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Esta científica española quiere resolver un misterio genético y sacar de la cárcel a una madre acusada de matar a sus cuatro hijos

El trabajo de Carola García Vinuesa es la clave en el caso de Kathleen Folbigg, conocida como la peor asesina en serie de Australia, pero que podría ser el mayor error judicial de la historia del país

Carola Garcia de Vinuesa
La científica española Carola Garcia de Vinuesa. Universidad Nacional Australiana.
Enrique Alpañés

Carola García Vinuesa, de 52 años, era una mujer respetada en Australia. Esta inmunóloga española era catedrática y jefa del departamento de inmunología de la Universidad Nacional de Australia. También era directora del Centro de Inmunología Personalizada. Era muchas cosas que se podían resumir en una: su equipo había sido pionero en el país en secuenciar el genoma humano. Tenía una posición acomodada, daba charlas sobre inmunología genética por el mundo y unos cuantos premios se apilaban en su casa en Canberra, donde vivía con sus dos hijas.

Kathleen Folbigg, de 54 años, era la mujer más odiada de Australia. Así la había apodado la prensa en 2003, cuando entró en prisión acusada de matar a sus cuatro hijos. La vida de estas dos mujeres no podía ser más opuesta, nada parecía presagiar que sus caminos se fueran a cruzar. Hasta que una mañana de agosto de 2018, el teléfono de Vinuesa empezó a sonar.

“Era mi antiguo alumno, David Wallace”, explica ella ahora en videollamada. Aunque como investigador era brillante, Wallace acabó dedicándose a la abogacía. Pero esta no era una llamada para ponerse al día. El abogado quería la opinión de Vinuesa sobre un caso en el que estaba trabajando. Había algo que no le acababa de cuadrar. “¿Estás sentada?”, le preguntó. Y entonces, le empezó a contar.

Kathleen Briton conoció a Craig Folbigg con 17 años en una discoteca. Se enamoraron, se casaron y decidieron formar una familia. Su primer hijo, Caleb nació en febrero de 1989. Fue el principio del fin. Kathleen decía sentirse “completa, con un marido, un hogar y un bebé”, según señalan las actas de instrucción. Pero esa plenitud duraría poco tiempo. Una noche Kathleen se levantó para ir al baño y aprovechó para ver cómo estaba el niño. No respiraba. “Mi bebé, le pasa algo a mi bebé”, gritó. Su marido llegó a la habitación y notó el cuerpo del niño aún caliente. Intentó reanimarlo y ordenó a Kathleen que llamara a una ambulancia. Los médicos no pudieron hacer nada por salvarle, y apuntaron que había sufrido el síndrome de muerte súbita del lactante (SMSL), una enfermedad de la que se sabía muy poco en la época. Caleb murió a los 19 días de vida.

En 1990, el matrimonio tuvo su segundo hijo, al que llamaron Patrick. Las pruebas mostraron que era un niño sano, pero a los cuatro meses sufrió un ataque en circunstancias similares a su hermano, seguido de epilepsia y ceguera. Poco tiempo después, estando al cuidado de la señora Folbigg, Patrick sufrió unas convulsiones y murió.

“Nunca ha habido, en la historia de la medicina, un caso como éste”, dijo el fiscal en su alegato final

Los Folbigg se mudaron a una nueva ciudad para empezar de cero y tuvieron una hija, Sarah. Esta vez, trasladaron la cuna a su dormitorio para poder vigilar a la niña mientras dormía. No sirvió de mucho. El 30 de agosto de 1993, Kathleen encendió la luz de madrugada y vio a la niña azul e inmóvil. La declararon muerta a los 10 meses. La causa, una vez más, fue SMSL.

Craig no quería, pero Kathleen insistió, y unos años más tarde el matrimonio tuvo una cuarta hija, Laura. Los médicos enviaron a la pequeña a casa con un monitor cardíaco que transmitía los datos directamente al hospital. Laura superó el año de vida sin problemas. Pero a los 18 meses falleció. Y saltaron todas las alarmas. El médico que le practicó la autopsia, el doctor Allan Cala, indicó que presentaba indicios de miocarditis, pero aseguró en su informe que esto no ponía en peligro su vida. Un detective fue asignado al caso ese mismo día.

Los Folbigg no pudieron soportar la pérdida y a los pocos meses se separaron. Fue entonces cuando Craig descubrió un viejo diario de su mujer que le revolvió las entrañas y le hizo ir a la policía. En un escrito del 28 de enero de 1998, Katheleen decía que Sarah se había ido “con un poco de ayuda”.

Kathleen Folbigg
Kathleen Folbigg, en una imagen tomada durante el juicio, en abril de 2019. PETER RAE (EPA)

El juicio fue rápido y extraño. No había pruebas en contra de la señora Folbigg más allá de algunas frases ambiguas de sus diarios. La acusación se basó más bien en lo extraordinario del caso. “Nunca ha habido, en la historia de la medicina, un caso como éste”, dijo el fiscal en su alegato final.

Carola García Vinuesa escuchaba la historia aferrada al teléfono. Justo un mes antes le habían contactado por un caso en Macedonia en el que habían muerto tres hermanos. El cuarto murió días después de que Vinuesa encontrara la malformación genética causante.

El abogado preguntó a su antigua profesora si podría hacer lo mismo aquí. “A mí me pareció plausible, porque de 2003, que es cuando se realizó el juicio, a 2018, que es cuando recibí la llamada, las cosas habían avanzado mucho”, reconoce. Vinuesa aceptó. Colgó el teléfono y se puso a investigar.

La investigación genética y la investigación judicial

El SMSL se introdujo en la medicina en 1969 como forma de clasificar lo inexplicable, una especie de cajón de sastre forense donde se apuntaban las muertes que no encajaban en otro lugar. Sin embargo, en las dos últimas décadas, se han ido conociendo las mutaciones que podrían predisponer a sufrir esta muerte. Hasta el 35% de los casos de muerte súbita pueden explicarse por factores genéticos. Dos de las muertes de los niños Folbigg habían sido apuntadas bajo este epígrafe. Quizá los avances tecnológicos pudieran dar más pistas sobre lo que les pasó.

Dispuesta a averiguar, Vinuesa llamó a su colega, el genetista Todor Arsov. Juntos hicieron una lista de todos los genes que podían causar muerte súbita. Después empezaron a secuenciar el genoma de Kathleen Folbigg. Y encontraron algo. La mujer presentaba una mutación en el gen CALM2 susceptible de producir SMSL. El caso acababa de dar un vuelco.

Se abrió entonces una investigación detallada. Se formaron dos equipos de inmunólogos genetistas. El equipo de Vinuesa encontró la misma mutación en las dos hijas de los Folbigg. Concluyeron que era probablemente patógena. “Esto significa que hay más de un 99% de probabilidades de que cause una enfermedad cardíaca que conduzca a un resultado fatal”, asegura el doctor Arsov por correo electrónico. “Como prueba, creo que este hallazgo estaría al mismo nivel que tener una confesión o un testigo ocular de un crimen”. El equipo de la acusación, liderado por el doctor Michael Buckley, no lo veía así. Dijo que era una “variante de significado incierto” y señaló la falta de antecedentes familiares.

Preocupada por la posición de Buckley, la doctora Vinuesa buscó apoyos externos que confirmaran sus hallazgos. “Escribí a los cardiólogos genetistas más famosos del mundo”, recuerda. Uno de ellos era Peter Schwartz, del Instituto Auxológico de Milán. Contestó diciendo que acababa de estudiar un caso igual. Schwartz llevaba más de 50 años analizando las causas de la muerte súbita. Había creado una base con los datos de 74 familias que habían sufrido síncopes relacionados con mutaciones en los genes CALM. Y tenía algo que decir sobre el caso Folbigg. “Mira, yo no puedo asegurar que la madre sea inocente”, reconoce Schwartz en videollamada. “Pero si un niño con una mutación genética como esta muere, lo lógico es pensar en causas naturales. Es como si tienes un muerto con un disparo en la cabeza. Puede que haya fallecido de un ataque al corazón y que después alguien le haya disparado. Pero lo normal es pensar que ha muerto en un tiroteo”, explica.

Las mutaciones en el gen CALM2 solo explicarían la muerte de dos de los cuatro niños Folbigg. Respecto a Caleb y Patrick, se descubrió que portaban dos variantes raras del gen BSN, que causa epilepsia letal en ratones. El descubrimiento no era concluyente y se necesitaban más pruebas. En cualquier caso, no se trataba tanto de buscar una causa irrefutable de la muerte de los cuatro niños, sino de establecer si cabía duda razonable a la acusación de Folbigg. En el momento se determinó que no era así, pero es que el momento, en esta historia, es importante.

Katheleen Folbigg se convirtió en la mujer más odiada de Australia a principios de los 2000, una época en la que los postulados del pediatra británico Roy Meadow tenían resonancia en los casos de muerte infantil. Meadow resumió su idea en una máxima impactante y pegadiza: “Una muerte súbita es una tragedia, dos son sospechosas y tres son asesinato hasta que se demuestre lo contrario”. Es lo que se vino a conocer como ley de Meadow, una máxima que se usó en varios juicios de infanticidio en el Reino Unido. Hasta que la ciencia vino a desmontarla. Un estudio genético de los dos hijos de la abogada Sally Clark, condenada a cadena perpetua, abrió la posibilidad de que hubieran fallecido por causas naturales. Los tribunales británicos liberaron a Clark y revisaron las condenas de los 10 años anteriores de casos similares. Tres mujeres más fueron liberadas. Meadow fue desacreditado y apartado temporalmente de la medicina. Los tribunales británicos establecieron que, en el futuro, no se iniciarían acciones judiciales cuando los expertos médicos no alcanzaran un consenso a menos que hubiera pruebas convincentes.

La ley de Meadow no fue citada explícitamente en el caso Folbigg, pero sobrevoló todo el juicio. Los fiscales llegaron a argumentar que la muerte de cuatro bebés en la misma familia era tan probable “como que los cerdos volaran”, sin respaldar esa exageración en ningún estudio. Pero eso fue en 2003, y ahora, con la ley de Meadow desacreditada y las mutaciones genéticas descubiertas, Folbigg tenía una oportunidad.

El veredicto

En 2019, los jueces australianos rechazaron liberar a Folbigg. Desecharon los estudios del equipo de Vinuesa y dieron mayor peso a la versión de la acusación. La inmunóloga hace un análisis más vehemente: “No tenían nada. Estaba el diario y luego estos genetistas y el cardiólogo, Jonathon Skinner, que no querían asumir que se habían equivocado. No querían dar marcha atrás por orgullo, por ego”. Schwartz coincide, y señala la falta de formación de Skinner. Para demostrarlo coteja las afirmaciones que hizo aquel con los datos de su estudio: “Durante el proceso se hicieron afirmaciones falsas”, asegura mientras rebusca entre unos papeles y empieza a leer. “Por ejemplo, se dijo que la mutación tendría que haber dado mutaciones de novo en los niños. No es cierto. Se dijo que los niños habían muerto mientras dormían y no mientras hacían deporte y que esto no suele suceder. No es cierto, el 20% de las muertes súbitas suceden durante el sueño. Se señaló como extraño que fueran los primeros ataques que sufrían estos niños. Y no es cierto: el 80% de las muertes de este tipo se producen en el primer episodio. Se han hecho una serie de afirmaciones erróneas y no hay justificación posible. Bastaba que leyeran nuestro trabajo, o que nos llamaran. Nosotros teníamos las respuestas”.

“Una muerte súbita es una tragedia, dos son sospechosas y tres son asesinato hasta que se demuestre lo contrario”

En marzo de 2021, 90 científicos y expertos médicos de todo el mundo le entregaron al gobernador de Nueva Gales del Sur una petición solicitando el perdón de Folbigg y su liberación. Entre los firmantes había dos premios Nobel y numerosas personalidades del mundo de la medicina.

Folbigg permaneció en la cárcel, pero el clima social cambió. Ya no era la mujer más odiada de Australia y la unanimidad con la que la sociedad la había condenado se resquebrajó. Algunos empezaron a ver su caso no como el de la peor asesina en serie del país, sino como el mayor error judicial de la historia de Australia. El clima también cambió en la cárcel. Folbigg, que había sido trasladada de centro penitenciario por sufrir palizas, empezó a recibir muestras de apoyo de sus compañeras. Así se lo contó a Carola García Vinuesa cuando fue a visitarla. “Fue un momento agridulce”, recuerda la doctora. Fue también una despedida. Después de años en Australia, García Vinuesa se mudaba al Reino Unido. Antes de hacerlo quería charlar con la persona a la que llevaba años estudiando genéticamente. Había empezado a hacerlo por curiosidad, había seguido por convencimiento, incluso, se planteó en algún momento, por obsesión. No se trataba, a estas alturas, de un estudio genético. El caso Folbigg, entendía Vinuesa, reflejaba la forma en la que se presenta la ciencia en un juicio. Evidenciaba cómo pruebas circunstanciales tienen más peso que estudios científicos. También hablaba de cómo muchas mujeres habían sido presentadas durante años ante el jurado, estigmatizadas en torno a una ley sin base médica alguna. El caso Folbigg trascendía a la propia Folbigg.

Pero eso era difícil de asumir con ella delante. Este era también el caso de una sola mujer. Vinuesa dejaba Australia, pero eso no significaba que fuera a dejar a Kathleen. Así se lo hizo saber. Y así lo ha mantenido. La inmunóloga continúa en contacto con el equipo legal de Folbigg y sigue de cerca los intentos de reabrir el caso. Han pasado 19 años de su condena, pero Vinuesa se muestra esperanzada. “Al final estamos hablando de ciencia y la ciencia es irrefutable. Es negro sobre blanco”.

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Sobre la firma

Enrique Alpañés
Licenciado en Derecho, máster en Periodismo. Ha pasado por las redacciones de la Cadena SER, Onda Cero, Vanity Fair y Yorokobu. En EL PAÍS escribe en la sección de Salud y Bienestar

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