150.000 niños en el laberinto escolar
Familias de niños con enfermedades raras piden medidas para lograr su integración
Aunque la escolarización es obligatoria entre los 6 y los 16 años, para algunas familias esa rutina supone caer y levantar una y otra vez. Y no son las clásicas peleas por alguna pira o dejar en blanco los deberes. Luchan como jabatos contra un sistema educativo que, denuncian, no está preparado para atender a sus hijos. Bilbao ha acogido el III Congreso Educativo Internacional sobre Enfermedades Raras. Son patologías que afectan a menos de 5 por cada 10.000 personas, según parámetros de la Unión Europea, aunque el abanico de dolencias es tan amplio que, en suma, afecta a unas 150.000 en Euskadi.
La mayoría muestran los primeros síntomas en la infancia, de ahí la importancia de fomentar una escuela inclusiva. Según la Federación Española de Enfermedades Raras (FEDER), el 30% de estos estudiantes afirman haberse sentido discriminados en algún momento. Ane tiene 11 años. Cursa 4º de Primaria. Tiene asignado un profesor de apoyo ocho horas cada semana, también dos sesiones de logopedia. Recursos “insuficientes”, según sus aitas, Rosa Mateos y Koldo López.
Una "prioridad"
El Gobierno vasco, por su parte, asegura que es una “prioridad” proporcionar la igualdad de todos los alumnos.
La puesta en marcha de un protocolo para la detección temprana de dificultades de desarrollo en aulas de 2 y 3 años, con formación para 3.000 profesores, es una de las líneas de actuación del departamento que dirige Cristina Uriarte.
El curso pasado, además, se prestó ayuda para que 2.134 alumnos que no pudieron acudir a clase continuaran con sus estudios.
Después de “dar mucho la tabarra”, cuentan que ahora está “encaminada”. Recuerdan, sin embargo, que hace un par de años “era como un mueble en el aula”. “Se aburría, se alteraba” porque era incapaz de seguir el ritmo del resto de la clase. Salvo las horas en las que reciben una atención personalizada, estos niños, lamentan, están en manos del profesor de turno, que tiene en su mano a otros 22 chavales. Por eso, una de sus reclamaciones es dar más formación a la comunidad educativa. “Les dimos un equipo de FM, con un micrófono, para que Ane pudiera discriminar mejor los fonemas y atender la clase, pero a veces, ni siquiera lo utilizan”, aseguran.
En todo caso, remarcan, “no es una queja contra los docentes, lo que juzgamos es el sistema”, que debería establecer unas directrices. Izei ha cumplido tres años pero todavía ningún médico ha sido capaz de dar con un diagnóstico certero sobre su enfermedad. Con esa incertidumbre en la mochila, ha empezado a ir al colegio, antes habían renunciado llevarle a la guardería “porque solo dormía y nadie le iba a estimular”. Su ama, Joana Ruifernández, recuerda que fue ella quien descolgó el teléfono para advertir a la profesora de las necesidades que tiene su hijo, “y ella me reconoció que estaba asustada”.
No existe un protocolo de acogida enfocado a la adaptación integral y los miedos, para estas familias, se multiplican. “Izei tiene un botón de gastrostomía, si el año que viene se queda en el comedor, ¿cómo se si le van a dar de comer o no? Él no sabe hablar”. A medida que habla, las incógnitas se van encadenando. También hay barreras físicas. “El año que viene tendría que pasar a Infantil pero no hay ascensor y él no anda. Me han llegado a aconsejar que se salte un curso”, reprocha.
Más tarde le tocará compartir colegio con su hermana mayor, ¿asumirá bien la llegada del “diferente”?, se cuestiona. Relatan que esta pelea es “agotadora y frustrante” pero, con una buena dosis de paciencia e insistencia, ven que sus hijos, poco a poco, se van abriendo paso. Ellos, aunque son solo niños, han aprendido desde la cuna a reponerse. En el aula la lección debe ser compartida: todos deben responsabilizarse para que nadie se quede en el camino.
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