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Madrid me mata
Columna
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Madrid – La Plata

Nos encontramos a once mil kilómetros de España y a cinco horas de diferencia horaria y las personas son iguales en cualquier parte del mundo

Elvira Sastre
La plaza de mayor en Buenos Aires, Argentina.
La plaza de mayor en Buenos Aires, Argentina.Getty Images

Una abuela es una abuela en cualquier parte del mundo. Es mi último viernes en Argentina y pienso en las mías mientras acaricio las manos de Coca, la abuela de Miranda, aquí en La Plata. La semana pasada hablaba de las diferencias entre países y culturas, pero llevo en este país casi veintiún días, los suficientes para crear hábito y acomodar el acento en mi boca, y todo comienza a resultarme extrañamente familiar y conocido.

Las personas son iguales en cualquier parte del mundo. Los armarios de la casa de Fany, la otra abuela de Miranda, huelen igual que los de mi abuela Sote, son del mismo color y parece que cuentan cosas parecidas. Susi, la tía de Miranda, abraza como mi tía Mercedes, con fuerza y enseñanza, y en su casa cuida las plantas tal y como mi abuela Juanita protege las suyas. Nos protege y advierte de los cuidados de la calle, y eso me recuerda a lo que me dice mi tío Vicente antes de irme de viaje. Nosotras sonreímos y no hacemos demasiado caso, igual que haríamos en Madrid.

Aquí hablamos de nuestras familias a la hora de comer, al levantarnos de la siesta y antes de irnos a dormir. Cada una de nosotras somos un puñadito de gente que queremos llevar a todas partes, estemos donde estemos. Así es imposible no encontrarlos en todos los sitios.

Nos encontramos a once mil kilómetros de España y a cinco horas de diferencia horaria. Las palabras son distintas, la gastronomía también, la política difiere y los programas de televisión hablan de gente que no conozco, pero los jóvenes se devoran de igual manera en las esquinas vacías de las calles por las noches. Los niños chillan a sus padres para que les hagan caso en parques idénticos a los de Madrid, en los que se dan las mismas situaciones. Hay gente que pide, gente que se lamenta y rostros vacíos de expresión. Hay gente triste, muy triste, inaccesible en su tristeza, llena de polvo y silencio, miradas exactamente iguales a las que he visto en el metro muchas mañanas de martes. También hay reuniones en las que se comparte el mate que me recuerdan a los grupos de adolescentes que se pasan las bolsas de pipas en Plaza España. En las dos ciudades miramos a los ojos con la misma intensidad. El otro día Andrea recibió una videollamada de su familia, que estaba de celebración, y se emocionó igual que se emociona Miranda cuando escucha la voz de los suyos desde España.

Llevo casi veintiún días aquí y, aunque ya regreso a mi añorada Madrid, he conseguido que el tiempo se tranquilice, que los lugares se vuelvan reconocibles y que mi gente habite en los ojos de los argentinos que me cuidan. No somos diferentes, claro que no. La vida siempre es vida, se dé donde se dé.

Madrid me mata.

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