Feijóo saca un conejo
Se unen dos municipios de 2.500 habitantes y parece que ha caído el muro de Berlín
El gran anuncio del presidente de Galicia, el conejo que todo gobernante saca de la chistera siempre que se cuestiona su gestión, ha sido la reunificación de las dos Alemanias. Perdón, el de la reunificación germana fue Fernández Albor, no Núñez Feijóo. Quería decir la fusión de los ayuntamientos de Cesuras y Oza, que dejará el mapa municipal gallego en 314 municipios (en los gobiernos de Fraga pasaron de 313 a 315). Ese mismo día, los lectores de periódicos nos desayunábamos con la disolución de la mancomunidad de municipios de A Coruña. Si no les suenan mucho Oza/Cesuras y desconocen sus características socioeconómicas, eso no deja de ser uno de los argumentos para unificarlos. En el caso de la mancomunidad coruñesa, eran nueve municipios que suman unos 400.000 habitantes. En muchos casos, solo con cruzar la calle o atravesar un puente se cambia de término municipal y con ello la posibilidad de usar un transporte público interurbano algo más efectivo que los coches de línea que se ponen para los entierros.
La mancomunidad coruñesa nació incluso antes de que Fraga, además de multiplicar concellos, intentase —a su modo: fundamentalmente con menciones en los discursos— levantar estructuras comarcales. En su disolución posiblemente influye el hecho de que en 30 años de existencia no haya hecho nada, casi ni reunirse, hasta el punto de que los ayuntamientos extracapitalinos decidieron crear otro ente más efectivo. Y eso que su casi perenne presidente fue alguien de habilidad política tan reconocida como Francisco Vázquez, y que la mayoría de los demás gobiernos locales eran afines.
Lo malo de que las administraciones sean incapaces de gestionar sus competencias, sea el transporte público o un urbanismo no depredador, es que administradores y administrados se acostumbran a que no pase nada hasta que acaban saliendo nombres en los periódicos bajo cintillos tipo Caso Campeón. No, no han tenido que llegar hasta aquí para que les sugiera nuevos amigos/conocidos de Jorge Dorribo, o les sermonee sobre las necesidades de la regeneración democrática. A mí no me parece extraño —ni, desde luego bien— que haya quien robe, dicho a lo bruto y a expensas de que las pericias combinadas y contrapuestas de jueces y abogados determinen si hubo delito o no, y de quién. Lo que me asombra es la actitud (sea impotencia, negligencia o complicidad) de las Administraciones.
Que el señor Dorribo tuviese unas oficinas de atrezo para fascinar a incautos no me parece tan grave como que un organismo como el Igape, encargado de la delicada misión de decidir a qué proyectos empresariales ayudar económicamente, no controle qué se hace con esas ayudas y que no pueda justificar el destino de 45 millones de euros. O que nos tengamos que enterar de que en tan prestigioso Instituto el trabajo de análisis lo hacían un par de funcionarios, gracias a que el Banco Europeo de Inversiones mandó desde Luxemburgo a un observador, como a las elecciones en Kazajistán, y que eso salga a la luz porque consta en un sumario judicial. O que a un alto cargo, y a sus superiores, le parezca normal adjudicarle seis millones de euros a unas empresas de reciclaje, creadas por su señora sin más presunta experiencia en el sector que el uso del contenedor amarillo y el de papel. O que un contribuyente, físico o jurídico, en menos de lo que tarda un viajante en cambiar de coche, compre 230 automóviles y 16 yates y no llame la atención de Hacienda -—de quienes deciden la normativa fiscal que permite que un Aston Martin entre en la categoría de coche de empresa—. O que los trámites administrativos parece que sean tan impenetrables que hace falta tener un diputado de mano para resolverlos. Todo esto sin salirnos del mismo cintillo.
Esto no es una crítica al partido que gobierna en Galicia, y menos después del pionero paso de gigante en la racionalización administrativa que ha dado al sugerir que se unan dos ayuntamientos de 2.500 habitantes, proceso que seguro provocará, como la caída del muro de Berlín, un nuevo paradigma político, una lucha interconsistorial a codazos para ver quién se fusiona más. Es algo más grave, por generalizado y porque no afecta solo al Código Penal, sino a la gestión cotidiana de nuestros intereses y a nuestra vida cotidiana. La reacción clásica de la clase política es admitir que en todas partes hay ovejas negras y señalar a unas cuantas del partido rival: “Mira que lo del PP de Valencia…”, “Pues lo del PSOE en Andalucía...”, aunque no se sabe de ningún ratero que haya invocado como excusa en un tribunal que sabe de otros que se dedican a lo mismo.
Consecuentemente, la conclusión de la ciudadanía es que estas cosas “las hace todo el mundo” y “todos son iguales”, lo que en el fondo viene siendo una excusa para el “yo haría lo mismo”. La mía, más pedestre, es que quizá no sobren funcionarios, sino que hacen falta más y mejor dirigidos en bastantes ámbitos. Y, por si falla la Administración, tampoco sobra ese periodismo que tantos proclaman que ha muerto (a la vez que modestamente se ofrecen para sustituirlo). Si pasa lo que está pasando, alguien debería contarlo.
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