Imagino a Cernuda
El autor habría buscado ya su propia “movilidad exterior”
Tratar de imaginar a Luis Cernuda en el mundo de hoy no resulta difícil: estaría asqueado, y habría buscado su propia “movilidad exterior” con convencimiento, y sin bobería ministerial. El poeta sevillano extrañaría Sevilla como siempre, y también como nunca, creando un territorio magmático de asombro, esa arcadia sureña en la que resguardar el paraíso perdido que nunca poseyó. Regresar estos días a Cernuda, a través de la lectura de La Realidad y el Deseo, estacionada por la aventura cronológica marcada en la estupenda biografía de Antonio Rivero Taravillo, es una manera de revisar esa intimidad elegante y sutil, esbelta y dolorida, de una sensibilidad moderna en su doble vertiente de su disonancia personal en la grieta apremiante de un presente abolido. Pienso en Luis Cernuda, hoy, manteniendo a distancia el ambiente de la chabacanería, intentando eludir la presencia ominosa de la zafiedad televisiva, que vulnera cualquier contorno ético, mientras se sigue involucrando en la causa humanista, esa moral cargada de razón que es la pura verdad del individuo con conciencia ante el mundo. Imagino a Cernuda largándose de aquí, con la misma maleta perfectamente ordenada que tanto sorprendiera a Concha Méndez, con sus cuatro camisas estilosas dobladas pulcramente y sus pocos libritos en francés cuidadosamente encuadernados, el bigote recortado y la verticalidad en la espera de su viaje perpetuo, sobre el andén o el muelle, sabiendo que en España ya no hay mucho que hacer, salvo volver al sur, aunque sea unos días, para recuperar el aire clareado y salino y mirar otra vez el sol de Málaga.
Cuando un escritor me acompaña, lo hace todo él: no sólo su literatura, su biografía o su espectro, cercano o legendario, sino todo el tejido sensorial, tan concreto o abstracto, que se ha trenzado ya entre la realidad de lo leído y el deseo interior de trascenderlo. Así, en ese paseo largo a través de los escenarios y el tiempo, también podemos pensar que al volver a Madrid, cualquier día de estos, y pasar por la calle Toledo, vamos a reencontrarnos con Cernuda, tan indignado como recordamos, saliendo del homenaje a Rafael Alberti y María Teresa León en el Café Nacional —que ya no existe, excepto en la calle Toledo de nuestra imaginación— para unirse a las protestas en la Puerta del Sol. Imagino a Cernuda tras todas las pancartas, como bajando por la Gran Vía, junto a Vicente Aleixandre, empujado por la riada ciudadana de la proclamación de la República; imagino a Cernuda en pie frente al Congreso, con esa fortaleza de su fragilidad, gritando que “No nos representan” y escribiendo con furia en el libro futuro, con su espuma sangrienta, en esa red social del poema público, poco después de concluir Desolación de la Quimera, mientras sigue aprendiendo inglés para marcharse.
Cernuda es un poeta más grande que su época, que fue lo suficientemente enorme como para albergar todos los sueños, todas sus decepciones y también sus crueldades. Podemos caminar con él por estos días, en esta escoria pública, y seguir descubriendo en su poesía, en esa exactitud transparente y verbal, muscular y atrayente, expresiva y directa, todas las respuestas para el drama corrupto. Cuando un escritor nos acompaña, cuando lo leemos cada día, también sigue viviendo en su escritura cíclica, en esa revisión personal que es la vivencia propia para cada lector. Leer a Luis Cernuda, además de un estupendo plan para el verano, es una respuesta ante el derrumbe de nuestro sistema de representación, la credibilidad de la política y sus formas arteras de arruinar cualquier esperanza colectiva. La poesía puede ser una respuesta, como verdad moral que rescatar de toda esta ruina zafia y pobre. Leo a Luis Cernuda como el gran poeta de hoy, porque sólo mirando su desdén hacia la indignidad podemos enfrentar la noticia diaria. Si estuviera de nuevo entre nosotros, si pudiera mirar toda esta ruindad general, mendicante, se podría preguntar, como tantos otros españoles que sufrieron la roca del exilio, si les valió la pena el sacrificio, todo el sufrimiento del pasado reescrito.
Imagino a Cernuda bronceado en la arena, tumbado en esa playa de los mares sin nombre.
Joaquín Pérez Azaústre es escritor.
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