Arte abstracto contra la farsa de un país en la miseria que se creyó imperio
Seis decenas de creadores, de los que algunos se convertirían en figuras de la vanguardia, participaron en los pueblos de colonización construidos por Franco. Una exposición en Madrid recuerda el legado de aquel experimento
Por aquel entonces solo tendría “cuatro o cinco años”, pero Mónica Mompó, nacida en 1955, aún recuerda ver a su padre, el reconocido pintor informalista Manuel Hernández Mompó, recortando en su diminuto domicilio de 30 metros cuadrados en Aravaca, Madrid, las desiguales teselas de colores con las que fabricó el mural que cubre el frontispicio de la iglesia de Villalba de Calatrava, en Ciudad Real. “Me acuerdo de aquel trabajo, que hacían entre mi madre y mi padre, de cortar las piececitas de cerámica con las manos destrozadas”, rememora Mompó al teléfono. “Venían a casa cargamentos de azulejos que luego había que recortar en un tamaño determinado, picando y chinchín, chinchín, dando con los alicates, para hacer ahora un triángulo, ahora un trapecio…”.
Villalba de Calatrava, fundado en 1964, es uno de los tres centenares de pueblos de colonización que la dictadura construyó entre 1943 y 1970 en las cuencas de los principales ríos para surtir de agua los cultivos de un país desolado por la guerra. Los recursos eran limitadísimos, las penurias de toda suerte campaban a sus anchas, pero aquellas localidades se levantaron de la nada con los diseños de algunos arquitectos y artistas jóvenes que posteriormente se establecerían como los tótems del siglo XX: en Villalba, el arquitecto José Luis Fernández del Amo proyectó el urbanismo del pueblo y sus edificios; el celebrado escultor Pablo Serrano forjó en metal el retablo y el viacrucis de la iglesia; y Mompó, precursor de la abstracción, se hizo cargo de aquel impresionante mural que preside el templo enclavado en el corazón de una población hoy casi fantasma.
Hasta seis decenas de artistas, algunos vinculados a la vanguardia, contribuyeron al arte de aquellos poblados. Junto a Pablo Serrano, participaron otros cinco miembros del grupo El Paso: Juana Francés, Rafael Canogar, Manolo Millares, Antonio Suárez y Manuel Rivera; así como, entre otros, el escultor José Luis Sánchez, el muralista Antonio Hernández Carpe, los pintores Antonio Valdivieso y José Guerrero y, notablemente, varias mujeres, entre ellas la citada Francés, así como Justa Pagés y Menchu Gal. Isabel Villar y Carmen Perujo aún viven y trabajan: la primera acaba de inaugurar una exposición en la galería madrileña Fernández-Braso y la segunda acude puntualmente a su estudio todos los lunes y martes. “Mi marido, Arcadio Blasco, y yo trabajamos mucho para los pueblos de colonización. Yo hice una virgen, un San José y un santo, pero no sé dónde se encuentran”, explica Perujo en conversación telefónica a sus 94 años. Aunque aquel arte anda hoy a medio camino entre la ausencia y el olvido, ella ensalza que también “ha estado vivido”. “Vivido en los pueblos, ¿sabes? Fue una experiencia muy bonita, muy agradable para nosotros”.
Con sus pinturas, esculturas, vidrieras, cerámicas y demás obras entre la figuración esquemática y la abstracción geométrica, aquellos artistas colaboraron en la decoración de iglesias levantadas en pueblos promocionados por el régimen, con la paradoja de que muchos eran de izquierdas y no necesariamente creyentes. Un reportaje de 1983 firmado por la escritora Enriqueta Antolín para la revista Cambio 16, que ha quedado para los anales como uno de los escasos documentos históricos de aquel arte, resumía meridianamente la situación en su titular: Artistas infiltrados. Rojos, ateos y abstractos en los pueblos de Franco. Si aceptaron contribuir con sus creaciones decididamente modernas y anticonservadoras a este proyecto fue porque, como dice Mónica Mompó, tanto ellos como cualquier otro español de a pie de la época engrosaban las filas de “una generación de muertos de hambre”. Y las 54.000 pesetas que cobró el pintor Hernández Mompó por su mural daban para calmar el estómago.
Dadas las circunstancias, muchas veces los artistas rehusaron firmar sus obras. Mompó solo dejó constancia de su autoría en el mural de Villalba de Calatrava, pero Miguel Centellas, profesor de la Universidad Politécnica de Cartagena, ha localizado obras suyas en las iglesias de Zurbarán (Cáceres), Pueblonuevo de Miramontes (Badajoz), Loreto (Granada) y Vencillón (Lleida). Rafael Canogar también realizó un mural para un templo, del que desconoce su paradero. “Lo hice porque me pagaban y eso me servía para seguir trabajando”, recuerda el artista, que acaba de inaugurar una exposición permanente de su obra en Toledo. “También hice otro mural para un gimnasio, y con eso me pagué mi primer viaje a París”.
Centellas, que lleva años investigando el asunto de los poblados, ha constatado la pérdida, ya sea por deterioro u otras razones, de numerosos fragmentos y conjuntos artísticos de la colonización, algunos tan importantes como un retablo de Manolo Millares que fue destruido por mandato de fray Albino, obispo de Córdoba. “Pero para saber todo lo que ha desaparecido habría que saber todo lo que hubo, y no existen inventarios”, remarca el profesor, que subraya, del lado contrario, incipientes iniciativas de recuperación como la que ha culminado hace unas semanas la localidad ciudadrealeña de Pueblonuevo de Bullaque con la restauración del mural exterior de su iglesia, obra de Arcadio Blasco.
El arte sacro de la colonización, impulsado por José Luis Fernández del Amo, buscó integrarse con la arquitectura
Hasta entrado el siglo XXI no comenzaron a surgir algunas propuestas que tratan de rescatar este arte sacro del pozo de indiferencia en el que se encuentra sumido, aplastado por su vinculación con el franquismo y, quizás, también, por la apatía y el desconocimiento. Se han publicado artículos académicos y libros promocionados por diputaciones y comunidades, y el Museo ICO de Madrid ha montado la exposición Pueblos de colonización. Miradas a un paisaje inventado (hasta el 12 de mayo), donde se aborda el legado de la colonización no solo desde el ángulo artístico, sino también el urbanístico, el arquitectónico, el sociológico, el antropológico...
Los comisarios de la muestra son los arquitectos Ana Amado y Andrés Patiño, quienes en 2020 publicaron un libro de fotografías de aquellos enclaves, Habitar el agua (Turner), fruto de una investigación que nació de su interés como profesionales por los edificios de estos pueblos, donde el arte religioso, concebido con un sentido didáctico, se integró no como un añadido, sino como una parte más de su estructura. “Las iglesias modernas que se hicieron a partir de los años cincuenta fuera de estos poblados, por ejemplo, las de Fisac, también fueron muy contestadas”, concede Patiño. “Pero hay varios aspectos de estos poblados que nos han fascinado”, agrega Amado, “porque fueron casi un laboratorio de formas experimentales de la arquitectura, el urbanismo y el arte en el mundo rural, alejados de los centros de discusión del momento, que eran las ciudades”.
Que algunos de los nombres más célebres del arte y la arquitectura españolas del siglo XX confluyeran en esta experiencia no es resultado, por descontado, de ningún azar. Todos los caminos conducen a la figura de José Luis Fernández del Amo, el diseñador de Villalba de Calatrava y varios otros poblados, entre ellos el más celebrado: Vegaviana, en Cáceres. Además de funcionario arquitecto, Fernández del Amo ejerció, entre 1952 y 1959, como el primer director del Museo de Arte Contemporáneo, después rebautizado como Reina Sofía, y en el salón de su casa se formó en 1957 el grupo El Paso.
Protector de aquellos artistas, y él, sí, religioso, aunque siempre respetuoso con las creaciones ajenas, su reputación como apasionado defensor de la cultura aún resuena con fuerza. “Generalmente, todos eran amigos de mi padre”, recuerda su hijo, el también arquitecto Rafael Fernández del Amo, que recalca que su progenitor siempre contó con el beneplácito de José Tamés, el director del Instituto Nacional de Colonización (INC), organismo que se encargó de la gestión de los poblados. “Hay muchos testimonios que dicen que, gracias a esos trabajos, que estaban más o menos bien pagados y que tardaban un mes en terminarlos, el resto del año podían hacer la pintura que a ellos les interesaba”.
Dos mujeres artistas que crearon obras para los poblados, Isabel Villar y Delhy Tejero, protagonizan actualmente sendas muestras
Con el paso de los años, las creaciones de estos artistas se venderían, y muy bien. Pero en aquellos tiempos de cerrazón, había que ganarse el pan como fuera. “Por entonces los pintores no tenían coche, así que no sé ni cómo irían hasta los pueblos, además de que entonces casi no había ni carreteras”, barrunta Mónica Mompó. “Hicieron este arte para obtener libertad. Ninguno era religioso y hubo muchos tropiezos con la jerarquía de la iglesia. De hecho, mi padre tenía la teoría de que los colonos entendían mucho mejor este arte tan moderno”, añade Fernández del Amo, quien, de casualidad, halló hace unos años en la sede madrileña del INC una parte del conjunto escultórico de Pablo Serrano en Villalba de Calatrava que se había dado por desaparecida, y que se restituyó al pueblo. “Algunos colonos nos han contado que al principio el arte de las iglesias les chocaba”, matiza Ana Amado, “pero se fueron familiarizando con esas formas y cambiando su pensamiento, y ahora les gusta mucho”.
De nuevo la sensibilidad de Fernández del Amo y su estrecha relación con muchos de los artistas de la época explica que hubiera tantas mujeres que contribuyeron a la creación de los poblados. Algunas, como Teresa Eguibar, Juana Francés y Jacqueline Canivet fueron artistas por derecho propio además de esposas de otros creadores involucrados en el proyecto (respectivamente, de Lorenzo Frechilla, Pablo Serrano y José Luis Sánchez). Otras, como Delhy Tejero, recalaron en él a través de su amistad con el director del museo. “José Luis [Fernández del Amo] llamó a estos artistas porque quería un arte moderno pero renovador”, apuntan Inés Vila y Dolores Vila Tejero, la sobrina-nieta y sobrina de Tejero, quien produjo obras para cuatro iglesias entre 1961 y 1964, de las que se puede ver un boceto en la muestra del ICO.
Delhy Tejero, que practicó un arte figurativo y costumbrista impregnado por una singular visión de la modernidad, protagoniza actualmente una exposición en el Patio Herreriano de Valladolid: Geometría y misterio, abierta hasta el 9 de septiembre. Su comisaria, Patricia Molíns, es conservadora del Museo Reina Sofía y autora del texto sobre el arte de los pueblos de colonización del catálogo de la muestra del ICO. “Fernández del Amo escribió varios artículos para Alférez, una revista falangista, en los que protestaba contra la farsa de un país que vivía en la miseria y se comportaba como si fuera un imperio, y defendía que la única manera de hacer un arte religioso sincero era la abstracción”, ilustra sobre la ambición del arquitecto, de la que brotaron ramificaciones como el nacimiento de empresas de producción de obras de arte sacro (los centenarios Talleres de Arte Granda, fundados en 1891, fueron los que abastecieron principalmente a los pueblos).
“No es tanto que haya obras geniales en sí mismas”, valora la experta sobre el legado de los poblados, “sino que aquel arte supuso un cruce de caminos por la integración de las artes y la arquitectura del que surgieron muchas discusiones transversales, desde el debate sobre el diseño contemporáneo a la naturaleza de las imágenes”.
‘Pueblos de colonización. Miradas a un paisaje inventado’. Fundación ICO. Madrid. Hasta el 12 de mayo.
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