La distancia entre lo rural y lo urbano
El valor del capital natural de los territorios que se abandonan y el mantenimiento de la biodiversidad no entran en las cuentas de los economistas
Batiburrillo es una mezcla desordenada de cosas que no guardan relación. La manifestación celebrada hace unos días bajo el lema “el mundo rural despierta” es un buen ejemplo. Cuesta encontrar un común denominador en la combinación de tractores, señoritos a caballo, supervivientes de la España vaciada, taurinos y cazadores. Bueno, quizás la desesperanza, pero entonces hubiéramos encontrado a muchos más, ¿no?
Hace 13.000 años, al final de la Edad del Hielo, la reducida capacidad de los cazadores recolectores de transformar los ecosistemas sufrió un vuelco. El desarrollo de la agricultura, el pastoreo y una organización política desencadenó cambios dramáticos en nuestros ecosistemas. Esta transformación ligada a la deforestación y al avance de la frontera agrícola, implicó una simplificación masiva y una extinción dramática de especies. A mediados del siglo pasado los ecosistemas simplificados tienen dificultades para proveer de condiciones dignas a la gente que allí vive, máxime después de la Guerra Civil. En consecuencia, comienza a actuar uno de los motores de cambio global menos estudiados, el abandono del medio rural.
Aunque los vaivenes demográficos no han sido raros a lo largo de la historia, este se convirtió en un flujo de dimensiones desconocidas. Ese abandono produjo cambios radicales en aquellos ecosistemas históricos, llenos de supervivientes biológicos de milenios de interacción con el hombre. Por un lado, los hábitats de montaña se cubrieron de árboles como consecuencia de la dinámica natural; por otro, los costeros, fluviales y los de las zonas periurbanas se destruyeron radicalmente por diferentes motivos. Estos nuevos ecosistemas emergentes son los escenarios donde los manifestantes del pasado domingo sientan sus añoranzas y desesperanzas.
En el siglo XXI la mayor parte de la población vive en ciudades. Allí surgen, en paralelo a esta trasformación de los ecosistemas abandonados, movimientos que postulan una nueva relación con la biodiversidad en un marco ético emergente. La separación histórica entre el mundo rural y el urbano se acentúa. Algunas actividades que habían sobrevivido en el marco rural y que resultan críticas para el mantenimiento de la poca gente que aún vive allí comienzan a ser cuestionadas. Es el caso de las actividades cinegéticas o de la cría en régimen extensivo de ganado vacuno para su lidia. El poder de las mayorías, fundamentalmente urbanas, y la emergencia de estas líneas de pensamiento que redibujan nuestras relaciones con los animales hace difícil la coexistencia entre estos dos mundos.
Estas discrepancias se manifiestan en múltiples direcciones. Por ejemplo, la gestión para la conservación de la biodiversidad se ve limitada para enfrentarse al crecimiento de poblaciones de animales invasores que impactan de forma negativa en las comunidades locales. Muchas especies nativas, como jabalíes o corzos, se desregulan por el abandono rural y la necesaria gestión de sus individuos es cuestionada. Las poblaciones asilvestradas de mascotas como gatos se convierten en problemas severos para la conservación de especies nativas, especialmente de aves y anfibios. La incidencia sobre las poblaciones nativas y el impacto negativo sobre los servicios ecosistémicos aumentan.
En paralelo, la reforestación por abandono es visto por muchos, especialmente en ambientes urbanos, como una oportunidad para la naturaleza, sin ser conscientes de que en nuestra península la diversidad sobrevive en hábitats seminaturales o decididamente antrópicos. Si dejamos que se asilvestren o matorralicen esos hábitats, debemos saber que especies esteparias, ligadas a pastizales o incluso cultivos extensivos, desaparecerán. Como en tantas cosas no hay soluciones evidentes, sino que una misma cuestión puede verse desde perspectivas diferentes, caminando del efecto positivo al negativo y de lo éticamente aceptable a lo inaceptable.
En este marco de relativismo, los últimos habitantes del mundo rural se sienten presionados y cuestionados. Un marco socioeconómico en el que un Estado cada vez es más pequeño limita las posibilidades de dotar de servicios a los supervivientes de estas zonas rurales. El dinero invertido dividido por el número de habitantes de zonas abandonadas es siempre demasiado alto. El valor del capital natural de estos espacios vacíos y el mantenimiento de la biodiversidad no entran en las cuentas que los economistas hacen.
Ese contexto que separa lo urbano de lo rural, en el que la conexión entre servicios ecosistémicos y bienestar se pierde, es un terreno abonado para que la desinformación medre. La entrada de los actores políticos termina de exacerbar la separación. El mundo rural cae en manos de las ideologías más conservadoras al amparo de razones psicosociales complejas, mientras que lo urbano cae bajo el paraguas de esa nueva ética emergente en el lado de las mentalidades progresistas. El drama está servido, la radicalización está en marcha y las razones por las que se generó esa amalgama dominical, clara.
Parece que lo rural y lo urbano son peras y manzanas. Constituyen categorías diferentes. Sin embargo, la historia evolutiva de estas frutas sugiere que el símil es desatinado, dado que su distancia evolutiva es minúscula. Son parientes muy próximos. Igualmente, la aparente distancia entre los conservadores y los progresistas, entre lo urbano y rural, entre los amantes de los animales y los que los cazan, es muy pequeña. Nuestros ecosistemas simplificados, los servicios que proveen y la diversidad que atesoran necesitan que lo rural sea integrado de forma honesta y financiada en el funcionamiento de nuestro Estado. Quizás ese batiburrillo sólo necesita un poco más de ecología para hacerse entender por los urbanitas.
Adrián Escudero es catedrático de Ecología de la Universidad Rey Juan Carlos.
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