Las espinas de las rosas, las berenjenas o las uvas del desierto tienen la misma base genética
El gen descubierto abre un nuevo campo a la ciencia básica y la posibilidad de eliminar estas defensas de muchas especies silvestres por domesticar
Hace más de 400 millones de años, algunas plantas, como las antecesoras de las rosas, desarrollaron una estrategia para protegerse de los herbívoros: las espinas. Proyectadas desde el fruto, las hojas o los tallos, la defensa tuvo tal éxito que se extendió por todo el reino vegetal. Eso le complicó la vida a los animales. Pero, más adelante, también a los humanos en sus distintos procesos de domesticación. Ahora, un amplio grupo de científicos de todo el mundo, con destacada presencia española, ha identificado el gen que está detrás de estos pinchos o púas. Han confirmado su eliminación en berenjenas espinosas, en rosas y en frutos apreciados pero casi imposibles ni siquiera de recoger. El hallazgo abre las puertas a la imaginación, tanto mejorando especies ya cultivadas, como aprovechando otras hasta ahora impensables.
Esta historia empieza en Valencia con unas berenjenas. En el Instituto Universitario de Conservación y Mejora de la Agrodiversidad Valenciana, de la Universitat Politècnica de València (UPV), llevan años mejorando la genética de la berenjena (Solanum melongena). Aunque hay algunas sin espinas, incluso en estado silvestre, la mayor parte son extremadamente espinosas y la exigencia a la hora de recoger la mayoría de las cultivadas no llega a los supermercados. De ahí el interés en las berenjenas sin espinas. Mediante el cruce buscaban identificar los marcadores moleculares asociados a la espinescencia y, tras ellos, el gen potencialmente responsable. Tras una serie de cruzamientos entre una especie silvestre que tiene muchas espinas con otras sin ellas, al cruzar el híbrido con el parental sin espinas vieron una segregación perfecta 1 a 1, la mitad con y la otra mitad sin, confirmando la base genética. A partir de uno de estos cruces, realizaron la autofecundación de unas 700 plantas y lograron acotar la zona donde estaba el gen.
“Fue en ese momento cuando en un seminario online entramos en contacto con investigadores del Cold Spring Harbor Laboratory (Estados Unidos), que trabajan en el campo de la neodomesticación [los planes modernos para domesticar especies aún silvestres]. Y si la que te interesa tiene espinas, lo primero que debes hacer es quitárselas”, dice el biotecnólogo de la UPV, Jaime Prohens, uno de los responsables de esta ambiciosa investigación publicada en la revista Science. El gen identificado como responsable de las espinas de las berenjenas interviene en la expresión de las citoquininas, hormonas vegetales con un papel clave en la división y diferenciación de las células vegetales.
Las berenjenas pertenecen al género Solanum, el mismo que el de las patatas y los tomates. Pero hay espinas en otros muchos géneros muy alejados de estas en el árbol de la vida, desde los cereales hasta las rosas. Aquí es donde entran los investigadores del Cold Spring Harbor Laboratory (CSHL) y botánicos de otros grupos punteros en otros géneros vegetales. Empezaron a confirmar el papel de este gen con parientes lejanos de las berenjenas que crecen en zonas tan distantes como el oeste africano, la península del Yucatán (México) o una especie de lulo silvestre propio de Sudamérica. Las tres presentan mutaciones en el mismo gen identificado en las berenjenas.
Consultando otras investigaciones, confirmaron que mutaciones en genes similares (homólogos) también aparecían relacionadas con la pérdida de proyecciones espinosas en muchas especies de poáceas, como el arroz o la cebada. Y acabaron llegando a las rosas. Entre estas, hay unas pocas sin espinas, como el rosal de Wichura. De nuevo, la ausencia de pinchos aparecía relacionada con mutaciones en el mismo gen. Para confirmarlo, otro grupo de científicos, estos basados en Francia, usaron una técnica de edición genética para silenciar el gen de interés en un cultivar muy espinoso, la rosa china. El resultado fue que la mayoría de los nuevos rosales apenas desarrollaban espinas (ver fotografías). Yendo más allá, otro equipo, esta vez estadounidense, recurrió al cortapega genético CRISPR para quitarle las espinas a las uvas del desierto (Solanum cleistogamum), una especie que los aborígenes australianos han consumido como pasas durante milenios a pesar de sus imponentes espinas y para el que se viene buscando una forma de domesticarlo.
Para Zachary Lippman, investigador del CSHL, estamos ante uno de los mayores casos de convergencia evolutiva entre especies que divergieron hace millones de años y acabaron encontrando la misma solución a problemas similares. Esta fue una de las grandes aportaciones de Charles Darwin cuando postuló en su teoría de la Evolución que, ante presiones selectivas similares, especies distantes podrían desarrollar adaptaciones parecidas de forma independiente. Lo que no podía saber Darwin es que “en el caso de las espinas, parece que la base genética ya existía previamente en las especies en las que surgieron”, dice Lippman, autor sénior de este trabajo colectivo.
Las posibles implicaciones de este descubrimiento podrían ser enormes. Una es lo que Pietro Gramazio, de la Universitat Politècnica de València y también coautor llama de ciencia básica. “La mayor parte de las especies modelo no tienen espinas”, recuerda. La Arabidopsis thaliana, la planta del tabaco, la del tomate o las petunias son a la investigación vegetal lo que los ratones, ratas y macacos a la animal. Y ninguna tiene espinas. “Y quitando las rosas, el otro cultivo importante, los demás económicos más importantes o plantas modelo no tienen espinas y eso tiene su impacto”, añade. Es como si los científicos llevaran décadas tapando uno de sus ojos.
El descubrimiento de la base genética de la espinescencia podría revitalizar muchas ramas de la agricultura. Como recuerda Jaime Prohens, “ya no es solo que te pinches tú o que se pinche el consumidor, sino que los propios frutos que tienen espinas, se pinchan unos con otros al envasarlos y eso genera muchas pérdidas”. Más importante aún: “facilitará el desarrollo de variedades sin espinas de forma mucho más eficiente, e incluso, la domesticación de nuevas especies que hasta ahora no se había podido hacer, que ni siquiera se había intentado porque tenían muchas espinas y eran imposibles de cultivar”, añade.
Elizabeth Kellogg es investigadora principal en el Centro de Ciencias Vegetales Donald Danforth (Estados Unidos). No ha participado en esta investigación, pero sí ha tenido ocasión de revisarla. Para ella, “este trabajo abre la puerta a la producción de nuevos cultivos a partir de especies que antes se consideraban indeseables debido a sus espinas”. Pero destaca sobre todo que, por lo que han descubierto, la modificación o supresión de las mutaciones responsables no parecen afectar a otras posibles funciones que tuviera el gen “La edición es atractiva porque los efectos son muy precisos. El cultivo potencial queda desarmado, pero por lo demás inalterado”, dice Kellogg.
Aún quedan muchas incógnitas. Unas las apunta Lippman, el autor sénior: “Todavía no entendemos por qué, a pesar de lo que parece haber un camino fácil para obtener las espinas, otras especies no las han desarrollado”. Además, hay muchos tipos de espinas, por su forma y, en especial, por su origen y habrá que determinar si en todas ellas la base genética es la misma. Además, hay espinas que, siéndolo, no lo son, como las de los cactus.
Tyler Coverdale, profesor en la Universidad de Notre Dame (Estados Unidos), ha dedicado la mayor parte de su labor investigadora a estudiar todos los tipos de espinas vegetales. “Es un interesante experimento mental imaginar si el mundo tendría plantas espinosas si no hubiera herbívoros. Pero hay una gran cantidad de pruebas que sugieren que, como mínimo, tendríamos muchas menos plantas con espinas, púas o pinchos porque muchos de los linajes espinosos se diversificaron en respuesta al surgimiento de los herbívoros mamíferos”. De hecho, varios trabajos realizados en la sabana africana muestran que allí donde hay más animales fitófagos, existe una mayor diversidad de especies espinosas.
Pero Coverdale recuerda enseguida que estas defensas físicas podrían haber surgido para cubrir otras necesidades: “Pueden ayudar a trepar, a regular la temperatura o a minimizar la pérdida de agua”, dice. Hay especies como la victoria amazónica, un gigantesco nenúfar, que usa las espinas para desplazar a sus rivales. En los cereales, sirven para que las semillas se enganchen a las patas de los pájaros y facilitar su propagación. Y quedan los cactus, el otro gran grupo espinoso. “Son un caso interesante y muchos los señalan como evidencia de una espinescencia que evolucionó en respuesta al estrés hídrico en lugar de a la herbivoría”, recuerda el investigador estadounidense. Y es que “las espinas de los cactus son hojas muy reducidas, que estarían sujetas a una enorme pérdida de agua en los desiertos si fueran más parecidas a las hojas a las que estamos acostumbrados en las plantas de clima templado”. Pero, completa, “también sirven para fines defensivos, tanto contra los animales que se los comen como contra los pájaros que anidan en los cactus creando huecos en sus troncos”.
Por todo ello, Covedale destaca la relevancia del trabajo que empezó con las berenjenas: “Los conocimientos que han obtenido sobre el mecanismo genético que subyace a la espinescencia en este género económica y ecológicamente importante es un avance significativo, y uno que probablemente inspirará una gran cantidad de maravillosos trabajos de seguimiento”.
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