Antes de que la ciencia se hiciera literatura para señalar el origen de la melancolía
Mucho antes de que Herman Melville imaginase la venganza en forma de ballena blanca, Alberto Durero zarpó hasta Zelanda para ver una ballena por vez primera en su vida. El escritor inglés Philip Hoare nos cuenta la historia en su libro ‘Alberto y la ballena’
Cuando Alberto Durero sintió el bocado de la melancolía se fue en busca de una ballena varada en Zelanda (Países Bajos). Pero no llegó a verla. La ballena fue devuelta al mar antes de que Durero apareciese y luego no fue capaz, o no quiso, pintar la ballena de oídas, como dicen que hizo cuando escuchó la historia del rinoceronte indio cuya figura ha quedado grabada para los restos en la memoria sentimental de la historia del arte.
Parece ser que el famoso rinoceronte de Durero fue bautizado como Ganda por ser así, ganda, como se le llama en guyaratí, idioma del oeste de la India de donde era original el animal que un buen día fue entregado al embajador portugués de la India como obsequio del sultán de Cambay. Y como el diplomático no sabía qué hacer con el rinoceronte, se lo mandó al rey de Portugal. Para ello, lo embarcaron en una carabela. La travesía duró dos meses hasta que Ganda llegó al puerto de Lisboa donde fue descrito por alguien cercano a Durero; un informe que combinaba la fantasía de los bestiarios medievales con la precisión científica de la nueva época que se abría a los ojos de Europa.
De igual manera, Durero tomó nota de la ballena varada en la costa de Zelanda, a sabiendas de que se trataba de un animal marino cuya fama venía precedida por la lectura fantástica que apunta las formas que toma el diablo cuando se esconde y quiere jugar, transformándose en una isla que bien podría ser la entrada al infierno.
Atravesando supersticiones y sortilegios, Durero se dispone a tomar apuntes del natural de la ballena varada en Zelanda. “Llamadme Alberto”, podría ser el arranque de esta historia que nos cuenta Philip Hoare en su libro Alberto y la ballena (Ático de los libros, 2021), un trabajo donde la biología marina se cruza con el mundo del arte y de la mitología.
Sin perder el hilo de la memoria, Hoare nos traslada hasta la Europa que se abre al Atlántico, que deja atrás el medievo y que va preparando el terreno para abrazar la razón y su pulso mecanicista donde el iluminismo alumbrará figuras como la del Barón Dupuytren, cirujano famoso por intuir los cortes precisos que sajan y curan la fibrosis en la palma de la mano, un mal que llevará su nombre —contractura de Dupuytren—, y por el cual uno o más dedos no se pueden estirar por completo.
El viaje científico que propone Hoare atraviesa mares y océanos, ciudades amenazadas por la peste y pieles de foca, ballena y rinoceronte como si de una armadura se tratase. Con este libro Hoare nos arrastra al otro lado del precipicio, donde Ganda se enfrenta en el coliseo contra un elefante indio, igual que si fuera un gladiador. Pero no estamos en Roma. Estamos en Lisboa, donde el rey Manuel I se entretiene con estas cosas hasta que se aburre y manda embarcar al rinoceronte; esta vez como regalo navideño al Papa León X.
Navegando las aguas del golfo de La Spezia, el rinoceronte se enfadó tanto que desató toda su ira, haciendo volcar el barco. Ganda intentó alcanzar la costa, pero se hundió antes de que Durero pudiese admirarlo. Con todo, el pintor alemán lo reviviría para los restos en un grabado que ha traspasado las fronteras de la historia del arte.
No consiguió repetir la suerte con la ballena. La melancolía y su estrella, Saturno, dominaba su vida por entero, un mal que Durero padecía de siempre. En 1503 sufrió una inflamación del bazo; envió a su médico un dibujo donde aparecía el mismo, señalándose el origen de su malestar. La ciencia aún tendría que hermanarse con la literatura para explicar que en el bazo es donde tiene su origen la melancolía. De hecho, en inglés bazo se dice spleen y esa misma palabra, llevada al francés de Baudelaire, se identifica con la melancolía.
Buscando la tensión entre ciencia y literatura, Philip Hoare encuentra a Durero imaginando el mundo y se dispone a contarnos un cuento de la misma manera que Dupuytren los contaba al oído de sus pacientes antes de cada operación.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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