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CUMBRE DEL CLIMA
Tribuna
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Una cumbre del clima con dos historias muy distintas

Los impulsores del Acuerdo de París consideran que la cita de Glasgow puede interpretarse de formas muy distintas: por un lado proliferan las promesas a largo plazo, pero por otro los actuales planes de los gobiernos son insuficientes para reducir al menos un 45% las emisiones en esta década

En primer plano, la francesa Laruence Tubiana y la costarricense Christiana Figueres, tras conseguirse cerrar el Acuerdo de París en 2015.
En primer plano, la francesa Laruence Tubiana y la costarricense Christiana Figueres, tras conseguirse cerrar el Acuerdo de París en 2015.Stephane Mahe (REUTERS)

Cuando por fin se alcanzó el Acuerdo de París de 2015 sobre el cambio climático, y lo celebrábamos sobre el escenario agotadas y a la vez exultantes, no podíamos imaginar que hoy estaríamos escribiendo este artículo. A pesar del compromiso histórico asumido ese día por casi 200 países tras años de arduas negociaciones, el mundo sigue estando muy lejos de limitar las temperaturas a mucho menos de dos grados, por no hablar de 1,5. La diplomacia climática es un complejo mosaico de momentos, flujos y vaivenes de movilización y receso, pero este momento en Glasgow —la COP 26— es el más crítico desde aquella reunión de diciembre de 2015 en París, la COP21.

Durante la COP26, Glasgow puede convertirse en una ciudad entre dos historias.

El primer relato celebra cómo el Acuerdo de París ha movilizado al mundo como nunca detrás de un objetivo compartido. Alcanzar las emisiones netas cero en una generación y aumentar las reducciones de gases de efecto invernadero mientras nos esforzamos por limitar el aumento de la temperatura a 1,5 grados es ahora la aspiración de más de 100 gobiernos nacionales, además de un número cada vez mayor de gobiernos locales, empresas, inversores privados, banqueros centrales y bancos de desarrollo. No pasa un día sin que haya otro compromiso de cero neto. No es necesario ser parte del Acuerdo de París para haber integrado su lógica. La carrera hacia el cero está en marcha.

Pero la otra historia es la de la ansiedad y la desesperación ante la profundidad de la brecha que nos separa del cambio que necesitamos. Es un relato de retrasos y potenciales fracasos. También es nuestra realidad actual. Los gases de efecto invernadero siguen aumentando cuando deben disminuir al menos un 45% solo en esta década. Estamos en la senda de los 2,7 grados, no de 1,5: nos enfrentamos a la desaparición de miles de millones de medios de vida, a un grave agotamiento de la biodiversidad y a la desaparición de incontables billones del PIB. Es una catástrofe sobre la que hemos sido categóricamente advertidos.

¿Qué hacer con estas dos historias?

Sea cual sea el relato por el que te inclines, la conclusión es la misma: necesitamos más honestidad, acción y activismo; debemos seguir avanzando, mucho más rápido.

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Necesitamos honestidad: más líderes que reconozcan la dificultad de comprometerse con el abandono profundo y sistémico de nuestra dependencia de los combustibles fósiles. Los gobiernos nacionales y locales, el sector privado, el sector financiero... todos deben justificar sus compromisos con los objetivos de París con planes y vías claras, hitos que puedan comprobarse y acciones inmediatas que nos acerquen cada día más al objetivo a largo plazo. La transparencia y los compromisos creíbles son una buena inversión para todos. Es una forma de crear la confianza necesaria para proseguir la transición y reunir apoyo en el camino, enviar las señales adecuadas a los mercados, recompensar a los verdaderos adelantados y reducir la resistencia de los rezagados.

En este sentido, el acalorado debate sobre las compensaciones y los mercados de carbono tiene que basarse en el rigor transparente, la integridad medioambiental, las reducciones de emisiones verificables y la ausencia de doble contabilidad. Restaurar la naturaleza es vital, pero una mayoría de mecanismos de compensación de carbono son meras soluciones marginales que deben desaparecer con el tiempo.

Necesitamos activismo, es decir, una acción intensa. Nos estamos quedando atrás cuando deberíamos apresurarnos. Cada nuevo informe del IPCC muestra que el planeta tiene más problemas de los que imaginábamos, es decir, que la concentración de gases de efecto invernadero en nuestra atmósfera es más peligrosa de lo que creíamos hace 10 años.

Sin embargo, demasiados gobiernos se dirigen a Glasgow con planes que aún no se ajustan a los objetivos de París. Debemos ir más allá del incrementalismo. No podemos permitirnos esperar hasta el Global Stocktake de 2023 —un mecanismo del Acuerdo de París para verificar de forma transparente las reducciones reales de los países— para empezar a compartir datos sobre el progreso realizado. Tampoco podemos esperar hasta 2025, la próxima vez que los países tengan que presentar sus planes nacionales revisados en el marco de París. Debemos basarnos en dos importantes artículos del Acuerdo de París —el 4.2 y el 4.11— que consagran la necesidad de un proceso constante de mejora. Pero necesitamos más acuerdos entrelazados que nutran y aceleren los planes nacionales. Esperar es fracasar.

También debemos definir y defender la visión de 2050. La ciencia nos dice que necesitamos descarbonizar la economía mundial y revertir la pérdida de naturaleza a mediados de siglo como muy tarde para evitar los peores impactos climáticos. Esto requiere vías reales basadas en reducciones genuinas y en la protección activa de la naturaleza, empezando ahora. La acción para reducir realmente las emisiones y regenerar nuestros ecosistemas naturales este año, el próximo y en esta década es la base de París. Sin esto, todo el proceso se desmorona.

Antes y durante la cumbre del clima puede haber mucha diplomacia de última hora. Estamos en el sprint crítico hacia la COP26.

El inicio de la COP21 se vio empañado por el profundo dolor por los atentados terroristas de París. Pero gracias a la energía de todos los delegados y al implacable impulso de la juventud, todos nos esforzamos por convertir el dolor en compromiso. Al final de la cumbre, muchos delegados llevaban días sin dormir. Cuando quedó claro que teníamos un acuerdo, el ambiente se levantó y se convirtió en euforia. Todos se dieron cuenta de que estaban yendo más allá de sus estrechos intereses nacionales; que la alquimia de la diplomacia climática había producido algo raro: la esperanza.

En medio de las interferencias geopolíticas de hoy —desde las vacunas hasta los submarinos, con la competencia complicando la cooperación— también hay aspectos positivos de las últimas semanas: la promesa de China de dejar de financiar el carbón en el extranjero, la promesa de financiación climática de Estados Unidos, y la confianza política de Turquía para ratificar el Acuerdo de París. El nuevo plan nacional de Sudáfrica —un país con uno de los sistemas energéticos más intensivos en carbono y el duodécimo mayor emisor del mundo— ha dado otra importante señal para el G-20: esta es la carrera de todos. Todos estos obstáculos parecían intratables en su día. Esto también es la diplomacia climática: tras años de aparente estancamiento, el cambio se produce.

En la COP26, debemos volver a trabajar con empeño y determinación. No hay garantía de que tengamos éxito, pero no tenemos otra opción. Esforcémonos por esos próximos saltos de alegría con honestidad, confianza, integridad y esperanza.

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