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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El unicornio de Nueva York

Intenso encuentro con el legendario animal en The Cloisters, la filial medieval del Metropolitan

Jacinto Antón
Visitantes en la sala de los tapices del unicornio de The Cloisters, en Nueva York.
Visitantes en la sala de los tapices del unicornio de The Cloisters, en Nueva York.

Mira que hay cosas que hacer en Nueva York como para ir a buscar un unicornio que además vive más allá de Harlem. Desembarqué en la ciudad con la agenda secreta de encontrarme por fin con la legendaria criatura que habita en The Cloisters (los Claustros), la filial medieval del Metropolitan (Met), un lugar que siempre se me había resistido pues queda pelín a desmano. Quería contemplar uno de los dos unicornios más famosos del mundo para tener completa la colección. No pensaba que fuera a superar al del Museo de Cluny de París, que está con la famosa y enigmática Dama del Unicornio, una Mona Lisa medieval, y que es una de las imágenes que más me emocionan en este mundo, sin que pueda decir en qué consiste su embriagadora magia. Un remolino de belleza, sensualidad, colores y misterio que te deja espiritualmente demolido como si te hubiera caído un rayo en el alma. Con el antecedente de la dama parisina, su unicornio y su desconcertante mensaje de "Mon seul desir", el equino neoyorquino, que está solo, sin dama, me parecía menos interesante, pero me picaba la curiosidad.

Como viajaba además para ver a George R. R. Martin, el autor de Juego de Tronos, con motivo de su nueva novela que va llena de otros animales míticos, los dragones, todo parecía tener una sugerente coherencia, aunque descubrí —nada es perfecto— que en el vuelo low cost de Norwegian no te dan ni agua. El encuentro con Martin resultó muy emocionante y no solo me supuso una zambullida previa en lo medieval vía Poniente y los Siete Reinos sino, al llevarle para que me firmara mi baqueteado ejemplar de su novela Muerte de la luz, un revolcón sentimental, pues me reencontré con esa historia melancólica de un amor y una ruptura que transcurre en un planeta que se muere al alejarse de sus soles.

A la mañana siguiente me fui a los Cloisters, en el extremo norte de Manhattan, con un taxista de Bangla Desh con el que conversamos apasionadamente sobre los tigres devoradores de hombres de las Sunderband pero que no tenía ni pajolera idea de dónde estaba el sitio. Llegamos no sé cómo y yo me lancé al museo dispuesto a darme un baño de Medioevo y a divertirme buscando relaciones con Juego de Tronos. No me costó nada hacerlo. De entrada, los Cloisters están en el parque Tryon, que no me negarán que suena muy Lannister. Luego vi dentro una placa en reconocimiento a Alice Tully, que era una cantante de ópera, filántropa y prima de Katharine Hepburn pero cuyo apellido es el mismo de la Casa Tully de Aguasdulces. Me lo pasé en grande contemplando dragones, como el del portal de la iglesia de san Leonardo al Frigido o el enorme de un fresco del monasterio benedictino de Arlanza que parece arrancado del palacio de los Targaryen, aunque dudo que alguien se hubiera atrevido a llevárselo de allí. Como es sabido, The Cloisters reúne una espléndida colección medieval depredada; entre otras cosas los elementos con los que se ha reconstruido los cuatro claustros que le dan nombre (si los ve José Ángel Montañés le da un pasmo), y que compró John D. Rockefeller hijo un día que tenía dinero suelto.

Tras retrasar todo lo posible la cita para aumentar el morbo, al final me encontré traspasando estremecido la Puerta del Unicornio, un umbral esculpido procedente de Auvernia y por el que se entra a la sala 17 donde está la célebre criatura legendaria. El unicornio de los Cloisters es en realidad siete que aparecen representados en una serie de tapices (siete también, aunque en uno no sale y en otro aparecen dos), pero el emblemático —y una de las obras de arte más conocidas del mundo— es el que está representado solo, encerrado en un cercado rodeado de flores y atado por una cadena a un árbol, un granado. Hay dudas y muchas incógnitas sobre qué representa la serie de tapices, conocida como La caza del unicornio y creados en Bruselas entre 1495 y 1505, casi al mismo tiempo que los igualmente tan enigmáticos de La dama del unicornio (1480-90) —solo una vez han estado juntos los dos grupos, en el invierno de 1973-74 en París: debió ser una sobredosis de simbolismo y belleza—.

El unicornio, con su raro y salvífico cuerno —hay uno en la sala, de narval-, es un símbolo complejísimo en el que se mezclan contrarios como la virginidad y la fecundidad, y que alude a conceptos como la luz, lo peligroso y lo inasible; por no mencionar que el apéndice frontal es más fálico que la Trump Tower.

Los estudiosos (véase The unicorn tapestries at the Metropolitan Museum of Art de Adolfo Salvatore Cavallo, 2016) creen que los tapices de los Cloisters, que pertenecían a los La Rochefoucauld y estuvieron colgados en el castillo de Verteuil, salvándose por los pelos de la Revolución y cubriendo una época la plantación de patatas, pertenecen en realidad a dos series distintas unidas y que abordarían dos temas diferentes: una caza mística del unicornio relacionada con la Pasión de Cristo y otra (mucho más divertida) que tendría que ver con el amor cortés y en el que el unicornio sería el amante. No sé, yo no soy Panofsky, y el unicornio, con su raro y salvífico cuerno —hay uno en la sala, de narval, que fue el animal que más inspiró la creencia en los unicornios— , es un símbolo complejísimo en el que se mezclan contrarios como la virginidad y la fecundidad, y que alude a conceptos como la luz, lo peligroso y lo inasible; por no mencionar que el apéndice frontal es más fálico que la Trump Tower. Pero lo que sí les puedo decir es que la contemplación de los tapices te deja patidifuso. Es una de las experiencias artísticas (y de las otras) más impresionantes que se pueda tener. Desde luego tan emocionante como la de París. Algo mágico, sobrenatural, impregna esas obras, te corta la respiración y te pone al borde del llanto. También es verdad que yo estaba en ayunas a excepción de unas garrapiñadas compartidas con el taxista, lo que sin duda ayuda a sufrir un brote agudo de síndrome de Stendhal.

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Las diferentes estampas de la caza del unicornio, algunas muy cruentas (pero a la vez muy connotadas sexualmente), con el animal golpeado por las picas de los cazadores y cubierto el níveo cuerpo de heridas sangrantes, y él mismo destripando con su portentoso cuerno a un perro, culminan en el tapiz del unicornio preso, del que cuesta separar los ojos, tal es su capacidad de seducción. Mi impresión subjetiva (si es que vale para algo) es que la imagen alude a una suerte de sublimación de la sensualidad que resuelve, por la vía de atarlo corto, los impulsos peligrosos, eróticos, que representa el unicornio. Se cree que los tapices pudieron ser un regalo de bodas. El unicornio simbolizaría que las vehemencias del amor cortés, romántico, quedan a buen recaudo con la cadena del matrimonio y el autosacrificio de la libido. Se le ve tranquilo al animal cautivo en su bonito prado de flores; pero yo, que me he asomado a sus salvajes ojos, no me fiaría un pelo.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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