‘Stendhalazos’ veraniegos 5: la maravillosa plaza Registán de Samarcanda
Siempre me pareció extraño que en cualquier reportaje sobre esta ciudad de Uzbekistán apareciese la misma foto. Pero cuando uno llega allí entiende el porqué
Existen topónimos cuya sola mención incita a hacer la maleta y lanzarse al camino. Nombres tan míticos que justificarían un viaje: Tombuctú, Cabo Norte, Tamanrasset y, sobre todo, Samarcanda. Pero, mientras uno se desplaza a ellos tras meses de preparativos y una pequeña fortuna en gastos de viaje, asalta una duda: ¿habrá algo más que el nombre evocador y poético? Con ese miedo llegué por primera vez a Samarcanda (Uzbekistán), la ciudad de la Ruta de la Seda desde la que el gran (y desconocido) Tamerlán gobernó un imperio de más de ocho millones de kilómetros cuadrados que se extendía desde el Mediterráneo a Pamir, entre 1370 y 1405. Y tras una primera inspección pude confirmar, para desgracia de mitómanos, que Samarcanda tenía un bonito el nombre… pero poco más.
Lanzada la herejía, trato de explicarme: siempre me pareció extrañó que en cualquier reportaje de revistas o periódicos sobre Samarcanda apareciese la misma foto. Una plaza con unos bellísimos edificios que parecían mezquitas... pero siempre la misma imagen. Nada más. Apenas salí de la estación de tren me di cuenta del porqué. Samarcanda es una ciudad moderna que la Rusia zarista transformó con amplias avenidas y grandes rotondas y un bello barrio de bulevares orlados por enormes arboledas y edificios neoclásicos. Repartidos por esta planimetría cuadriculada sobresalían algunas mezquitas, mausoleos, minaretes y madrasas que hablaban de su antiguo esplendor. Una urbe muy interesante... pero ni rastro de bazares, zocos, caravanseráis o medinas de Alí Baba. Esas ciudades de las Mil y una noche que yo había soñado eran Bukhara y Khiva, las otras dos famosas ciudades-oasis de la Ruta de la Seda en el desierto uzbeko. Pero no Samarcanda.
Hasta que llegué a la plaza Registán, la de la foto de los reportajes. Y entonces todas mis dudas se disiparon, mi decepción tornó en excitación y entendí que sí, que Samarcanda, la del bello y evocador topónimo, requería una visita no tanto por su nombre, sino por esta maravilla.
El “gran espacio arenoso”, pues eso significa Registán, era la plaza mayor de la vieja ciudad medieval. En ella, diversos gobernantes levantaron tres madrasas (escuelas coránicas) que componen una obra cumbre de la arquitectura y el arte islámico y uno de los espacios escénicos más bellos de Asia Central. La más antigua, la que mandó construir el gran sultán Ulugh Beg, nieto de Tamerlán, data de 1420. Las otras dos se construyeron a su imagen y semejanza 200 años después: la madraza Sher-Dor, que se inauguró en 1636, y la madraza Tilya-Kori, de 1660. Enfrentadas unas a otras, con sus imponentes pishtaq (fachadas) decoradas con mosaicos de diseños epigráficos, abstractos o geométricos, medias cúpulas y azulejos vidriados, mostraban al mundo el poderío y los increíbles conocimientos de la dinastía timúrida, capaz de crear grandes complejos religiosos y culturales sumamente originales y sin parangón en ninguna otra zona del islam.
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Solo por estar ahí sentado, viendo cómo atardece sobre los mocárabes y los gigantescos iwanes recubiertos de mayólicas de estas tres viejas escuelas coránicas, hoy calmas y silenciosas, se justifica el viaje. Solo por eso, Samarcanda merecerá seguir siendo siempre la ciudad de los sueños en mi imaginario viajero. Además, luego uno descubre que tiene mucho más que ver. Por ejemplo, el mausoleo del gran Tamerlán, la mezquita de su mujer favorita, Bibi Khanum, el increíble cementerio-mausoleo de Shahi-Zinda o el mercado Siyob.
Si puede, no hay que dejar de peregrinar aquí una vez en la vida.
Quinta y última entrega de esta serie de verano en la que recuerdo lugares cuya belleza me produjo el síndrome de Stendhal, una enfermedad del Romanticismo muy diagnosticada también en turistas modernos. Hoy nos vamos a Uzbekistán.
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