Engañar al hambre en la postguerra
El Museo de Historia de Cataluña muestra el ingenio de la gente para superar la escasez entre las cartillas de racionamiento y el estraperlo de 1939 a 1950
La niña escribe: “Queridos Reyes Magos: este año preferiría que me regalaseis cosas para comer. Adjunta os envío la cartilla de abastecimiento. Devolvédmela con lo que podáis dejar en los zapatos”. El señor de elegante batín se dirige a su esposa: “Nuestro amigo Rodríguez es un verdadero caballero. Para felicitarnos el Año Nuevo nos ha enviado una tarjeta de abastecimiento en vez de una tarjeta de visita”… No son chistes de la resistencia aparecidos en publicaciones clandestinas o del exilio sino que son fruto del inconsciente sentido del humor negro (o la desvergüenza) de las propias autoridades franquistas porque la revista que los acoge es oficial. Se trata de Alimentación Nacional, publicada por la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes, cuyo primer número apareció en 1940. Se vendía al precio de 1,50 pesetas y tenía cierto tirón porque hablaba de lo que no existía y permitía soñar: de alimentos y cómo cocinar siempre lo mismo de cien maneras distintas. Quizá todo era resultado de aplicar aquello de Cuando el hambre agudiza el ingenio, que es el subtítulo de la exposición El farcell de la postguerra, que hasta el 14 de octubre puede saborearse en el barcelonés Museu d’Història de Catalunya.
La muestra, sucedáneo de continuación cronológica de Menús de guerra que el mismo museo acogió en 2014, es una buena metáfora de la situación alimentaria y de la cocina de los años 40 y 50 en España: con poco material y dinero y mucha imaginación, la cosa queda sustanciosa. La época no estaba para bromas: acabada la Guerra Civil, de las 750 panaderías que había en Barcelona sólo funcionaban 180. No había de nada, excepto hambre, por lo que las nuevas autoridades fascistas intentaron controlar las materias primas en origen y crear un sistema de racionamiento de alimentos. La solución fue la imposición, el 18 de mayo de 1939, de la cartilla de racionamiento para “26 millones de españoles o extranjeros residentes”; las primeras, familiares. “Fueron un fracaso porque la gente no pasaba parte de la muerte de los miembros de la familia para mantener sus cupos”, aclara ante un ejemplar auténtico y en perfecto estado de una cartilla, con sus respectivos cupones, Sergi Freixes, comisario de la muestra y propietario de buena parte de las piezas, que consigue de donaciones particulares o a través de una tupida red de anticuarios de toda Cataluña. “Corren muchas cartillas que no son auténticas, porque en la época se falsificaban”, ilustra. Para evitar la picaresca, en 1943 se impondrían las individuales.
64 millones de cartillas… y un bollo
Lo que habría debido ser motivo de vergüenza era, para el franquismo, motivo de orgullo. Un reportaje de la revista oficial Alimentación Nacional documentaba en una doble página "La labor que representa el dotar a cada ciudadano de la correspondiente Cartilla individual" de racionamiento, según rezaba el título. Para 26 millones de beneficiarios, se imprimieron 64 millones de cartillas en dos ciclos. En el primero, durante 150 días trabajaron 300 hombres, 750 mujeres y 17 rotativas; en el segundo, se emplearon a 400 hombres, 900 mujeres y 21 rotativas, que tardaron 140 días. En total, se requirieron 3,3 toneladas de papel y 750.000 kilos de cartón para las cubiertas. La nueva España no descuidaba al trabajador: el personal femenino realizaba su labor en dos turnos, con descanso de media hora en cada uno. Los hombres, "como corresponde al sexo fuerte", trabajaron en tres turnos. Todos gozaron de vacaciones dobles y gratificación. Pero eso no era lo mejor: en el intervalo de las féminas, se les proporcionaba "un cuarto de litro de leche y un bollo por persona"; a los hombres, "dos suministros similares".
En las colas para recoger el racionamiento, como ilustran algunas fotografías de la época, pasaba de todo, según Freixes: “Llegó a haber hasta asesinatos y, por descontado, se compraban posiciones y se utilizaban a los niños”. La situación era tan precaria que se inventaron iniciativas como la del Día del Plato Único que, los 1 y 15 de cada mes, comportaba que los clientes de los restaurantes sólo podían optar a un plato, a escoger entre verdura, carne o pescado, si bien debía pagarse el menú completo. Idea impuesta por ley durante la Guerra Civil en el bando franquista, los restauradores lo mejoraron con la invención del Plato Combinado, con un poco de todo. La ampliación de la triste campaña llevó a la creación de algo tanto o más duro, El Día sin Postres, los lunes.
“Muchos payeses se levantaban de madrugada antes de que pasara el inspector para recoger y quedarse parte de la producción”, dice el comisario que le han confesado testimonios. Era el inicio de una cadena que se corrompió pronto: los payeses debían vender sus cosechas, controladas por inspectores, por un precio tasado al Estado, quien a su vez lo vendía por un precio estable al consumidor, al que se le racionaba. El mercado negro no tardó en surgir: harina de maíz (en el mejor de los casos) para sustituir la de trigo; básculas trucadas en las tiendas y comercio ilegal de productos al margen del sistema. Los precios negros, por las nubes: en la exposición, una pizarra entre sacos cuelga la lista desaforada. Una docena de huevos (lo que más escaseaba, junto a la carne), 200 pesetas; un litro de aceite (lo más adulterado, junto a la leche), 250 pesetas, lo más caro; un kilo de azúcar, 125 pesetas; un pote de leche condensada, 65 pesetas….
El estraperlo, de pingües beneficios, estaba a la orden del día. Tanto, que el ferrocarril que provenía de El Prat de Llobregat era conocido como El tren del estraperlo: al acercarse a la capital catalana, aminoraba su marcha, momento que la gente aprovechaba para tirar por la ventana la mercancía, que recogían los compinches. El papel de la mujer era ahí fundamental. “Me comentaban un caso de una señora que iba con un bebé al que durante todo el trayecto nadie le oyó llorar. La gente decía: ‘Qué bien se porta, el pobre, quietecito y calladito’... Es que era un lechón muerto”. Se trataba de burlar los controles de la Guardia Civil y de los fielatos (burots) a la entrada de las grandes ciudades, que requisaban los productos ilegales y recaudaban impuestos por tráfico de mercancías. Así, para introducir una gallina en la Barcelona de 1948 se debían pagar 50 céntimos.
Entre la decena de ámbitos en que está dividida la modesta muestra se recogen los problemas del Auxilio Social para distribuir alimentos, instalando comedores en el Palau Moja de La Rambla y en una parte de los almacenes SEPU. Sólo en 1939 y en la provincia de Barcelona repartió mensualmente una media de millón y medio de comidas. También puede apreciarse la reconversión de editoriales, recetarios y cocineros mediáticos de antes de la Guerra Civil a los nuevos miserables tiempos. Así, cocineros como Ignasi Domènech y Josep Rondissoni o bien castellanizaban sus nombres y libros o daban clases en la Sección Femenina de Falange, respectivamente. Menaje era una de las revistas del momento, quizá por su subtítulo (La cocina en tiempos difíciles). Todo era un milagro: en diciembre de 1941, por ejemplo, triunfaba la receta de cómo hacer una tortilla de boniato… sin huevo, del mismo modo que la poca calidad de la comida y la falta de higiene facilitó la aparición de reconstituyentes y concentrados: pastillas de caldo, leche y flanes en polvo, concentrados de tomate y huevos, aguas de litines… Ahí se hizo un hueco Gallina Blanca, si bien al principio tuvo problemas con las nuevas autoridades por haber ayudado antes a los rojos…
Acabada la Segunda Guerra Mundial, empezó a llegar algún pequeño electrodoméstico del exterior, como el Túrmix, y hasta algún industrial doméstico, como Gabriel Lluelles, acabaría haciendo cierto furor entre las familias más pudientes con la batidora Minipimer. Tras una ligera estabilización económica a partir de 1951 desapareció el racionamiento y el mercado negro y hasta las cocinas de gas empezaron a sustituir a las de carbón; y en algunas escuelas públicas se vio algo de leche en polvo, queso cheddar y mantequilla gracias a la ayuda norteamericana…
Toda la muestra tiene, como hilo estético y gráfico, la composición típica (a cuadros pequeños) y el color (entre marrón, violáceo y negro) del famoso mocador de fer farcells. Ilustra Freixes: “Es un pañuelo de campo, de color sufrido y tela muy resistente, o sea, perfecto para el estraperlo”. Todo eran fórmulas para engañar al hambre.
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