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Los últimos barquilleros

Julián Cañas mantiene con sus hijos un pequeño obrador de un oficio centenario a punto de extinguirse

El obrador de la familia Cañas donde José Luis (izquierda) y Julián, hijo y padre, hacen barquillos y obleas.
El obrador de la familia Cañas donde José Luis (izquierda) y Julián, hijo y padre, hacen barquillos y obleas.VÍCTOR SAINZ

Es media mañana y Julián Cañas y su hijo José Luis se afanan en elaborar barquillos. Trabajan mano a mano en un pequeño obrador en el barrio de Embajadores. Ahí elaboran barquillos de manera artesanal. Para ello, untan de aceite las planchas de acero, vierten la masa, las cierran y la voltean con firmeza. Palpan el resultado y le dan forma. Repiten esta operación entre 200 y 300 veces cada día. José Luis, 26 años, pertenece junto a su hermano mayor a la quinta generación de una familia de barquilleros. Son los últimos de la capital.

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“¡Al rico barquillo de canela para el nene y la nena. Son de coco y valen poco; son de menta y alimenta; de vainilla ¡qué maravilla!; y de limón, que ricos, que ricos que son!”. Este es el lema con el que los Cañas se han paseado por Madrid vestidos de chulapos durante más de cien años. El bisabuelo de Julián fue panadero y comenzó en esto “para sacarse unas perras extra”. El oficio llegó hasta su nieto, que se instaló a principios del siglo pasado en el actual local de la calle del Amparo, 25. Era conocido como Félix El Chungaleta y tuvo diez hijos. Julián es el único que ha mantenido la tradición.

“Mis antepasados se movían por cualquier fiesta o verbena de pueblo y se pasaban allí los tres días. Era más curro e iban caminando a todos lados”, cuenta Julián Casas. La familia atesora 14 barquilleras centenarias, todas decoradas a mano con imágenes icónicas de la capital. La ruleta, con la que los compradores podían probar suerte, se mantiene intacta.

“El secreto de un buen barquillo es la masa”, revela Julián. Un chorrito de aceite, harina, azúcar, vainilla y agua. Esos son los ingredientes, pero no desvela el toque; las medidas con las que la familia elabora su receta.

“Tiene que resultar crujiente, nunca acartonado”, continúa. El artesano cocina diferentes variedades, como las obleas o el parisien, y sabores como la vainilla y el limón de su cantinela. Para los más golosos, hacen una versión con la galleta bañada en chocolate.

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Pero no todo es dulce en el taller de los Cañas. La familia pasó tres años sin poder vender libremente en la calle debido a un cambio de normativa que les obligó a renovar los permisos y establecer puntos de venta. “Hemos estado a punto de cerrar, pero ahora, al fin, nos estamos recuperando”. Cada fin de semana se les puede encontrar ataviados con el traje regional en la plaza Mayor, el Rastro, la calle de Preciados, el parque del Retiro o la Almudena.

Además de los puntos de venta a los que abastecen, la familia también sirve a hoteles, como el Mayorazgo o el Villa Magna; a las pastelerías San Onofre y a la confitería centenaria Casa Mira. “Tampoco damos abasto y el rendimiento que se obtiene es muy ajustado”, cuenta. El precio de un paquete de cinco barquillos es de cuatro euros cuando los vende en la calle y de dos euros si se obtienen en el obrador.

Julián, que enseña sus manos curtidas por el peso y el calor de las planchas —“parece fácil, pero no”, cuenta—, reivindica su oficio como patrimonio de la ciudad. “En tiempos de mi padre había decenas de barquilleros”, recuerda, “era el típico dulce que sea comía y lo vendían en la puerta de los colegios”. Y señala resignado: “Es un oficio con muchos años, pero nadie intenta que se mantenga. Si desaparecemos da la sensación de que va a dar lo mismo”. Su reivindicación como artesano es “que un niño se pueda comer un barquillo recién hecho sin nada artificial. Aquí no hacemos cantidad, pero sí calidad”.

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