¿Qué pasa con el pan?
Demasiados panes, de factura automática, descuidada o industrial sobre todo, son mediocres sino 'peste', más que malos
Comer pan ahora casi siempre resulta una condena. Una multitud es víctima de un fracaso. Demasiado veces es una decepción llevarse a la boca lo que era / es argumento colateral de la comida y los placeres rutinarios.
¿Quién prueba cientos de productos o platos sin el apoyo de una rebanada, esa barca salvadora? No vale la pena comer tantas cosas buenas sin la ayuda del buen pan.
Gran parte de lo que acontece en torno al producto, el pan nuestro de cada día, generalmente son novedades decepcionantes, insatisfactorias para los comunes consumidores.
Quizás se puede sostener que es un elemento tradicional de la cultura doméstica en extinción, una mala experiencia reiterada. Demasiados panes —de factura automática, descuidada o industrial sobre todo— son mediocres sino 'peste', más que malos. Al ser un producto y complemento gastronómico-alimenticio sencillo y fijo, los hechos negativos se constatan siempre y son de impacto transversal, general.
Faltan manos, falla el oficio, el tiempo y los recursos, los trigos y su harina, sobran elementos añadidos, está en duda la masa madre, la levadura, el agua, el amasado, el reposo, el fuego y los hornos.
No es una tendencia, parece un hecho imparable comercial y biológicamente. Pasamos por la devastación de la memoria con la caída de la oferta de los hornos familiares, artesanos, de pueblo y barrio. Han cerrado demasiadas panaderías, portales antiguos, establecimientos de los que emanaba aquel aroma urbano tan interesante: el olor sano de harina cruda, de masa, pan fresco, recién cocido, caliente.
La crisis del pan tradicional (y de los panecillos y pastas saladas y dulces) nace de la jubilación o extinción de las sagas familiares de panaderos, del fracaso que es no poder pagar los nuevos carísimos alquileres que el mercado y la ley liberal imponen.
Con todo esto es una crisis cultural, de país dirían, sin ONG u organización interesada de denuncia de la derrota, en las ciudades y también en el territorio de las islas. En IB3 los predicadores de los placeres, Calent, Gomila, Caldentey, Taura y compañía constatan las razones y las dudas.
En ‘foravila’ son ya testimoniales los campos sembrados. No hay miesas locales y cereales habituales. No se labran ni hacen rendir miles de cuarteradas que eran consagradas al trigo más concreto. Hay producciones anecdóticas de variedades propias, clásicas adaptadas a la tierra y al clima isleños, al paladar finalmente de los autóctonos.
Los buenos panes perdidos eran horneados cada día en un oficio, aun antes de la doctrina del kilómetro cero y de la lógica del producto local. Apenas se halla pan bueno, correcto, crujiente, humilde en la boca, bien hecho, aquel que no está crudo, húmedo, gomoso. Filigranas con semillas y material de super no faltan.
El pan debe motivar el apetito, parecer una pieza cerámica, el barro golpeado y labrado como el que Barceló hizo en Nápoles para la catedral de Mallorca. Las hogazas eran / deberían ser pan 'curro', que suena bien, fresco, bien cocido y compacto, un pan que se pueda rebanar delgado y grueso, con el cuerpo, la miga y la corteza para hacer el ‘pa amb oli’ del credo.
El pan ha de sobrevivir más de un día si el comprador lo desea, debe durar, envejecer bien cada noche, sin endurecerse y trasformarse en una piedra o un chicle elástico. La ‘peste’ surge cuando la miga se torna negra o verde en pocas horas y el pan se convierte en un residuo en su cesta, medio kilo con moho y colorines.
Convendría resucitar la confianza en el pan. Se hizo con las galletas de aceite o de barco, de Inca, un 'boom' en hornos (Artà, Muro, Porreres, Manacor), una alternativa cierta a la hegemonía industrial de las 'quelitas'’, un genérico global.
Hay derivadas del pan bueno concreto que perviven: Las costras (sobras asadas del pan duro) son materia consagrada para la ensalada de Ibiza y Formentera, con el pescado seco conservado del país plano del sur. También las llaman ‘bescuit’. Una variada, un pan delgado, como una hostia de misa mayor, son las galletas fuertes, gigantes, marineras de Vila. En Menorca vindican más su salsa mahonesa, los dulces, la modernidad y los platos de los pasado de Fra Roger. Los activistas animan en la mesa y las barras el Festival de Jazz desde Ciutadella, veterano y sólido como el de Ibiza, música que ayuda más a beber.
Ahora vale aquella norma conservadora, nostálgica y / o realista que fragua la añoranza del pasado como motor vital, el recurso de la queja y el lamento de lo que pasó y se fue.
La muerte del pan es la crónica de una cierta frustración, la constatación de que el pan normal, de siempre, tradicional, se ha perdido, y ha mermado nuestra riqueza emocional, como mínimo.
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