La sierra que se apaga
Un proyecto trata de rescatar del olvido oficios ancestrales del Guadarrama. Los autores defienden los usos ganaderos y forestales tradicionales para conservar la naturaleza
—Estos montes están perdidos. Mucho verde, mucho ecologismo, pero están perdidos.
—Hombre, para el turismo, para los excursionistas, sí que valen.
—Tampoco. Pero si no se puede ni andar. Antes, con 9.000 cabras por el monte, se andaba por todas partes divinamente.
Con la gorra bien calada sobre los ojos, el mono azul de trabajo con cremallera subida hasta el ombligo, dejando ver debajo su jersey de punto, el cayado en una mano y el cigarrillo de Celtas en la otra, Antonio Navacerrada, de 71 años, cuenta mientras pasea su hatajo de 20 cabras cómo en Bustarviejo, a 62 kilómetros al norte de la capital, había nogales por todas partes, la producción de judías era espectacular, las vacas… Y se lamenta, acto seguido, de que ya es imposible mantener casi cualquier intento de agricultura y de ganadería, entre otras cosas, por “las burocracias”. De hecho, su pequeño rebaño es puro pasatiempo para él, que, jubilado, lo necesita “como una terapia; ¡si me cuesta dinero!”.
Navacerrada es uno de los últimos cabreros de la sierra del Guadarrama, una extensión de cientos de miles de hectáreas que parten la meseta norte y sur en el centro de la península, entre la Comunidad de Madrid y Segovia, y con una pequeña parte en Ávila. Entre los montes, pinares, dehesas y valles (muchos de ellos protegidos dentro del recién creado Parque Nacional del Guadarrama) se diseminan un centenar largo de municipios en los que aún se conservan algunos de los oficios tradicionales que han ido conformando la cultura y el paisaje desde hace siglos. En algunos casos, como el de Antonio Navacerrada, todavía en activo; en otros, solo en la memoria, como ocurre con Demetrio Matesanz, de 91 años, que recuerda, aunque hace ya más de medio siglo de aquello, la crueldad del trabajo a la intemperie, el frío, el cansancio del carbonero: aquel que cortaba la leña para después convertirla en un combustible y, por último, venderla, en su mayor parte, en la capital.
Estos testimonios son los que tratan de conservar, antes de que se pierdan definitivamente, el fotógrafo Javier Sánchez y el escritor Julio Vías, autor, entre otros, del libro Memorias del Guadarrama. De momento, las historias de Antonio, de Demetrio, de Hipólito Herranz (gabarrero en San Rafael, en la parte segoviana de la sierra), de José Manuel López Luna (vaquero en Moralzarzal) o de Ricardo García (herrero en Alameda del Valle), las van publicando en sus blogs, pero no descartan que acaben conformando un nuevo libro.
Una de las entradas que ya ha escrito Vías empieza hablando de las raíces que se van perdiendo con estas gentes del Guadarrama: “Y nos referimos, por supuesto, no a sus decenas de miles de habitantes, casi todos ellos ciudadanos urbanitas procedentes de Madrid, sino a los pocos supervivientes que quedan de la última generación auténticamente rural que habitó los pueblos serranos, algunos ya convertidos en verdaderas ciudades-dormitorio. Ellos son los depositarios de un legado inapreciable de saberes ancestrales transmitidos de padres a hijos y hoy a punto de perderse, como son las técnicas empleadas en unos oficios practicados en estas tierras desde hace 2.000 años”.
Es el arranque del texto sobre Hipólito Herranz, que a sus 66 años no recuerda la primera vez que se acercó al oficio de gabarrero, que fue el de su padre y el de su tío y que ha compaginado casi toda su vida con el de albañil. El gabarrero, término que prácticamente solo se usa en el Guadarrama, se dedica a cortar leña en el monte, normalmente, de pinos secos caídos o en pie, y transportarla a caballo para después venderla.
“¿Cómo está el monte ahora? Mucho más sucio”, dice Herranz señalando un pino seco muy cerca de su casa, junto a la nave donde guarda la caballería. Cuenta que ya casi no quedan gabarreros y que hace años que el Ayuntamiento de San Rafael (ya en la parte segoviana de la sierra), propietario del pinar, hace “lo menos cinco años” que no arranca unos árboles pochos que, muchas veces, están infectados de plagas que se contagian. Y no lo hace, simplemente, porque no le sale a cuenta.
La explosión de la burbuja inmobiliaria impactó con fuerza también en estos parajes y en el valor de una madera que se usaba, por ejemplo, para hacer puertas. El aserradero municipal, abierto hace algo más de un siglo, cerró recientemente tras varios años de quiebra técnica.
En sus horas más bajas, por motivos parecidos, está la herrería de Ricardo García en Alameda del Valle, en el Alto del Lozoya. Con grandes dosis de amargura y las manos más negras que el tizón, García, de 61 años, va mostrando la fragua de su taller y algunas de las herramientas que usaban su padre y su abuelo; y después, con orgullo, enseña el cabecero de hierro para una cama que fue capaz de construir hace ya algunos años a partir del diseño que le entregó un cliente y cuenta cuando fue a competir con herreros de todo el mundo en México, en Costa Rica, en El Salvador...
“A mí me gustaría continuar, y lo estoy intentando, pero no sé si será posible”. Ahora, sobre todo, da cursos de fragua a pupilos llegados desde toda España. “Son cursos muy cortos para personas que trabajan después como herreros de exhibición en ferias medievales”. Sabe que cuando él lo deje, se cerrará su negocio; sus hijos no van a continuar. Lo mismo que los de Antonio Navacerrada e Hipólito Herranz no seguirán los pasos de sus padres. Y estos oficios, claramente, no saben sobrevivir si no se transmiten directamente de una generación a otra.
“Hay que heredarlo, si no, es imposible”, asegura José Manuel López Luna, vaquero de Moralzarzal y presidente de la Asociación de Ganaderos de la Cuenca Alta del Manzanares. “Con la crisis, muchos han intentado salir adelante con la ganadería, pero no lo consiguen”. López Luna tiene con su hermano 250 vacas de raza avileña (las negras, autóctonas de España) que vende para carne; las de leche ya no dan dinero. Habla de un contexto de costes crecientes —que apenas se llegan a cubrir con las subvenciones— y de pastos decrecientes, lo que resulta al final en una ganadería menguante.
“Aquí [en San Rafael], mucha gente en paro ha vuelto a la madera, pero van con los coches y así no se puede. En estos montes, con los desniveles que hay, solo se puede bajar la leña con caballo y estos no han visto uno en su vida”, dice Hipólito Herranz mientras muestra su calefacción alimentada con la madera que él mismo recoge. “Con la crisis y el precio del gasoil por las nubes, algunos se han pasado otra vez a la leña”, añade.
Julio Vías no entiende que en una zona con semejante riqueza la mayoría de las calefacciones sean de gasóleo y, en general, que no se aproveche más. “Ahora, traer la madera de Polonia es más barato, pero eso se acabará”, dice. Porque el suyo no es solo un impulso sentimental ni cultural, sino que, en su defensa de los usos tradicionales de la sierra, el escritor habla también de economía, de futuro y de sostenibilidad. “Los centros de producción tendrán que estar cerca de los de consumo. El CO2 que se emite trayendo las cosas de China no es sostenible. Probablemente ya no tienen sentido algunos oficios, como el de carbonero; pero yo estoy diciendo que los usos tradicionales adaptados a los tiempos tienen futuro. Porque la agricultura no se va a acabar, ni la ganadería... Yo no sé qué tipo de artilugios y vehículos usarán los vaqueros dentro de 100 años, pero sé que seguirá habiendo vaqueros”.
“Nosotros también defendemos los usos tradicionales porque también son los que han cofigurado el espacio natural”, añade el profesor de la Politécnica de Madrid y miembro de Ecologistas en Acción Rafael Córdoba. Pero esos usos necesitan un apoyo que hoy, añade Vías, apenas existe, pues la apuesta parece apuntar hacia otro tipo de usos como el turístico, según se desprende de la Ley de Parques Nacionales recién aprobada. “El propietario de un pasto magnífico en una zona protegida podrá poner un negocio de paintball o de vuelo sin motor”, se queja Vías.
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