Trump jugando al Risk
Las bravuconadas son innecesarias cuando todo el mundo sabe que eres el más fuerte. Amenazar a tus aliados es alienarlos
“Lo único que me asustó de verdad durante la guerra”, recordaba el premier británico Winston Churchill en sus memorias sobre el conflicto mundial, “fue el peligro de los U-boats”, los submarinos alemanes que se movían como manadas de lobos por el océano Atlántico haciendo estragos en la Armada y la marina mercante aliadas. “Me sentía aún más desasosegado por esta batalla que por el glorioso combate aéreo conocido como la batalla de Inglaterra”.
Una de las claves que hizo posible conjurar la amenaza nazi fue el control de Groenlandia, el punto más septentrional donde Estados Unidos cuenta con una instalación militar: la base aérea de Thule, renombrada posteriormente como base aeroespacial de Pituffik. La posibilidad de hacer escala en la isla helada facilitaba el transporte seguro a través del océano de los bombarderos norteamericanos, imprescindibles para la preparación de lo que sería el desembarco en Normandía. Pero el complejo de Thule permitía, ante todo, contar con información meteorológica precisa gracias al establecimiento de varias estaciones, que hicieron posible que los británicos dejaran de combatir a ciegas en el Atlántico y pudieran llevar a cabo reconocimientos, localización de buques enemigos y previsiones para el correcto movimiento de tropas y abastos. No en vano, el comandante supremo de las fuerzas aliadas, Dwight D. Eisenhower, concedía una importancia decisiva a los servicios de predicción meteorológica. No está de más recordarlo ahora que se ha puesto de moda despreciar a la Agencia España de Meteorología (Aemet) entre determinados dirigentes políticos, que afirman con vehemencia su patriotismo cuando, en realidad, están comprometiendo la soberanía y la seguridad nacionales, algo que saben perfectamente las Fuerzas Armadas.
La historia de cómo consiguió Estados Unidos el permiso para instalar la base de Thule es apasionante. Groenlandia se encontraba bajo la soberanía del reino de Dinamarca, neutral al comenzar la Segunda Guerra Mundial pero que fue atacado y ocupado por Alemania. Al apostar su Gobierno por la colaboración, el embajador danés en Washington, Henrik Kauffmann, se declaró en rebeldía y, autoproclamado representante de la Dinamarca libre, ofreció a los americanos un tratado que, de facto, convertía en permanente su presencia en Groenlandia. Conseguía a cambio garantizar para su país la futura protección de la superpotencia democrática frente a cualquier otra amenaza de ocupación, amén de acceder a la reserva de oro danesa, que tras lo sucedido en España había sido depositada preventivamente en Estados Unidos. Tampoco está de más recordarlo: las democracias europeas condenaron a la Segunda República con la política de no intervención, pero tomaron buena nota de su indefensión financiera frente al oportunismo totalitario. Este episodio está magníficamente narrado en la película The Good Traitor (El embajador Kauffmann), dirigida en 2020 por Christina Rosendahl, y que puede verse en nuestro país gracias a esa maravilla llamada Filmin.
El establecimiento de bases militares es uno de los mejores indicadores de las corrientes profundas de la geoestrategia global, permanente objeto de deseo imperialista y habitual causa de conflictos e intervenciones militares, como bien saben en Siria, donde Rusia aprovechó para instalar en Jmeimim y Tartus un acceso directo al Mediterráneo, y no digamos ya en Ucrania, irrenunciable como fue siempre Crimea y el puerto de Sebastopol para la flota del mar Negro. A diferencia de los rusos, Estados Unidos se caracterizaba precisamente por saber alternar el palo, del que pueden dar buena fe en América Latina, con la zanahoria. A través de la persuasión, que operó por ejemplo con las dictaduras de la península Ibérica, pues a Salazar le faltó tiempo para ofrecer las islas Azores y permitir a los aliados cerrar el flanco sur del Atlántico en 1943, mientras que Franco, otro gran patriota, estuvo una década haciendo genuflexiones de soberanía hasta firmar los acuerdos de Madrid. Pero la zanahoria funcionaba también a través de la verdadera convicción, que inspirada en el ejemplo danés llevó a la firma del Tratado de la OTAN en 1949.
Es esta capacidad para presentarse como un imperio irresistible, como lo definía con acierto la profesora Victoria de Grazia, lo que parece haber entrado definitivamente en crisis con la reelección de Donald Trump. Lejos de ser una muestra de fortaleza, las intenciones del presidente norteamericano de abandonar la OTAN y sus recientes declaraciones exigiendo a Dinamarca la cesión de su soberanía sobre Groenlandia son indicativas de cierta inseguridad con respecto al futuro. Las bravuconadas patrioteras son innecesarias cuando todo el mundo sabe que eres el más fuerte, con lo que amenazar a tus aliados es la mejor manera de que busquen alternativas a tu protección. En el resto del mundo también se juega al Risk, y todos saben que “Kamchatka es el lugar donde resistir”, como se recordaba en la película de Marcelo Piñeyro, pero que Groenlandia es imprescindible cuando se quiere ganar la partida. La vía Kauffmann se agota y la Unión Europea debe apostar por una plena autonomía estratégica.
Nicolás Sesma es historiador, profesor de la Universidad Grenoble Alpes y autor del ensayo Ni una ni grande ni libre (Crítica).
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