Pedagogía de la ciudad sin ley
Mariano Rajoy y Artur Mas van a la zaga en la pedagogía negativa y radical que erosiona la regla de juego
Política es pedagogía, según expresión ya clásica del socialista catalán Rafael Campalans. Cada declaración, cada decisión, cada gesto o acción, a veces incluso la más formal y protocolaria, contiene una lección política impartida a los conciudadanos. El político que ejerce el papel de maestro proyecta, en estas clases que profesa sin apenas darse cuenta, su idea sobre cómo deben comportarse los ciudadanos y cómo debe ser la comunidad en la que se incluyen, la polis.
Esta idea vale para cualquier representante de los ciudadanos, para cualquier alto funcionario, a veces incluso para un policía o un juez. Un diputado corrupto, un alto funcionario venal, un policía violento o un juez prevaricador, además de cometer un delito imparten con su actuación una lección negativa a sus conciudadanos: si yo me comporto así, vea usted mismo cómo deberá comportarse para defender sus derechos y evitar que esta sociedad le arrolle.
La primera y más elemental lección es la ejemplaridad. Pero en el caso de los dirigentes políticos, y sobre todo de los máximos responsables gubernamentales, la lección pedagógica que se espera de sus acciones va mucho más lejos. Por supuesto que debieran ser ante todo ejemplares en sus comportamientos personales. Pero deben serlo también en sus ideas y en sus propuestas, en sus acciones y en sus decisiones, siempre acordes con los principios y las leyes que se han comprometido a respetar y hacer respetar.
Nada crea mayor desazón y siembra mayor desesperanza que un jefe de Gobierno proclive a saltarse las leyes o a interpretarlas a su gusto. Que tiemblen los más débiles cuando sucede algo así, porque nos encontramos con la pedagogía de la ciudad sin ley. Y en la ciudad sin ley la única ley que impera es la del más fuerte, que es la de la selva.
En la ciudad sin ley siempre hierve la calle, manipulada por los que tienen palancas para hacerlo. La división de poderes se convierte en una farsa. Los sistemas de garantías, en un trámite formal sin valor. Los medios, en cajas de resonancia o instrumentos de agitación. Apenas hay parlamento, es decir, debate, deliberación y argumentos, y todo se convierte en griterío, estridencia y demagogia. Nadie imagina que la justicia no sea finalmente una forma de venganza. La democracia es tumultuosa, resolutiva, con recurso a la mano alzada o a los plebiscitos de resultado perfectamente organizado por los tribunos y agitadores de la plebe.
La pedagogía de la democracia y del Estado de derecho exige solo dos cosas del presidente de un Gobierno ante la sentencia de un tribunal que afecta a sus decisiones: acatamiento y silencio. Los Gobiernos no deben comentar las sentencias de los tribunales ni mucho menos expresar su disconformidad echando a los manifestantes a protestar contra ellas en la calle. Y esto vale para el Estado de derecho entero, que es uno solo, sin que se pueda elegir el que más convenga a cada circunstancia: el catalán o el internacional si no me va bien el español.
Mariano Rajoy y Artur Mas van a la zaga en la pedagogía de la ciudad sin ley. Hay que decir que los partidos que presiden van a la zaga también en otras cosas que ahora no viene al caso detallar, aunque también les acercan en su escaso respeto por la legalidad a la hora de financiarse. El presidente español se permite juzgar como injustas y equivocadas las sentencias de un tribunal y manda las huestes de su partido a manifestarse contra los jueces. Nada muy distinto de lo que hace Artur Mas cuando se convierte en la voz del pueblo que se manifiesta en la calle y sitúa la regla de una mayoría dibujada por las encuestas por encima de la regla de juego.
Empezaron consultando las encuestas de opinión y han terminado esclavizados por las opiniones que les transmiten las encuestas. No son los dirigentes, sino los dirigidos. No gobiernan, sino que son gobernados. Desde Bruselas y desde la calle, en una combinación de obediencia a la austeridad que impone Angela Merkel y de seguimiento populista de los deseos del pueblo. Una cosa compensa la otra en su peculiar estilo, fruto de un cálculo electoral perverso.
En algún momento del pasado fueron ambos la imagen misma de esa moderación que pedía ayer tan atinadamente La Vanguardia en un destacado artículo editorial. Si alguna vez fueron moderados, eso quiere decir que pueden volver a serlo. Ahora ambos se hallan igualados en sus comportamientos y en el apoyo que buscan de los más radicales. Igualados como improvisados maestros de la ciudad sin ley, quizás así puedan hablarse de tú a tú para abandonar de una vez esta pedagogía perversa que nos lleva al desastre.
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