Yo tengo un mandato
Entramos en una espiral absurda a ver quién gana menos, en una impasible falta de respeto
Yo tengo un mandato. Parece la frase favorita de Mariano Rajoy. La repite como un mantra, como una explicación a cualquier situación pantanosa del día. Yo tengo un mandato que me han dado los españoles. Y con eso soluciona el escándalo del caso Bárcenas,al que sigue sin referirse, o la reconversión de la Justicia, la Educación y la Sanidad en una nueva escalada de desigualdad social, con el consiguiente descontento de los jueces y los abogados, los maestros y los médicos, los pacientes y los padres. Yo tengo un mandato. Como si el mandato hubiera sido para conceder la amnistía fiscal a los defraudadores de Hacienda o para sacudir nuestra industria cultural con el IVA más caro de Europa. Tampoco tiene un mandato Mariano Rajoy para rescatar a los bancos que nos han llevado a la crisis mientras se va ahogando nuestro Estado del Bienestar. Pero él asegura que para eso le eligieron los españoles, y se queda tranquilo. Como si realmente empezara a creerlo.
En una situación crítica, poco importa ya el relato del pasado. Porque el otro argumento recurrente de Mariano Rajoy es “la herencia recibida”. Bien, ya hemos hablado suficientemente de eso: ahora hay que ponerse a trabajar. Porque no tiene un mandato Mariano Rajoy para ser cronista de las Cortes o historiador político, sino para atajar la situación con su dolor sangriento. El PSOE también es responsable del drama del desahucio, porque ni arregló la ley hipotecaria ni, al parecer, intuyó el desastre; pero ahora quien gobierna es el PP, y no creo que a los miles de ciudadanos que están viendo sus cosas en la calle, sus pisos vaciados, su vida en las aceras, en ese frío cortante a la intemperie, estén para historicismos, sino para soluciones efectivas. Y ya que tiene un mandato, que lo use: pero no para beneficiar otra vez a un sistema bancario corrompido, sino para amparar a los más débiles, a los indefensos, porque para esto era el mandato.
Lo afirmó Ada Colau: “no aceptar la dación en pago en la resolución hipotecaria es un crimen”. No un crimen económico, como ha dicho Cayo Lara con la mejor intención, sino un crimen a secas: porque cuando la gente prefiere suicidarse a entregar las llaves o quedarse en la puerta de su casa, ante quienes fueron sus vecinos, sin poder volver a cruzar otra vez ese umbral, por unas cláusulas abusivas que enriquecen a otros, esto es un crimen, y criminales quienes lo perpetran, lo bendicen y lo hacen posible.
Sobre todo, si esto sucede en el mismo escenario de los 22 millones de euros en Suiza de Luis Bárcenas —o sea, 3.666 millones de pesetas, para que se vea, se sienta y se padezca la cifra vergonzante—, la reacción del presidente no puede ser sacar su declaración de la renta, en la que, como todo el mundo sabe, el dinero negro no suele figurar. Pero de nuevo lo hace y se lo cree, y entramos en una espiral absurda, y sobre todo tramposa, de sacar las demás declaraciones, a ver quién gana menos, como si eso tuviera algo que ver con lo que ocurre, en una impasible falta de respeto hacia la gente.
Supongamos que ese mandato además fuera, como debería ser, ético. ¿Qué haría Mariano Rajoy? Quizá instaurar que los condenados por casos de corrupción no puedan ejercer más un cargo de representación pública, ni los imputados concurrir a elecciones. O alcanzar un régimen de incompatibilidades exhaustivo, para que ninguna vicepresidenta exija austeridad o quitar el sueldo a los diputados mientras ella acumula tres. Declaraciones patrimoniales, y también de todos los familiares hacia los que podría desviarse un incremento patrimonial ilícito, conexión evidente en matrimonios con comunidad de gananciales. Y admitir de una vez, por vergüenza moral, la dación en pago hipotecaria. Las cuentas de los partidos y de sus fundaciones serían públicas, con un Tribunal de Cuentas eficaz. Una Ley de Transparencia en la que se detalle qué regalo se puede aceptar: un libro, una caja de bombones, una botella de licor, y ya está. Porque si no se especifica, pasamos a los trajes y a los bolsos carísimos y de ahí a los coches de alta gama. Y todo esto ha de ser por imperativo legal, como sucede en otros países.
Nos falta consenso en los grandes temas y más cultura democrática. Pero sólo se aprende reescribiendo el relato. Eso sí, con autocrítica. Porque el mandato no es un cetro absolutista ni tampoco un cheque en blanco con una duración de cuatro años, sino la expresión del poder ciudadano. Un poder que ha de ser respetado y al que debe rendirse cuentas diariamente.
Joaquín Pérez Azaústre es escritor. Su última novela es Los nadadores (Anagrama).
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