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Camarada Orlov

Sierra i Fabra narra con mano maestra una historia de intriga situada en la guerra civil española y protagonizada por el siniestro Orlov y el oro de la República.

Prólogo 1

(9, 13 y 14 de septiembre de 1936)

Madrid, miércoles 9 de septiembre

Era como si el tren estuviese penetrando, lenta y perezosamente, en el interior de una masa de calor.

Alexander Orlov contempló Madrid a través de la ventanilla, fijando la mirada más allá de la imagen que el cristal le devolvía, la imagen de sí mismo tras una pésima noche en vela, con el martillante traqueteo de las ruedas incrustado en su cuerpo a través de los kilómetros devorados por la máquina y su retahíla de vagones gimientes.

No le pareció una ciudad en guerra, amenazada, ni un centro crucial de operaciones en el que convergían intereses contrapuestos de dos bandos en lucha. Sólo el calor, el último calor del llameante verano español, parecía indicarle que se aproximaba al infierno.

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Ahora Rusia quedaba lejos, Rusia y Stalin. Rusia y el pasado.

Desde que el 26 de agosto le comunicaran la orden de partir hacia España, todo a su alrededor le recordaba el desarrollo de una desenfrenada carrera, y él era, precisamente, lo contrario a la agitación y el nerviosismo. Metódico, frío, sereno, observador, con una mente rápida y habituada a tomar decisiones, le había producido, primero, intranquilidad, luego, una mayor confianza. No sería cómodo, ni mucho menos. Tenía todos los visos de ser una trampa tanto como un reto. Aún carecía de cargo, pero obviamente, el nombre que le dieran, oficial, superintendente, o algo parecido, no sería más que una tapadera para ocultar su verdadero puesto como oficial de la NKVD. El resto… lo diría el tiempo. El que durase la guerra.

Decían que sería corta, pero él sabía que ninguna guerra es corta. Y ésa era precisamente la trampa que intuía, aunque Rusia quedaba lejos, con Stalin y con el pasado. El brazo del dictador era largo y poderoso, el brazo del miedo. Madrid, y la guerra española: tanto podían ser el pasaporte para la gloria como el fin.

Demasiado para una contienda que no era la suya.

El tren atravesó rieles y cruces esparciendo un largo eco de ruidos pausados bajo el batir de cada pareja de ruedas. Los vagones se bambolearon en una danza monótona, como si supieran que cada movimiento les acercaba al final, la quietud. La estructura férrea de la estación de Atocha fue aproximándose a modo de gran boca presta a engullir al largo gusano de hierro y madera. En el interior de los vagones, decenas de hombres y mujeres con los rostros adormecidos y ojerosos y los cuerpos cansados, se desplazaron inquietos de un lado a otro. Alexander Orlov les contempló con lástima, de la misma forma que la araña, antes de matarlas, observa a las moscas pegadas a su red, atrapadas por sus hilos. ¿Adónde iban? ¿Por qué? ¿Cuál sería su destino? ¿Sobrevivirían a la muerte en una guerra que parecía aterrorizarles?

La masa de calor, herida por la presencia del intruso rodante, les pobló a todos de humedad cuando el tren se detuvo finalmente en su andén y la máquina emitió su último bufido. Todos se precipitaron hacia las puertas para fundirse en abrazos, risas y lágrimas con otros hombres y mujeres desparramados por el andén, entre carreras a la búsqueda de cada rostro esperado y angustia por saber si uno había venido en el tren o si el otro se hallaba en la estación. Más allá de todos, Madrid se abría a una nueva mañana en la que, a lo lejos, el tronar de los cañones les recordaba que tal vez pudiera ser la última.

Alexander Orlov fue el postrer cuerpo que salió de las entrañas del tren. Sin prisas, se dirigió al Hotel Gaylord, principal núcleo de operaciones para los rusos que se hallaban en la capital conspirando en la guerra de España. Y trabajando, en suma, y como siempre, para sí mismos.

Madrid, domingo 13 de septiembre

—Señor presidente… Queda un último punto en extremo importante, de una gravedad que me atrevería a juzgar primordial…

Azaña movió los ojos, mortecinos por el cansancio y el sueño. Bajo un marco enrojecido, formado por las dos rendijas de los párpados, las pupilas eran dos puntos empequeñecidos a causa de la fatiga. La larga reunión del gabinete se hacía opresiva. Todo era importante, crucial, imperativo. ¿Qué no lo era en un estado de emergencia?

La cara del jefe de gobierno expresaba una evidente carga emocional y una acentuada angustia. Largo Caballero esperaba, mientras a lo largo de la mesa los ministros contenían, una vez más, la respiración.

—¿Y bien? —inquirió Azaña.

Largo Caballero carraspeó para aclararse la voz.

—Es sobre las reservas de oro, señor presidente. Dada la situación actual y el peligro, real e inminente, de que Madrid pueda caer en manos de los rebeldes, me temo que no están del todo seguras en los sótanos del Banco de España…

Azaña movió la cabeza en vertical, en señal de comprensión. El tema no le era ni mucho menos desconocido. Se había hablado de él, y lo había valorado, aunque todavía sin el apremio que, ahora, le suscitaba el jefe del Gobierno. El cerco de Madrid se iba estrechando. Sabía que en unos pocos días se lucharía en la periferia de la ciudad, o incluso en sus calles. Las reservas de oro representaban no sólo el capital de la nación, sino la fuerza para resistir, combatir, y vencer al enemigo insurgente. El oro era la sangre.

—Hemos de calibrar todas las posibilidades, señor presidente —aclaró ahora Negrín, el ministro de Hacienda—. Sabemos que Madrid resistirá hasta el fin, y pensamos que los rebeldes nunca llegarán a tomar la capital, pero toda precaución es poca. Ese oro nos es indispensable, tanto para garantizar el envío de armas como para el trabajo que nos espera después, con la victoria.

El presidente unió ambas manos a la altura de su barbilla. La palabra «victoria» le traía reminiscencias pasadas, pero sólo era un término genérico que no expresaba la realidad ni la verdad. Sabía perfectamente que estaba viviendo una guerra sin vencedores ni vencidos. El día anterior, Díaz Sandino le sugirió que se convirtiera en dictador. También le había dicho, junto con Abad de Santillán, que los anarquistas querían llevar el oro a Barcelona. Existía el rumor de que Durruti se proponía asaltar el Banco de España a comienzos de octubre.

—¿Han pensado ya en cuál pueda ser ese lugar seguro, señores? —preguntó Azaña.

—¿En España? —inquirió a su vez el jefe de Gobierno.

Azaña alzó la cabeza, sorprendido, y escrutó al hombre que tenía a su derecha. Comprendía el alcance de sus palabras pero no quería discutir ni entablar una polémica más. El tono de su voz fue categóricamente perentorio y fuera de toda duda cuando afirmó:

—Desde luego.

Largo Caballero se movió inquieto. Fue Indalecio Prieto quien tomó la palabra.

—Barcelona o Valencia son tan poco seguras como Madrid —afirmó.

—Son seguras —le contradijo Largo Caballero—, pero carecen del lugar idóneo y que ofrezca las debidas garantías.

—¿Qué clase de garantías? —solicitó Prieto.

—Secreto, protección, e incluso una fácil vía de salvaguarda en caso de que se produzca una desgracia inevitable.

—¿Y cuál es, a su entender, el lugar idóneo que reúne todas esas características? —pidió Azaña.

Largo Caballero paseó una rápida mirada por todos los miembros del gabinete antes de decir:

—Cartagena.

No hubo una primera reacción. Indalecio Prieto sopesó posibles pros y contras con los labios plegados. Fernando de los Ríos deslizó una breve ráfaga ocular hacia Juan Negrín, que ahora sonreía satisfecho. Álvarez del Vayo, Uribe y Hernández callaron expectantes. Ángel Galarza acabó haciendo un gesto de duda. El resto, Mariano Ruiz, Bernardo Giner, José Tomás, hasta Manuel de Irujo, esperaron una decisión que no les correspondía, aunque les afectaba. Manuel Azaña contribuyó al silencio, pero sosteniendo ahora la mirada de Largo Caballero, el hombre que tan sólo nueve días antes había aceptado el nombramiento de jefe del Gobierno y la solicitud de formar un nuevo gabinete tras la dimisión de José Giral.

—Cartagena —repitió Azaña tras un breve paréntesis lleno de incertidumbres.

—Es el puerto natural más infranqueable del mundo, goza de una situación extraordinaria, y dispone de lo necesario, incluido un escondite perfecto: los polvorines subterráneos de la Algameca —remarcó ahora Largo Caballero con seguridad.

No hacía falta insistir demasiado. Manuel Azaña sabía la realidad de la situación y reconocía los excelentes recursos de la idea presentada por su nuevo jefe de Gobierno. Además, era tarde, demasiado para discutir un tema que no merecía discusión, a pesar de su trascendencia. Sí, Cartagena, en el corazón de la España republicana, era la mejor solución.

—De acuerdo —concluyó el presidente—. Dispónganlo todo para el traslado. El asunto queda en sus manos.

Después se levantó y el gabinete en pleno le secundó.

Moscú, lunes 14 de septiembre

Genrikh Gregorovick Yagoda penetró en los locales de la Lubianka correspondiendo apenas al saludo militar de los hombres de guardia. Su paso precipitado y nervioso contrastaba con el lento y marcial deambular de los funcionarios uniformados que se movían por los pasillos, saliendo y entrando de los despachos tras de cuyas puertas los hilos del juego político eran agitados por manos y mentes astutas. Bajo sus movimientos, se pasaba de la vida a la muerte y de la muerte a la vida en breves segundos.

Él mismo no tenía ya demasiado tiempo. Sólo unos días. La orden para que cesara al frente de la Policía Secreta, la NKVD, circulaba extraoficialmente. Aquella reunión semiclandestina sería, con toda probabilidad, uno de sus últimos actos. Únicamente la importancia del tema convertía el misterio de la convocatoria en algo relevante. A la postre, lo que sucediera después escaparía ya de su control. Habría otras manos para los mismos hilos, y él tendría otras cosas en que pensar.

Genrikh Gregorovick Yagoda conocía el juego.

Cuando penetró en el sector más secreto y reservado de la Lubianka, dejó de ver hombres para ver cargos, rostros conocidos y el estrecho y reducido núcleo que formaba el personal de confianza. No tuvo que preguntar nada. Al entrar en su despacho, los tres hombres ya le estaban esperando. Se levantaron marcialmente y volvieron a sentarse cuando él lo hizo. El tiempo era lo más dorado e importante en la vida de Yagoda, y no lo perdió en preámbulos. Conocía sobradamente a sus tres visitantes, aunque les observó mientras pronunciaba la primera palabra de salutación.

—Camaradas…

A. A. Slutsky, jefe de la división extranjera de la NKVD, ocupaba el puesto situado a la izquierda de Yagoda. A la derecha quedaba Uritsky, jefe del Servicio de Inteligencia Militar y aún caldeando el cargo en sus primeras gestiones, ya que no hacía demasiado que había sustituido a Ian Antonovich Berzin, ahora en España al frente de la misión militar rusa. En el centro, la mole del general Frimovsky, comandante en jefe de las fuerzas militares de la NKVD.

—Stalin ha decidido el envío de armas a España en ayuda de la República. El acuerdo ya es formal y se nos presenta como imperativo en nuestra política actual. Los fascistas rebeldes han logrado mayores éxitos de los que en un principio podía creerse y la situación allí es delicada. Bajo tales premisas, el NKVD será el encargado de supervisar el envío de armas directamente desde Rusia a España, así como de suministrar personal para que sirva de enlace en nuestra embajada en Madrid y coordine cualquier operación armada o política que nos concierna.

Los tres hombres no mostraron inquietud o sorpresa. Ni siquiera hablaron. Genrikh Gregorovick Yagoda continuó:

—El camarada Uritsky será el encargado de atender los embarques de armamento y cuidar que el suministro se realice con fluidez en orden a lo que podamos enviar y a lo que los españoles precisen. ¿Puede iniciar los trabajos cuanto antes, camarada? —acabó preguntando.

—Sí, camarada. Tengo incluso al hombre adecuado: el capitán Umansky, en Odessa.

Yagoda exhibió una leve sonrisa. No conocía demasiado a fondo al nuevo jefe del Servicio de Información Militar, pero sus apenas treinta y seis años le hacían merecedor de especial atención y de una prometedora carrera. Probablemente más larga que la suya. Probablemente.

—¿A quién tenemos en España para que supervise toda la operación? —intervino el general Frimovsky.

Yagoda miró a Slutsky.

—A Orlov, camarada: Alexander Orlov.

—¿Es competente?

—Sí, y trabajará bien. Es un hombre hábil que sabrá manejar a los españoles. Es un maestro en planificación, improvisación… e intriga. Abarca todo lo que podamos precisar de un enlace entre nosotros y España. Además, y es algo que puede utilizarse en muchos sentidos, le tiene pánico a Stalin.

—No es una mala combinación —murmuró para sí mismo Yagoda—. ¿Qué hace ahora en España?

—Le enviamos hace apenas unos días, aún sin un cargo oficial, aunque con la orden de preparar misiones de espionaje, contraespionaje y lucha de guerrillas.

—Un perro policía —intervino Yagoda.

Slutsky carraspeó.

—Sí, camarada —reconoció.

—¿Es ambicioso?

Slutsky volvió a toser. No entendía el sutil interrogatorio de Yagoda. Pensó en Orlov, aunque éste no era su verdadero nombre. Se llamaba Nikolsky. ¿Por qué se lo habría cambiado? ¿Un juego? No, Alexander nunca jugaba a nada. ¿Ambicioso? ¿Era ambicioso? Tenía abundantes defectos, o virtudes. Le gustaban las mujeres, y el poder, y la sensación de sentirse fuerte. Era cruel, despiadado, un perfecto eslabón para los proyectos que allí se estaban discutiendo, y un hombre idóneo para la guerra española. Mejor que cien regimientos. Pero… ¿era ambicioso?

—Sí, camarada —volvió a reconocer Slutsky—. Y también muy listo.

Yagoda sonrió ahora.

—Bien, bien… —monologó—. No hay nada peor que un imbécil ambicioso. Nada peor. La inteligencia es lo único que cuenta. Y a veces…, a veces…

El resto ya no lo dijo en voz alta

Próxima entrega: "Cuentos" de Scott Fitzgerald.

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