Cómo crear un recuerdo que dure para siempre (y por qué hay que olvidar tantos detalles en el camino)
Hasta los tipos más humildes de memoria son fundamentales para navegar por la vida. ¿Por qué siempre nos olvidamos de ejercitarlos como es debido?
Algunos recuerdos nunca se olvidan. El primer beso es un ejemplo canónico: las hojas del sauce que le dio sombra a la experiencia, la luz primaveral en la hierba, el roce de una mano, una sonrisa pura... esas cosas se quedan grabadas en la mente para siempre. La canción del primer amor es otro clásico indeleble, tan robusto que llega a sobrevivir a la degeneración del alzhéimer (hasta ahí llega la magia de la memoria musical). Recuerdos como estos son como tesoros de la mente, y nos parecen especialmente importantes. Pero hay intervenciones de la memoria que son notablemente más prosaicas, insignificantes a simple vista, pero igual de trascendentes porque permiten aprender, socializar, acumular conocimiento práctico y navegar en el mundo en busca de los recuerdos duraderos. Tenemos distintos tipos de memoria, y todos ellos pueden ejercitarse. Algunos solo para rendir mejor, otros hasta por mero deporte, para que, en el otoño de la vida, la memoria musical no sea lo único que quede.
En el plano meramente científico, la memoria es un complejo proceso mental por el que las imágenes, los sonidos y las sensaciones son almacenados para siempre en la memoria a largo plazo. Otras experiencias se quedan en el dominio de la memoria corto plazo y duran menos de medio minuto. La mayoría de nuestra experiencia está en este último apartado, según José Lage, psicólogo especialista en demencias y daño cerebral, quien define la memoria a corto plazo como un almacén en el que hay poca información (entre 5 y 9 ítems a la vez) durante no más de 30 segundos”.
Sí, la memoria desecha la mayoría de los estímulos que le llegan al cerebro. Y no, esto no es motivo para lamentarse: mientras los labios de los bisoños amantes se encontraban, un perro le ladraba a una paloma junto a un abeto cercano, un jardinero que limpiaba la hojarasca se recreaba con la escena, una pareja discutía a pocos metros de distancia… Afortunadamente, la mente no elige esas imágenes para conservar una experiencia única.
“Si no la almacenas de la forma adecuada, no la vas a recuperar”
Los recuerdos que finalmente cristalizan a largo plazo son los que más lucen, de eso no hay duda, pero le deben la vida a las efímeras anotaciones que el cerebro hace cada minuto. La memoria a corto plazo es fundamental para llevar a cabo acciones como marcar un número de teléfono que no nos sabemos (y puede que la cita del beso nunca hubiera tenido lugar sin esa llamada). También sirve para recordar el nombre de una persona que acabamos de conocer, una situación incómoda que puede llevarte a evitar dar el paso de pedirle su número. Y, aunque sí lo hicieras, sin memoria a corto plazo no serías capaz de apuntarlo en un papel…
Es fácil confundir este proceso con la memoria de trabajo, algo que ha pasado hasta hace poco incluso en el ámbito de la psicología, pero no es lo mismo. Esta última “trabaja con la memoria, pero no es una memoria en sí”, señala Lage. Por resumirlo brevemente, se trata de la capacidad que tenemos no solo de almacenar información temporalmente, sino también de manipularla y transformarla para tomar decisiones en nuestra vida. “Deletrear una palabra de forma inversa o hacer cálculos mentales, por ejemplo.”
Existen dos estrategias básicas para ejercitar la capacidad de preservar la información a corto plazo. Por un lado está la repetición de la información nueva, ya sea mentalmente o en voz alta, un recurso básico que cualquiera que haya hecho recados en su infancia domina a la perfección. Por el otro está la fragmentación, que consiste en trocear la información en pequeños grupos para incrementar el número de ítems que podemos almacenar en ella (por ejemplo, meter la clave del wifi, o los números de teléfono, insertando los dígitos de tres en tres).
¿Y de qué depende que la experiencia se consolide en la memoria a largo plazo? De “integrar y procesar la información para poder almacenarla”, lo que los científicos llaman codificación. Esta codificación puede ser visual (imágenes), semántica (palabras) o auditiva (sonidos), y es un proceso clave para que la memoria se conserve a largo plazo porque “si no la almacenas de la forma adecuada, no la vas a recuperar”, advierte Lage.
Tras superar el primer paso de codificación (hemos entendido lo que nos dicen o hemos reconocido con claridad un objeto), la información será almacenada en la biblioteca neuronal para poder consultarla en el futuro. Como en cualquier repositorio, cuanto más ordenados estén los libros, más fácil será encontrarlos, o sea, recuperar los recuerdos conscientemente. Lo que no quita que en algunos casos, que son absolutamente normales, pueda fallar la recuperación.
Para guardar mejor la información, y por tanto recordar más y durante más tiempo, Lage recomienda diferentes estrategias. En el caso de la información verbal, propone recurrir a técnicas como la agrupación (organizar la lista de la compra por tipo de comida o sección en la que se encuentra), el uso de acrónimos (memorizar elementos de la tabla periódica, por ejemplo, cogiendo las iniciales y formando palabras más comunes) o rimas. Si se trata de imágenes, aconseja emplear reglas mnemotécnicas como el método loci, que consiste en crear una narración ficticia con los elementos que se quieren recordar.
Quién no quisiera la memoria de un niño...
Existen varios subtipos de memoria a largo plazo, y los psicólogos los diferencian en función de si codificamos la información consciente o inconscientemente. A la primera la llaman memoria explícita o declarativa, la segunda se conoce como implícita o no declarativa. “La implícita es que no tenemos consciencia de que son cosas que hemos aprendido, como montar en bicicleta, atarnos los cordones o anudar la corbata. En la explícita, en cambio, somos conscientes de que las hemos aprendido”, como que París es la capital de Francia, explica Jesús Porta, neurólogo y vicepresidente de la Sociedad Española de Neurología.
Se sabe que la memoria implícita (la de aprender a hacer cosas de forma automática) es mejor en niños que en adultos, y que esa capacidad se pierde con la edad. Para estimularla —y, por tanto, retenerla mejor— parece que la estrategia de la repetición es la más recomendada, si bien no todos aprenderemos a la misma velocidad: “Hay gente a la que se le da algo mucho mejor, probablemente por una carga genética y el aprendizaje desde pequeños”. Que tu pobre memoria implícita no te sirva de excusa para escatimar esfuerzos a la hora de ejercitarla: este tipo de memoria permite poner el piloto automático para hacer una tarea mientras desarrollamos otra que está completamente interiorizada, y si hay algo que el siglo XXI adora, es la multitarea.
En cuanto a la memoria explícita (recuerda, la de aprender algo adrede y saber en qué momento lo hicimos), los científicos apuntan que no es lo mismo saberse las capitales de los países que una experiencia que hayamos vivido en nuestras carnes. La memoria semántica recoge lo que aprendemos de los libros y la cultura general, mientras las vivencias forman parte de la memoria episódica, que se ejercita haciendo un esfuerzo consciente por recordar qué se ha hecho el día anterior, qué se ha comido, a dónde se ha ido... Para la estimulación de la memoria semántica, Porta sugiere “esforzarnos en memorizar cosas”. Lage es más específico, y dice que aquí también se pueden utilizar estrategias y técnicas mnemotécnicas como las agrupaciones, las rimas y los acrónimos.
Gimnasia mental para preservar la memoria
Recordar las cosas más o menos fácilmente depende tanto de nuestra genética como del conocimiento sobre el tema que tengamos previamente, pero existen otros mecanismos que, si bien no incrementan el volumen de almacenamiento o la rapidez con la que aprendemos, ayudan a mejorar nuestra reserva cognitiva. Dicha reserva es muy importante porque es la capacidad que tiene el cerebro para afrontar al daño generado por enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer. O sea, que aunque dos personas tengan el mismo riesgo de sufrir demencia, aquellas que han ejercitado el cerebro a lo largo de su vida no presentarán síntomas visibles tan rápido como los que no han hecho gimnasia mental. Quizá no lo hagan nunca.
Las actividades pueden ser muy variadas, pero los expertos recomiendan específicamente leer. Tener trabajos que comprendan una mayor actividad mental también marcan la diferencia, según Lage, así como “la socialización y el ocio”. El ejercicio físico también está relacionado con la memoria y ha demostrado en reiteradas ocasiones que previene las enfermedades neurodegenerativas. Por tanto, evita que se produzca una pérdida precoz de memoria, lo mismo que sucede con el descanso, escuchar música o aprender idiomas.
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