Un economista en el Empordà
Allí estaba Edward Hugh, trabajando apasionado, pero no pude ver si, como Marshall, tenía un mendigo en la pared
1. Cada día estoy más convencido de que la meteorología y la economía son ciencias infinitamente más apasionantes que la crítica literaria, disciplina esta que puede perfectamente moverse a medio camino, además de la ciencia filológica, entre las ciencias sociales y las humanas. ¿Qué tienen en común aquellas dos ciencias? Además de gráficos, proyecciones y simulaciones de escenarios, tienen en común que nos advierten de tormentas. Y en esta tarea, en este diseñar modelos meteorológicos para predecir incluso a veces lo imprevisible, estriban las razones que justifican la mirada apasionante, la euforia científica que llena la cara de los hombres del tiempo. Cuando escuchaba, por ejemplo, hablar de economía a Fabián Estapé, veía en sus ojos y en sus gestos la misma efervescencia. Tanto más si lo que se avecinaba era una tormenta perfecta. En los artículos de Paul Krugman veo algo parecido, lo más próximo al entusiasmo comprometido del que necesita participar colocándose en el ojo del huracán.
El economista norteamericano Joseph Stiglitz llama a la economía una ciencia lúgubre (supongo que en esta visión, algo tendrán que ver los planes de austeridad y la inflación paranoica de la señora Merkel). El historiador y ensayista escocés Thomas Carlyle, la llamaba, en el siglo XIX, ciencia triste. La denominaba así porque le parecía ya bastante triste que el demógrafo Malthus no pudiera dar con la fórmula para que le cuadrara a la humanidad su exponencial aumento y la incertidumbre acerca de cómo lograr que el planeta produjera los alimentos necesarios para sobrevivir. Yo sigo pensando que la economía es una ciencia apasionante.
Joseph Stiglitz llama a la economía ciencia lúgubre. En esta visión algo tendrán que ver los planes de austeridad y la inflación paranoica de la señora Merkel
2. El Día de Reyes lo pasé en la casa de unos familiares en una pequeña localidad del Alt Empordà a muy pocos kilómetros de la frontera con Francia. Dicha localidad se llama Les Escaules. Apenas 100 habitantes me parece que tiene. Un bar, una iglesia y unas cuantas casas. Por el costado derecho, subiendo hacia el embalse de Boadella, nos acompaña el río Muga, cuyas aguas poco pudieron hacer para impedir que el fuego devastador de hace dos veranos atravesara su lecho y amenazara con la extinción del pueblo. El Día de Reyes, después de la comida familiar, salí con un sobrino a dar una vuelta. Nada más atravesar la iglesia, en una esquina, una ventana de la planta baja de una casa bien restaurada me obsequia la imagen de un hombre de unos 60 años enfrascado ante su ordenador. En su interior el ambiente es recogido, con libros e iluminación indirecta. Le pregunto a mi sobrino quién es. Un economista, es inglés y se llama Edward Hugh.
Mi cabeza entonces comienza a atar cabos, intentando neutralizar la descontextualización geográfica en la que me hallo sumido. ¿Por qué no habría de vivir un economista aquí? ¿Pero este Edward Hugh es el mismo que yo conozco por su blog, por sus entrevistas en la televisión, por sus reuniones con altos mandatarios y su colaboración con Paul Krugman? Era el mismo.
Comencé a interesarme por Hugh cuando un amigo me dijo un día que era un estudioso de la macroeconomía. Lo expresó como si con ello quisiera dejar claro que él sabía que una cosa eran los complejos cálculos económicos y sus sofisticadas variables y otra muy distinta la economía real: la de los parados y la de los cada día más pobres. Recordé entonces que Hugh había previsto en 2009 que España tendría que bajar los salarios y los precios, incluso con la amenaza de rozar la deflación, como así ha ocurrido.
Cumplía así con una de las exigencias de la economía como ciencia predictiva (definición que el estudioso de la Teoría de las catástrofes, Alexander Woodcock, acompañaba con la premisa de que la economía como tal ciencia, está inevitablemente ligada a la política, sobre todo cuando hay de por medio asuntos tan serios como la inflación y desempleo). Me vinieron a la memoria conceptos como bienes y servicios productivos, balanza de pagos, los precios y sus comportamientos, cómo hacer crecer la economía, variables indicadoras del nivel de vida de una sociedad: categorías que tienen forzosamente que estar ligadas, aunque a mi amigo no le convenza, a las empresas (por ejemplo, para la que trabajamos), trabajadores e inversores, agentes individuales, etcétera. Es decir, a la economía real.
Edward Hugh, en efecto, es un estudioso entusiasta de la macroeconomía, como los meteorólogos lo son de las isobaras y las depresiones. Me han dicho que gusta de las gráficas, los desenvolvimientos históricos y los aspectos demográficos. Y no comparte los presupuestos de la “teoria de la acción racional”, tan defendida por Milton Friedman y tan denostada por el economista indio Amartya Kumar Sen cuando afirma que solo se puede obtener un imbécil social o un tonto sin sentimientos, aplicando ese modelo a la sociedad.
Dejé Les Escaules con la imagen en mi retina de un Hugh apasionado con su oficio. Me hubiera gustado ver si él, como su colega Alfred Marshall a principios del siglo XX, tiene colgado en una de sus paredes un cuadro representando a un mendigo. Ese mendigo le recordaba a Marshall que el deber de un economista es solucionar los problemas de los más humildes.
PD: Humilde sugerencia: Se puede leer ya en Internet la conferencia del profesor Josep Fontana titulada Espanya y Catalunya: tres-cents anys d’historia.
J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.
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