Los recuerdos inventados: del trastorno psiquiátrico a los trucos para escribir novelas
Hay una amnesia que impide formar nuevos recuerdos y su lugar lo ocupan las confabulaciones. De este trauma se sirve el escritor W. G. Sebald para contarnos la historia de un familiar que acabó sus días en un hospital psiquiátrico
W. G. Sebald fue un escritor alemán que falleció a principios de siglo en Norfolk (Reino Unido), en accidente de tráfico a la edad de 57 años, después de sufrir un infarto. Destacó por alterar la realidad sin que se notase, es decir, por construir ficciones y con ellas conseguir lo que se denomina el efecto de realidad.
Para ello, Sebald se ayudaba de fotografías a la hora de ilustrar los textos. En uno de sus libros, que lleva por título Los Emigrados, el escritor parte de sus propios recuerdos para reconstruir cuatro biografías, cuatro vidas de personas que un buen día tuvieron que emigrar y dejar sus raíces en busca de otras ramas.
Uno de los capítulos está dedicado a un tío abuelo del escritor, un hombre peculiar que pasó la vida sirviendo en hoteles de lujo para terminar como mayordomo y hombre de compañía del hijo de un acaudalado banquero. En un momento de la narración, Sebald nos dice que su tío abuelo contaba historias tan inverosímiles que parecía que sufría el síndrome de Korsakoff. Y es aquí cuando la narración empieza a tomar una orientación científica, ya que el citado síndrome es un trastorno neuropsiquiátrico crónico que guarda relación con una deficiencia severa de vitamina B1 o tiamina, y que en la mayoría de los casos se asocia con el consumo de alcohol.
El síntoma principal de dicho síndrome es una acusada pérdida de memoria; amnesia en sus dos tipos básicos, es decir, amnesia anterógrada o incapacidad para formar nuevos recuerdos y amnesia retrógrada o incapacidad de recordar acontecimientos que ocurrieron antes del inicio del citado trastorno aunque, por lo común, los recuerdos de la infancia se conserven. A esto hay que añadir las confabulaciones, sobre todo en la primera etapa de la enfermedad. De ahí que la ficción salte de repente a la vida cotidiana del paciente. Esto es un síntoma que entronca directamente con el inconsciente; el taller —vamos a llamarlo así― de los narradores.
En Los Emigrados, el autor va recorriendo los últimos días de la vida de su tío abuelo. A estas alturas, ya no sabemos si en realidad existió o si se trata de otra de sus sanas confabulaciones, como cuando nos cuenta el ingreso en el hospital psiquiátrico y el tratamiento de electrochoque al que su tío abuelo acudía puntual y estoico.
El doctor Abramsky, encargado de aplicar la terapia, le describió a Sebald que su paciente recibía las descargas sin rechistar, con los electrodos en la frente, una cuña de goma en la boca, prieta entre los dientes, y atado a la mesa con correas “como un cadáver al que están a punto de echar al mar”. Lo real de todo esto es que el electrochoque es una práctica donde la mayoría de los pacientes presentan trastornos de la memoria tras su aplicación, lo cual nos conduce a pensar que la literatura de Sebald está hecha con la materia con la que se inventa la memoria cuando a esta, la memoria, no le queda otra que falsificar los hechos.
En su juego literario, Sebald nos conduce a través de una galería de espejos donde la autobiografía se mezcla con el viaje y con el conocimiento científico. Las descripciones de la naturaleza son tan minuciosas, ahondan tanto en el detalle, que se convierten en una poética del mundo cuántico. Nos sugieren que bajo las capas de nuestra realidad subyace todo un universo de fenómenos latentes.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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