‘Tren a Samarcanda’, de Guzel Yájina, una odisea desesperada en el país de los soviets
La escritora tártara Guzel Yájina describe el reto de salvar a 500 niños enfrentados al frío y al hambre en el ambiente asfixiante de un convoy a Samarcanda tras la Revolución Rusa
Esta novela es el relato de una odisea. Estamos en Rusia, en el año 1923, seis años después de la toma del palacio de Invierno. Aún luchan el Ejército Rojo y la Guardia Blanca, el país sufre una hambruna aterradora, el saqueo y el bandidaje campan a sus anchas por el inmenso territorio y miles de niños huérfanos sobreviven en las peores condiciones. Un comandante del Ejército Rojo y una bolchevique representante de la Comisión de la Infancia deben hacerse cargo de 500 huérfanos enfermos o depauperados, recogerlos en Kazán y llevarlos a Samarcanda, 4.000 kilómetros a recorrer en seis semanas, para salvar sus vidas. El comandante Dáyev es un soldado del Ejército Rojo, valeroso, joven y curtido en la guerra; “Le gustaba la vida y no le gustaba la muerte; sin embargo, todos los años que le había tocado vivir los había pasado revolcándose con la muerte como una mosca en un tazón de leche, incapaz de salir de ella”. La camarada Bélaya es una mujer revolucionaria dura y recta que no duda en aplicar las normas que considera adecuadas para cumplir su misión; su rectitud la convierte en un personaje complejo y también tierno, cuando la situación se tensa.
La autora narra con un realismo rayano en la desesperación los problemas de conciencia de los mayores y la inconsciencia elemental e inocente de unos niños desamparados o enfermos
La novela es una recopilación de los horrores que un movimiento revolucionario y la guerra que lo sigue provocan en el género humano. El horror de semejante situación afecta decisivamente tanto a los dos responsables del convoy como a los adultos que los acompañan, pero así como ellos aún disponen de discernimiento sobre la permanente amenaza que los acucia, los niños carecen de él, su única y salvaje preocupación es combatir el mismo frío y comer la misma bazofia. La autora diferencia con habilidad ambos frentes y narra con un realismo rayano en la desesperación los problemas de conciencia de los mayores y la inconsciencia elemental e inocente de unos niños desamparados o enfermos que no disponen de recurso alguno para procesar lo que les está ocurriendo.
Todos los niños han sido de un modo u otro abandonados por sus padres: o bien han muerto o bien no pueden alimentarlos ni cuidarlos. Las escenas que Guzel Yájina relata al lector son estremecedoras por extraordinariamente realistas y detallistas, lo que hace que la crueldad, el dolor y la desesperación que contienen afecte a la totalidad de este relato que se desarrolla en el ambiente asfixiante del tren, un convoy de desecho apresuradamente recogido para cumplir con la misión.
Los principales enemigos de la expedición son la hambruna, el rechazo, la incomprensión de las autoridades, los bandidos y la desesperanza. El arrojo y la valentía del comandante Dáyev son puestos a prueba ante cada dificultad en un país donde la sociedad de los hombres ha desaparecido bajo el caos. Los nuevos representantes del poder carecen de organización, de manera que sólo cabe la voluntad para solucionar cada conflicto, siempre sujeta a decisiones improvisadas. Poco a poco, el sentido de la compasión de Dáyev se topa con la bienintencionada firmeza pragmática de una Bélaya que choca a menudo con su jefe. El camino va siendo sembrado de cadáveres infantiles enterrados a lo largo de las vías y los nuevos pasajeros. El viaje tocará fondo al paso del convoy por el desierto que sigue a la llegada al mar de Aral. Una cita es suficiente: “En las afueras de Dzhagalasha vieron una familia. Los padres estaban tumbados junto a las vías a la sombra de un carro mientras los niños, dos gemelos, se arrastraban por las vías del tren. Dáyev se dispuso a pegar una buena bronca a los adultos por su desconsiderado comportamiento, pero no pudo hacerlo porque ambos estaban muertos”.
La insistencia en el horror acaba siendo tan agobiante que la historia desmaya a veces por reiterativa; llega un momento en el que el horror ni avanza ni retrocede, solo se repite
Guzel Yájina ha trabajado sobre la información existente cerca de esta desgraciada época con una eficiencia y un tesón admirables; ha utilizado recursos expresivos como monólogos, delirios y fantasías intercalados en la acción, ha construido una ficción estremecedora, ha pulido con verdadero talento creador las figuras de los dos personajes principales y de los secundarios y ha exprimido su imaginación para dar vida a esta terrible historia de dolor e inhumanidad. El resultado es tan conmovedor como insuficiente literariamente hablando, y esto último por una razón: la insistencia en el horror acaba siendo tan agobiante que la historia desmaya a veces por reiterativa; llega un momento en el que el horror ni avanza ni retrocede, sólo se repite. El exceso de anécdota maniata la narratividad de la novela, lo que no empequeñece el esfuerzo de la autora, formidable según el significado de este adjetivo: “Que produce asombro y miedo”, según el diccionario.
Escena por escena hay momentos y sucesos de una intensidad y un lirismo (si se puede hablar del lirismo del dolor, del hambre, de la desesperación) extraordinariamente elocuente, de una exigencia literaria, una fuerza expresiva y un análisis de la condición humana en la más endurecida adversidad que merece una detenida lectura porque en este mundo, hoy, se están produciendo ante nuestros ojos realidades de degradación humana que no desdicen del contenido de este relato ni cabe atribuirlas sólo a baños de sangre y barbaries pasadas sino también a nuestra más avanzada civilización hoy en día.
Tren a Samarcanda
Traducción de Joge Ferrer
Acantilado, 2024
600 páginas. 32 euros
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