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Reportaje:

Durero, mago del dibujo

Observador apasionado de la naturaleza, teórico del arte, grabador, pintor y dibujante, Durero encarnó como nadie al hombre del Renacimiento. Una exposición en el Museo del Prado muestra en España por primera vez 85 de sus obras maestras conservadas en la Albertina de Viena. Una muestra irrepetible.

Era capaz de caminar días enteros persiguiendo una liebre, o de pasarse horas muertas estudiando los andares parsimoniosos de un cangrejo. Durero sentía auténtica pasión por dibujar la naturaleza y los animales. En 1515, un sultán de la India envió como regalo al rey de Portugal un rinoceronte. La noticia de su llegada en barco a Lisboa despertó una inusitada expectación, y en Núremberg, la ciudad de Durero, se vivió como una leyenda. Un amigo del pintor vio al animal en el puerto lisboeta y se lo describió con pelos y señales. A Durero no le hizo falta más. Se lo imaginó. Lo dibujó con un gran cuerno y un lomo como si llevara silla de montar. La xilografía del rinoceronte fue una de las más vendidas en Alemania, y el artista envió uno de sus dibujos al Papa de Roma con la idea de que éste montara un zoológico en el Vaticano. Este dibujo es uno de los pocos de Durero que no conserva el Museo Albertina de Viena, la institución que atesora los mejores dibujos y estampas del artista alemán. Ochenta y cinco de estas obras, una selección importante, salen por primera de la Albertina y se exhibirán en el Museo del Prado.

Alberto Durero (Núremberg, 1471-1528) fue uno de los grandes artistas del Renacimiento, el Leonardo alemán. Inquieto, curioso y viajero, heredó de su padre, un orfebre de origen húngaro, la maestría en el manejo del buril, una habilidad decisiva para Durero años después. Grabar un dibujo no se diferenciaba mucho de grabar una inicial o un adorno en los cubiertos, pero a nadie antes que Durero se le había ocurrido hacer impresiones en papel en vez de adornos sobre metal.

Durero siempre se sintió mucho más seguro como artista gráfico que como pintor -su firma, un elegante monograma con una A mayúscula que encierra la D de su apellido, es el primer diseño de la historia-. Una inclinación que posiblemente también tuviera que ver con el coste de los materiales. En aquellos años era más económico grabar, dibujar, tallar tacos de madera para las xilografías (grabados en relieve) que comprar, por ejemplo, piedras preciosas como el lapislázuli, de donde los pintores sacaban el polvo para los colores. Las líneas tenían para Durero mayor significado que los colores. Además, con los grabados, Durero era dueño y señor de sí mismo, no necesitaba encargos para poder vivir. Él creaba su propia obra y podía venderla haciendo muchas copias. Comprar un grabado era algo que estaba al alcance de muchos bolsillos. En la Alemania de la Reforma existía un mercado para los dibujos y grabados, como lo había también para los libros.

A Durero le gustaba escribir desde niño en sus diarios. Llevaba su pequeña crónica familiar y gracias a ella hoy sabemos que a Durero El Viejo, su padre, le apasionaban las pinturas de Jan van Eyck y de Rogier van der Weyden, gusto que transmitió a su hijo, quien aprendió a dibujar a una edad muy temprana. A los 13 años dibujó su autorretrato, el primero de la historia del arte que se conserva. "¡Pintado por un chico de 13 años!, el más antiguo dibujo infantil europeo conocido", se admira Ernst Rebel, un especialista en Durero que participa en el catálogo de la exposición del Prado. Pasado el tiempo, un maduro Durero que guardaba en su colección personal este dibujo añade la leyenda: "Dibujé este autorretrato de un espejo en 1484, cuando yo era todavía un niño". Pero lo que no dejó explicado es cómo para dibujar su rostro escogió la punta de plata, un instrumento muy utilizado por los artistas de Flandes que precisa de un trazo muy seguro, ya que no permite borrar ni hacer correcciones sobre el papel.

José Manuel Matilla, comisario de la muestra de Durero y conservador de dibujo y estampas del Museo del Prado, califica esta exposición de "excepcional". Organizada en ocho apartados, permite ver, a su juicio, "cuáles han sido las constantes en la obra de Durero". Las 85 obras de la Albertina, más las cuatro pinturas que el Prado posee (Adán, Eva, Autorretrato y Retrato de personaje desconocido), permiten un recorrido por sus viajes, el estudio de la naturaleza, la religión, las proporciones del cuerpo humano y el desnudo… la obra más personal de uno de los primeros artistas que teorizó con la idea de lo nuevo.

Buen observador de la realidad, Durero poseía también una gran inventiva. Entre el corazón y el cerebro, Durero apostaba por la técnica, el estudio. Dibuja desnudos femeninos, manos, animales, objetos… De todo aprende y todo le sirve. "Aplasta y estruja una almohada para darle seis formas diferentes y anota cuidadosamente las variaciones", señala Erwin Panofsky, su gran biógrafo.

Sus contemporáneos le adularon y le vilipendiaron a partes iguales. Para los pintores italianos, Durero "no sabía manejar el color". Goethe lo admiró mucho en su juventud, pero desaprobó sus grabados del Apocalipsis, su obra cumbre: "Durero no llegó nunca a sacudirse totalmente al aprendiz de orfebre de Núremberg. Hay en sus trabajos una diligencia rayana en ansiedad que jamás le permitió alcanzar la visión amplia y la sublimidad… Proserpina raptada por Plutón a lomos de un macho cabrío. Diana apaleando a una ninfa en brazos de un sátiro… todo esto revela una imaginación extraviada, si bien en otros aspectos es un maestro competente, lleno de fuerza y energía".

Erasmo de Rotterdam es más contundente. Él siempre pensó que Durero era un genio: "Qué será lo que no exprese en monocromía, esto es, con líneas negras… Observa con exactitud las proporciones, las armonías y aun llega a representar lo que no se puede representar, el fuego, la luz, el trueno, el relámpago, el rayo, o, como dicen, las nubes en una pared, todas las sensaciones y emociones, todo el espíritu del hombre… Si sobre ellas se extendieran pigmentos, se estropearía la obra".

Núremberg, la ciudad imperial, en el corazón del Sacro Imperio Romano Germánico, asistió a la trayectoria de su artista con división de opiniones. Para unos, la imagen de Durero era la de un hombre piadoso y en paz con Cristo; para otros, sus turbaciones, la búsqueda de una perfección inalcanzable, se reflejaban en muchas de sus obras, como en el grabado Melancolía. Pero el artesano artista, paciente observador de animales y paisajes, realista hasta los menores detalles, que ideaba artilugios capaces de proporcionar perspectivas correctas y sometía al cuerpo a un sistema de líneas y círculos, era, según propia confesión, un visionario "lleno de figuras interiores". El contacto con artistas como Bellini, Mantegna, Rafael o Leonardo da Vinci le hizo tomar conciencia de su conflicto entre la inspiración y la creación.

Pionero en tantas cosas, Durero lo fue también en los viajes. Terminada su formación con el mejor pintor de Núremberg, Michael Wolgemut, marchó a Basilea, donde le surgieron oportunidades de publicar sus dibujos con los grandes maestros. Pero la familia reclamó su vuelta a Núremberg. Su padre le había arreglado una boda con una joven de la localidad, Agnes Frey. La leyenda del matrimonio desdichado de Durero se alimenta con versiones de varios historiadores que consideran a Agnes Frey una auténtica arpía, una chupasangres que no entendió el genio de Durero. "Ella no comprendía que la dejara sola en casa para irse a discutir sobre mitología o matemáticas con sus amigos ni que se pasara horas componiendo tratados sobre la teoría de las proporciones humanas o la geometría descriptiva en lugar de hacer lo que ella hubiera llamado trabajos prácticos". (Erwin Panosfky, Vida y arte de Durero). Durero, en plena luna de miel, decidió emprender a solas su primer viaje a Italia.

En el siglo XV, la meca para los artistas germanos eran Brujas y Gante; Durero abrió el camino de Italia y del Renacimiento en los países del norte. Regresó de Italia en 1495, y los cinco años siguientes fueron los de mayor intensidad creadora. Durero siente la necesidad de estudiar la teoría de las proporciones y la perspectiva y alejarse de obras "robustas, pero irreflexivas". Maneja el buril con tal delicadeza que los grabados de esta etapa presentan el doble o el triple de líneas por centímetro cuadrado que los anteriores.

La aparición de un cometa en 1503 ("el mayor portento que yo he visto") llenó la mente de Durero de siniestros presagios. El ánimo de Durero está tan encogido que sólo dibuja rostros angustiados de Cristo. Persigue hacer un retrato a Lutero: "Lo grabaré como recordatorio perdurable del cristiano que me ha ayudado a salir de grandes ansiedades". Se adhirió a la causa del protestantismo de tal forma que abandonó todo contenido profano en sus obras.

En 1512 entra al servicio del emperador Maximiliano I. Cuando éste murió, en 1519, Durero estuvo a punto de viajar a España para entrevistarse con su sucesor, el emperador Carlos V, y renovar su pensión, pero le dio pereza y esperó hasta que Carlos se desplazó para su coronación a los Países Bajos. Fue uno de sus últimos viajes.

Durante su estancia en Gante le hablaron de una ballena varada. Su pasión por los animales le hizo ponerse rápidamente en camino hacia la costa. No vio a la ballena y Durero enfermó de fiebres, posiblemente de malaria, que poco a poco minaron su salud. Murió el 6 de abril de 1528. Su tumba en Núremberg tiene inscrito el epitafio que le dedicó su amigo Pirckheimer: "Cuanto de mortal hubo en Alberto Durero queda cubierto por este sepulcro". La que fuera su casa, al pie de la soberbia muralla de Núremberg, es visitada cada año por miles de turistas que compran a manos llenas reproducciones de su famoso dibujo de la liebre, convertido ya en el símbolo de la ciudad y de Durero.

La exposición 'Durero, obras maestras de la Albertina' puede verse en el Museo del Prado del 8 de marzo al 29 de mayo. Para visitas y entradas: www.museoprado.es.

Eva y Adán, Museo de Prado (1507).
Eva y Adán, Museo de Prado (1507).

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