmaba Julia Navarro, a sudorosos lectores enjaulados como leones entre vallas de seguridad que, imagino, pretendían cercarlos de los demás viandantes. También distinguí a asistentes editoriales que corrían de un lado para otro en busca de botellas de agua con que regar a sus autores, y a cazadores de autógrafos que fotografiaban a escritores sin saber quiénes eran o qué habían escrito, y a varios cámaras de televisión acosados por niños que saltaban a su alrededor, y a Domingo Villar con su sonrisa de siempre arropado por sus fieles.
Así mismo, fui testigo de la extraordinaria extensión de la cola de los urinarios, sin duda la más larga de todas, y del singular fenómeno de las "colas ocultas".
¿Qué espera toda esta gente situada en la parte trasera de las casetas?, le pregunté a un guardia de seguridad. Y éste me reveló que eran fans de Chuck Palahniuk, que firmaba en la caseta de la FNAC y que, para que no entorpecieran el tráfico, habían decidido desviarlos, sacarlos de en medio, como si tuvieran una enfermedad infecciosa. Y yo, fiel lectora del novelista estadounidense, decidí incorporarme a su lista de admiradores.
Durante más de una hora esperé con paciencia, rodeada de lectores modernos, en buena parte tatuados y con piercings, y todos menores de cuarenta años. Me pareció de lo más normal que tuviéramos que aguardar fuera de la vista del público, en la trastienda, habida cuenta de que los ejemplares que todos atesorábamos lucían títulos tan poco edificantes en un jueves de Corpus como Snuff; El club de la lucha, Monstruos invisibles o Asfixia. A eso de las 14:30 su editor en castellano, Claudio López Lamadrid, anunció que sólo quedaban cinco minutos de firma y me alegré como una niña al saber que yo sería la última agraciada con el placer de ver al autor. Unos minutos después al fin me coloqué ante él con devota emoción. Llevaba una rebeca de punto de un rosa pálido a juego con su camisa de rayas, y no pude menos que plantearme si no me habría confundido de cola y no estaría, tal vez, ante el mismísimo Antonio Gala.
Pero no. Era Chuck.
Durante un instante nuestras miradas agotadas se encontraron, en la suya brilló un leve resplandor sorprendido quizá porque era la única de sus lectoras que llevaba en brazos a una niña pequeña. Se preguntaría sin duda cómo una madre de familia (supuestamente un ser responsable) puede leerle. Yo, a mi vez, reparé en su cara de buen tipo, en su aspecto totalmente inofensivo, en su imagen de contable de alguna oficina bancaria de Portland, y dudé de cómo alguien tan aparentemente tranquilo puede sacar tantos demonios fuera.
La fauna, me dije. Y es que, aunque no lo parezca, todos llevamos a una bestia dentro. Y la sacamos a pasear una vez al año por El Retiro para que, al menos, lea.
Mercedes Castro es autora de 'Mantis' (Alfaguara)
Babelia
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