¿Por qué cuesta tanto aterrizar en la Luna?
La aparatosa llegada de la nave ‘SLIM’ de Japón al satélite ejemplifica las dificultades para conquistarlo
El complejo aterrizaje de Japón ayer en la Luna, que la agencia espacial nipona tardó casi dos horas en explicar, es el último ejemplo de la complejidad de volver al satélite, después de que aterrizara la nave Lunar 9 en 1966. La Luna carece de aire, por lo que no pueden utilizarse paracaídas. Solo motores-cohete, cuyo empuje debe ajustarse para llegar al suelo exactamente con velocidad cero o casi. No es fácil aterrizar en ella. Hay que utilizar radar o variantes del láser para medir la altura segundo a segundo y racionar el escaso combustible (cada kilo cuenta) de forma que no se agote antes de tiempo. Y tomar tierra sin desplazamiento horizontal para no arriesgarse a un vuelco. Todo eso y confiar en que el impacto no dañará los delicados instrumentos de a bordo.
Tales son los problemas, que la NASA ha decidido posponer los planes del programa Artemis un año, postergando hasta 2026, como muy pronto, la vuelta de humanos a la superficie lunar. Pero son los aparatos sin tripulación, aterrizadores de todo tipo, los que han fracasado una y otra vez hasta hoy: en la última década, ningún intento privado ha tenido éxito y solo dos naciones, China y la India, han logrado su objetivo sin accidentes.
¿Qué le sucedió a las últimas sondas fracasadas?
La Chandrayaan 2 se estrelló por un error en el software de control de descenso. El Luna 25 ruso fue víctima de un fallo de su sistema de frenado, que se mantuvo en marcha durante más del doble de tiempo que el previsto. El Beresheet israelí, por un inoportuno reseteo de su ordenador central a tan poca altura que no le dio ocasión a recuperarse y reencender el motor. El japonés Hakuto-R sufrió una confusión cuando su radar detectó la súbita elevación de la pared de un cráter. Aún estaba a 5 kilómetros sobre el suelo, pero interpretó el repentino cambio como un aterrizaje inminente y apagó el motor. En el Peregrine, una simple válvula atascada en “abierto” inyectó tanta presión en el tanque de combustible que produjo una fisura y la correspondiente pérdida de propergol y fracaso de la misión.
Solo la tercera Chandrayaan cumplió su objetivo, posándose en la zona polar austral de la Luna. Los ingenieros indios, escarmentados por su mala experiencia anterior, habían reescrito buena parte de las rutinas de aterrizaje, tratando de superar la maldición de Murphy. Su lema: “Todo lo que pueda ir mal, irá mal”. Y bajo esa premisa tuvieron éxito en convertirse en el cuarto país en alcanzar la Luna.
¿Hace 50 años no se estrellaban?
No exactamente. A la Unión Soviética le costó una docena de intentos depositar la primera cápsula en la Luna. Y se trataba de un vehículo muy simple que, además, aterrizaba con cierta brusquedad, protegido por unos airbags.
Las primeras operaciones estadounidenses también fueron un rosario de fallos. La serie de los Ranger no logró resultados hasta la séptima tentativa (y eran naves destinadas a destruirse en el impacto contra el suelo). Por el contrario, la NASA tuvo éxito a la primera en conseguir un alunizaje suave con la sonda Surveyor 1. Pero fracasaron dos de los seis aparatos que le siguieron.
La excepción es el programa lunar chino, que ha cosechado un impresionante palmarés de éxitos siempre al primer intento. Se han posado en la Luna y en Marte, han depositado allí vehículos rodantes y han conseguido traer a la Tierra muestras de regolito en una complejísima maniobra que recuerda a las operaciones del Apolo, excepto que ha sido ejecutada por robots autónomos.
El alunizaje, ¿no puede dirigirse desde la Tierra?
El alunizaje es una operación que no puede controlarse desde la Tierra. Las señales de radio tardan un poco más de un segundo en llegarnos desde la Luna, y otro tanto ocurre con las órdenes que puedan enviarse a la nave. Esos tres segundos de retardo suponen un tiempo de reacción demasiado largo en operaciones cuyo éxito es cosa de décimas de segundo. En ese sentido, las naves lunares deben ser autónomas y tomar sus propias decisiones en función de cómo progrese el descenso.
¿Por qué antes tardaban días y ahora meses?
Las misiones Apollo llegaban allí en tres días. Pero ahora se emplean cohetes de menor potencia que los colosales Saturn 5. Y para exprimirles el máximo rendimiento se utilizan trayectorias de baja energía que requieren menos combustible. El precio a pagar es un tiempo de vuelo más largo.
Los Apollo seguían una ruta directa hacia la Luna; las sondas actuales describen elipses muy alargadas, cuyo apogeo van aumentando poco a poco a base de cortos encendidos de su propulsor, que suele ser de baja potencia. A veces, la trayectoria sobrepasa la órbita de la Luna extendiéndose hasta más de un millón de kilómetros y jugando con las interacciones gravitatorias de Tierra, Luna y Sol. Si los cálculos han sido correctos, cuando vuelva a pasar por las cercanías de la Luna, la capturará sin apenas gastar combustible en el frenado.
¿Qué ha ocurrido con la nave ‘SLIM’?
La nave SLIM que llegó ayer a la Luna es una prueba de ingeniería. Trataba de conseguir un descenso de precisión, o sea, con un error inferior a los cien metros, que aún no sabemos si ha funcionado. Su sistema de navegación debía localizar el lugar exacto comparando los cráteres que vea su cámara con los de un mapa almacenado en la memoria del ordenador. Algoritmos basados en inteligencia artificial debían permitir tanto la identificación de la zona como los desplazamientos laterales para evitar obstáculos.
El terreno elegido era complicado: una pendiente de 15 grados, que haría volcar incluso a una sonda tradicional. SLIM llevaba una especie de tren de aterrizaje de cinco patas adosado a su costado. Eso suponía descenso en vertical, pero que se dejaría caer de lado en cuanto hiciera contacto con el suelo para desplegar sus instrumentos y, en especial, el par de rovers que transportaba como pasajeros.
¿Qué robots iban a bordo del SLIM?
A bordo de la nave van dos modelos diferentes. Uno de dos kilos, con movimiento a saltos y capaz de comunicarse directamente con la Tierra. El segundo tiene el tamaño y peso de una pelota de tenis. Una vez en el suelo, se abre en dos mitades que hacen de ruedas y al mismo tiempo despliega un par de minicámaras. Tan pequeño de tamaño que ni siquiera porta antena de comunicaciones, así que las imágenes de su movimiento las enviaría a través del otro robot, con quien está conectado por bluetooth.
Si ese robot parece un transformer es porque hereda esa tradición japonesa. Lo ha diseñado y construido una fábrica de juguetes nipona por encargo de la agencia espacial. Uno idéntico iba a bordo del fracasado Hakuto-R. Si esta vez el alunizaje hubiera ido bien, el cacharrito tenía muchos números para convertirse en el juguete de moda.
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