El ritual veraniego de Ernesto Sabato y un recuerdo para Mario Muchnik
Ernesto Sabato siempre se sintió mejor por la noche, rodeado de bohemios, que con los compañeros del laboratorio donde trabajaba por las mañanas


Desde el ventanuco se divisa la playa solitaria, arrasada por el viento de levante. En una esquina, una mujer contempla el horizonte y hasta mi memoria llega el cuadro aquel que imaginó Ernesto Sabato para su novela El túnel, una pintura donde aparecía una mujer que, a su vez, era contemplada por otra mujer (esta otra de carne y sangre) de nombre María Iribarne y que sería asesinada por Juan Pablo Castel, pintor del cuadro.
A partir del juego cervantino, Ernesto Sabato construye una obra tenebrosa que escribió tras abandonar su trabajo como científico en la Universidad de la Plata (Argentina), donde enseñaba mecánica cuántica. Con todo, El túnel no deja de ser la novela de un científico. Escrita en primera persona, su protagonista es un pintor obsesivo y metódico, cuyo orden matemático choca con el caos, con lo impredecible que representa María Iribarne, su objeto de deseo; una mujer que se comporta como una de esas partículas invisibles que no se dejan alcanzar en su justa medida y cuya posición hace imposible calcular la velocidad de sus acciones. En uno de los párrafos, el escritor argentino llega a rozar el principio de incertidumbre de Heisenberg, ilustrándonos acerca de la angustia existencial del protagonista, situándolo como alguien que estuviera parado en un desierto y, de pronto, cambiase de lugar con rapidez. “La velocidad no importa”, escribe Sabato, “siempre se está en el mismo paisaje”.
Sabato construye una obra tenebrosa que escribió tras abandonar su trabajo como científico en la Universidad de la Plata (Argentina), donde enseñaba mecánica cuántica
La novela fue escrita a finales de los años cuarenta, durante un verano de navidad en Argentina, pues en el hemisferio sur suceden estas cosas, que diría el mismísimo Sabato, quien, por entonces, pasaba las vacaciones aporreando una vieja máquina de escribir a la sombra de su editor, Jacobo Muchnik. Fue durante ese mismo verano cuando se manifestó la vocación científica de un jovencísimo Mario Muchnik que ya empezaba a curiosear en las fluctuaciones de vacío que contienen los átomos. Por el contrario, para Sabato la ciencia había dejado de ser un orden acogedor y los hechos recientes del terror causado por las bombas de Hiroshima y Nagasaki habían reafirmado su postura.
El autor argentino siempre se sintió a gusto rodeado de bohemios del más variado pelaje, como lo fueron los surrealistas franceses con los que entró en contacto en París casi al borde de la II Guerra Mundial y con los que se bebía la noche confeccionando cadáveres exquisitos. Por la mañana, Sabato trabajaba en el Laboratorio Curie en París, donde descomponía la materia con el fin de investigar los efectos de las radiaciones atómicas. Pero la resaca de los tiempos no le permitió habitar en dos mundos tan opuestos en apariencia. Así que provocó el cataclismo cósmico en su vida y se zambulló en la literatura para hacer ambos mundos compatibles.
Tras El túnel, Sabato sacó otras dos novelas más. La siguiente, publicada más de una década después, se tituló Sobre héroes y tumbas. En uno de sus capítulos, “Informe sobre ciegos”, Sabato nos muestra con método y rigor científico la existencia de un antiguo complot milenario desde donde se teje el gran tapiz del mundo. Para la psiquiatría, el citado capítulo de la novela de Sabato no es otra cosa que una metáfora de nuestro inconsciente, de nuestro trastero, ahí donde el relato racional se construye con los restos subterráneos que permanecen arraigados desde antes de que hubiéramos nacido.
Porque la literatura es la expresión artística que con más rapidez fermenta en nuestro inconsciente; un catalizador que nos lleva a constatar que el sol y el viento tienen mucho en común con una burbuja de cava, tanto como la huella ciega de una mujer sobre la arena de una playa desierta.
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