La magia que no llegó a tiempo
Jackson entró en la música popular como un prodigio, pero su vida profesional se había convertido en una pesadilla.- Sus anunciados conciertos en Londres eran la última esperanza
Michael Jackson entró en la música popular como un prodigioso rayo de energía y vitalidad. Había nacido el 29 de agosto de 1958 en la ciudad industrial de Gary, en Indiana, en una familia que consideraba el mundo del espectáculo como una opción salvadora, aparte de una vía para compensar oscuras frustraciones paternas. No tuvo nada parecido a una infancia: todo su tiempo estaba consagrado a los ensayos con sus hermanos; todavía era un niño cuando actuaba en locales turbulentos.
Pero incluso en ambientes degradados triunfaban los Jackson 5 por la energía del pequeño Michael, voz penetrante y bailes frenéticos. Ganaban los concursos de aficionados y, tras algún disco en un sello diminuto, atrajeron la atención de la más poderosa compañía negra del momento, Motown.
Pasado el inevitable proceso de depuración y aprendizaje, comenzaron a tener números uno en 1970: I want you back, ABC, The love you save, I'll be there. Motown estaba sufriendo una mudanza -de Detroit a Los Ángeles- que puso a prueba las lealtades desarrolladas dentro de una empresa paternalista. Los Jackson no tuvieron problemas en trasladarse a California: su objetivo era triunfar a lo grande, en el cine y la televisión.
Desde 1972, Michael también editaba discos como solista, de calidad variable. Según pasaban los años, se hacía evidente que era el centro del grupo y que Motown se les había quedado pequeña. Saltaron a Epic, un sello de la poderosa CBS, perdiendo a un hermano (Jermaine) y cambiando obligatoriamente el nombre a The Jacksons. Se hablaba de que recibían mayores royalties pero lo esencial para Michael era que, con la mayoría de edad, podía elegir colaboradores y empezar a dirigir su carrera. Apareció Quincy Jones, un antiguo jazzman con afinidad por el pulso comercial. Off the wall, editado en 1979, no sólo vendió millones de copias: le colocó en la primera línea de la música negra, por encima de Stevie Wonder y otros creadores de temática adulta.
El impacto se hizo planetario con Thriller (1982), oficialmente el disco más vendido de la historia. No sólo era la abundancia de pelotazos -prácticamente todos los temas se editaron en singles- sino su dominio del medio del videoclip y su deslumbrante exhibición coreográfica en un televisado homenaje a Motown. Se puede afirmar que, a partir de ese momento, comenzó la cuesta abajo.
¿Qué ocurrió? A primera vista, todos los Jackson perdieron la razón. En realidad, se trataba de una familia disfuncional que ahora pivotaba sobre el poder de Michael. Su megalomanía empezó a manifestarse, primero de forma rastrera: intentó evitar que Quincy Jones recibiera premios Grammy por su disco. Al mismo tiempo, se planteó que su siguiente trabajo debería multiplicar las ventas de Thriller, una misión imposible que convirtió toda su discografia posterior en un anticlimax. No era una cabeza hueca, ni mucho menos: escuchaba los consejos de Paul McCartney sobre lo rentable de poseer los derechos editoriales de canciones y, hábilmente, se hizo con el catálogo de los Beatles. Igualmente, muchos de los rumores disparatados que corrían sobre su estilo de vida eran diseminados por su organización.
El afán por mantener su posición de ídolo mundial convirtió su biografía pública en una sucesión de disparates, combustible para la prensa, sensacionalista o no. Dado que estaba siendo eclipsado por otros artistas, desde Prince a las figuras del rap, se transformó en el hombre-noticia. Matrimonios mediáticos, viajes a lugares exóticos, títulos y trofeos exigidos por su voluntad imperial. En los noventa, lo que parecían excentricidades tolerables empezaron a percibirse como delirios o algo peor. Sus impulsos mesiánicos le empujaban a presentarse como un adalid de la libertad (en un vídeo parecía atribuirse el derrumbe del comunismo), un salvador de la ecología, un redentor de la pobreza y un modelo para los niños del mundo.
Su mansión californiana era un parque de atracciones, a la que invitaba a numerosos niños. Esa pasión por la inocencia le convertiría en objetivo de padres chantajistas y, finalmente, en el acusado en un proceso humillante. Fue declarado inocente pero su reputación se hundió hasta los abismos. Había perdido la habilidad para hacer música sencilla y directa: contrataba a los productores más caros, alquilaba estudios durante meses, corría desesperadamente detrás de las tendencias. Sus últimos discos podían vender grandes cantidades, pero generaban números rojos: eran proyectos disparatadamente caros. Así que su vida profesional, una vez que se alejó de los directos, se convirtió en puras acrobacias financieras: pedir préstamos para tapar huecos, aliarse con potentados petroleros, hipotecar las joyas de la corona (su editorial de canciones), intentar chantajear -incluyendo manifestaciones- a su discográfica, ya convertida en Sony Music.
Se había convertido en una pesadilla para los que en otro tiempo le admiraron. Y con todo, no se perdían las esperanzas de que volviera a lo que mejor sabía hacer. Una esperanza que algunos situaban en sus anunciados conciertos en Londres (repitiendo, ay, una jugada desarrollada felizmente por Prince). Todavía podía brotar su vieja magia, creíamos. Pero no llegó a tiempo.
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