¿Mereció el Nobel el padre de la oveja ‘Dolly’?
Ian Wilmut, que murió ayer a los 79 años, fue un científico de una pieza que sufrió la controversia de la clonación
Entrevisté al fallecido Ian Wilmut hace 20 años, poco después de que hubiera muerto su asombrosa criatura, la oveja Dolly, el primer mamífero clónico. El fallecimiento de aquel feliz animal suscitó por entonces una calentura de rechazo a la clonación y, de paso, a toda intervención humana en la naturaleza. La pobre oveja escocesa, según sus críticos, tenía los cromosomas cortos, una salud precaria y había muerto de forma prematura, pagando así la insolencia de Wilmut y sus demás creadores.
Poco antes, sin embargo, este diario había sabido por un veterinario español que Dolly no había muerto por ninguna aberración genética, sino por un cáncer de pulmón de origen viral muy común en las cabañas ovinas de toda Europa. Wilmut no había dicho ni pío sobre esta polémica mundial, así que se lo pregunté y me respondió: “Sí, creemos que esa es la explicación correcta. Quisimos anunciarlo el día de la muerte y el veterinario nos disuadió. Quería ver antes la autopsia”.
Hace falta tener aplomo. Eres el creador del primer mamífero clónico, el animal se te muere de lo mismo de lo que se muere cualquier oveja, te ves metido en el ojo de un huracán tropical contra la clonación, medio mundo intenta arruinar tu reputación científica y, de repente, el veterinario te disuade y te callas como un becario. Genial.
Ese era Wilmut, un científico de una pieza, siempre dispuesto a poner en duda sus propias conclusiones y a someter su trabajo a la exigente revisión de sus colegas. Su actitud fue la misma durante el que seguramente ha sido el mayor fraude de la historia de la biología. Solo un año después de la muerte de Dolly, el veterinario surcoreano Hwang Woo-Suk publicó en Science la clonación de los primeros embriones humanos. Se los había inventado de arriba abajo, como se descubrió un año y medio después. Hwang era un experto en clonación —creó a Snoopy, el primer perro clónico— y supo amañar sus datos para confundir a (casi) cualquier experto. Para cuando le pillaron, había persuadido a los científicos occidentales de que colaboraran con él en el advenimiento de una nueva era de la biomedicina. Muchas cabezas cayeron, y muchas otras callaron.
Aquello fue un desastre, y arrastró a toda la investigación sobre clonación a una revisión minuciosa, casi quisquillosa. Empezando, como es natural, por Wilmut, el mismísimo padre de la abortada revolución. La clonación de Dolly no fue un ejemplo de planificación experimental. El material de partida no fue una oveja viva, sino una ubre que llevaba congelada algún tiempo. La foto que todos los periódicos del mundo habrían llevado a sus primeras páginas —la madre y su clon balando al unísono— no fue posible, por lo tanto. El escepticismo creció tras el fraude de Hwang.
Pero Wilmut, al menos, sí había tenido la precaución de preservar congelados algunos trozos de la ubre que había utilizado para crear a Dolly. Eso bastó para que científicos independientes comprobaran que, a diferencia de los embriones humanos de Hwang, Dolly sí era un auténtico clon.
¿Debió recibir Wilmut el premio Nobel? Mi opinión es que sí, pero pregunten en el bar de cualquier Facultad y saldrán mareados bajo un abanico multicolor de opiniones. El Nobel de la clonación recayó en 2012, nueve años después de la muerte de Dolly, en el británico John Gurdon y el japonés Shinya Yamanaka. Ambos lo merecían. Gurdon había clonado al primer animal, una rana, veinte años antes de que naciera Dolly, y Yamanaka acababa de descubrir una forma de ‘retrasar el reloj’ de vulgares células de la piel para convertirlas en células madre, evitando así el polémico uso de embriones humanos para el mismo propósito. La Academia sueca padece una conocida alergia a las polémicas públicas. Wilmut nunca buscó pelea, pero la encontró de todos modos. Que la tierra te sea leve.
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