Colombia-Venezuela: prórroga y penaltis
Escritores de los lados de la frontera analizan las relaciones entre ambos países horas después de que Hugo Chávez hiciera subir la tensión
Si hay una anomalía en las relaciones "literarias" entre Colombia y Venezuela ésa es, reconocen los escritores de ambos países, la ausencia de una literatura de frontera. Aunque, la verdad, Hugo Chávez parece últimamente muy empeñado en fomentarla: horas antes de que el festival Hay de Cartagena de Indias debatiera sobre esa anomalía, un helicóptero militar venezolano cruzó el río Arauca, invadió durante 20 minutos el espacio aéreo de su vecino y hasta sobrevoló morosamente una instalaciones del ejército colombiano. Las autoridades de Bogotá, en sus propias palabras, tiraron de "prudencia" ante la "provocación" y, como en el celebérrimo soneto de Cervantes, el helicóptero "fuese y no hubo nada". Hasta la próxima al menos, porque una legión de analistas incendió los informativos en Colombia para que, de repetirse las circunstancias, la respuesta sea otra y Chávez no pueda leer debilidad donde Uribe quiso escribir prudencia.
Prudencia es lo que hubo en el coloquio moderado por el periodista venezolano Sergio Dahbar en torno a las históricamente torcidas y últimamente tensas relaciones vecinales entre los dos países. Además de mucha camisa blanca -el calor manda- hubo también mucho guante blanco. Ventajas de la civilización que sobra a los escritores y parece faltar a los políticos. Abrió el fuego dialéctico el colombiano Enrique Serrano, autor de De parte de Dios, para lanzar una definición rotunda: "¿Qué es un colombiano? Alguien que no entiende Venezuela". Serrano señaló además que, respecto a Colombia, Venezuela se comporta como la hermana menor que ha conseguido ya algo que a la menor todavía se le niega. Y la pócima mágica tiene un nombre: petróleo, el elemento que terminó de dividir a las dos hermanas, "que saben que se parecen pero que no quieren parecerse", y disparó la emigración hacia Caracas y los campos petrolíferos de la nueva tierra prometida. Dos millones de colombianos de la región fronteriza de Santander emigraron en los años setenta para trabajar en las refinerías. "Hasta entonces", apuntó Serrano, "en Colombia no se usaba la expresión "veneco" (para referirse a sus vecinos) con tintes peyorativos".
Apartándose de la sociología, el venezolano Francisco Suniaga, que con sólo dos novelas -El pasajero de Truman es la última- se ha convertido en todo un fenónemo literario, recurrió a su infancia en la Isla Margarita para destacar lo que de común tienen las regiones del Caribe de uno y otro lado de la frontera. El escepticismo remitió cuando todos los participantes reconocieron que lo que había separado el petróleo empezaban a unirlo el deseo de los escritores de ser publicados en los dos países y, por supuesto, la popularidad de telenovelas colombianas como Sin tetas no hay paraíso o Betty, la fea, que siguieron las estela de las pioneras venezolanas.
Sólo al final entró la política en escena. Con una conclusión general: los conflictos de las elites políticas pasarán y la sensatez de la gente de a pie se impondrá "pese a que todos los demonios conspiren en su contra". Dahbar recordó la particular conjura que el colombiano García Márquez promovió con su colega venezolano Miguel Otero Silva: si alguna vez estallaba la tensión entre sus países cada uno se iría a trabajar al del otro para poner un poco de cordura. El caso es que Otero Silva ya fallecido y no se sabe si alguien ha ocupado su puesto en el banquillo.
Cuando el escritor alemán Raúl Zelik, autor de Venezuela: más allá de Chávez, invocó tímidamente un informe de la UNESCO sobre las bondades del sistema educativo venezolano, los escritores de esta nacionalidad, muy críticos con régimen chavista, invocaron la vida cotidiana frente a la estadística. Hay que vivir allí, vinieron a decir, para comprobar la deriva de un presidente contestado por parte del ejército por la cada vez mayor presencia en sus filas de altos mandos cubanos y que busca una excusa exterior para aglutinar a los suyos y tener mano libre ante unas elecciones que podría perder. Salvados por la campana y las buenas maneras. En los corrillos del final del acto uno de los participantes deslizó la pregunta que no se atrevió de hacer en el estrado: ¿qué distingue a Uribe y Chávez? Pero nadie quiso, por el momento, jugar a las siete diferencias y, como helicópteros descarriados, cada uno se marchó a su base. O a escuchar en la plaza de la Aduana a Manu Dibango.
Réquiem por la crítica literaria
En la puerta del teatro Adolfo Mejía, antes Heredia, un enorme corazón de cartón piedra recibe a los espectadores. Estampados en él, una cara de cómic de Gabriel García Márquez, vecino ilustre a ratos de Cartagena de Indias, y un bocadillo con una frase de Bill Clinton: "García Márquez es mi héroe literario". Puede que ésa, la publicidad, sea la última forma de crítica literaria. Si es que ésta no es ya más que una forma de la publicidad. De todo esto se habló en el coloquio "El placer y el oficio de comentar libros", en el que participaron Guillermo Altares, redactor jefe de Babelia, el suplemento de cultura de este diario, Manuel Calderón, de La Razón, el crítico mexicano Christopher Domínguez y el narrador y ensayista colombiano Juan Gabriel Vásquez.
Varias conclusiones salieron de aquella sala: 1) el periodismo se salvará por el periodismo, es decir, la crítica, sin desaparecer, dará paso a otros géneros como la crónica o el reportaje y se refugiará en los blogs (que eso sea bueno, malo -como para Domínguez- o inevitable es otra cosa, porque la sanción del prestigio y la influencia sigue todavía en manos de las cabeceras tradicionales); 2) la cultura en español es una rara avis: en EEUU sólo quedan dos suplementos literarios; 3) que la crítica está en estado crítico es un clásico desde que se inventó; 4) todavía la crítica de novedades puede ser una pequeña obra maestra, ahí están Updike y Amis, otra cosa es que quede papel en los diarios para demostrarlo.
Puede que la crítica tal y como la conocíamos viva sus últimos días, pero el teatro estaba lleno y, a la salida, la gente se hacía fotos con los periodistas participantes. O tal vez sea las sonrisas no sean más que fruto de los nervios, otro síntoma de una enfermedad terminal.
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