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Las ficciones atemporales de Deborah Turbeville, mucho más que una fotógrafa de moda

Un monográfico y una exposición reevalúan la contribución de la artista estadounidense a la historia del medio a través de sus ‘fotocollages’

Deborah Turbeville
‘Château Raray’, Raray, Francia, 1985.Deborah Turbeville / MUUS Collection

Hace poco más de dos años, entre las miles de imágenes que componen el archivo de Deborah Turbeville (Boston, 1932- Nueva York, 2013), en manos de la Colección MUUS, apareció un manuscrito: Passport; Concerning the Disappearance of Alix P. junto con 136 fotocollages con el mismo título, Passport. Juntos componían una especie de fotonovela cuya secuenciación adquiría una doble lectura; autobiográfica y de ficción. Envuelta en una atmosfera oscura y misteriosa, cargada de una extraña belleza, su protagonista, Alix P, una solitaria diseñadora en la cúspide de su carrera, parece estar totalmente desconectada del mundo de la moda en el que transcurre su cotidianeidad. Realizada en los noventa, la pieza sigue el mismo patrón utilizado por la autora para dar forma a sus fotocollages. Práctica que le permitía dar rienda suelta a su vena experimental y en el que dejaba ver el alcance de un talento artístico que sobrepasa la etiqueta de fotógrafa de moda al que se ha visto reducida. De ahí que, un monográfico, Deborah Turbeville: Photocollage (Thames & Hudson) y una exposición retrospectiva, con el mismo título, celebrada en Photo Elysée (Lausana, Suiza), ofrecen una revaluación de la contribución de la artista estadounidense a la historia del medio fotográfico.

A lo largo de su trayectoria, Turbeville echó mano de su archivo para crear una serie de secuencias compuestas por contactos cortados, dobles exposiciones, negativos, copias impresas rasgadas, avejentadas de distintas formas y fotocopiadas. Todo ello sujeto, mediante alfileres en forma de T, sobre un fondo, frecuentemente vasto y tupido, consistente en un papel marrón. Acompañadas de pequeños textos, las imágenes daban forma a un pequeño relato de final abierto donde resuenan las voces apagadas de un tiempo pasado con la magia del cine mudo. “El carácter artesanal y su cualidad física otorgaban nuevas posibilidades a la fotografía”, advierte Nathalie Herschdorfer, comisaría de la muestra, en uno de los textos que se incluyen en el monográfico.

La fotógrafa “seguía la estela de la fotografía experimental de comienzos del siglo XX. Dentro de su manera de componer, el collage se convierte en un trabajo manual que la permite crear objetos tridimensionales”. No hay nada dejado al azar en la informalidad que desprenden las composiciones. Todo está pensado, cada elemento desempeña su función, aunque se trate de una historia que pueda ser reescrita alterando el orden de las imágenes. Unas imágenes pulidas a conciencia y previamente en el cuarto oscuro, donde florece la estética de la artista. Su obra es en realidad una meditación sobre el medio fotográfico, parte de la cual ha pasado desapercibida hasta la fecha y no admite encasillamiento. No se asemeja a la de ningún otro fotógrafo, escuela o movimiento “Tenía su propia técnica y estableció sus propias normas. Hoy se podría considerar a Turbeville como una de las voces más impactantes de la primera mitad del siglo XX”, destaca la comisaria.

“Sus fotografías tienen una cualidad cinematográfica”, agrega Herschdorfer. Sin embargo la trama siempre permanece elusiva. “Nunca trato de reproducir la realidad, sino de crear un estado de ánimo”, donde las figuras revelan poco pero invitan a imaginar historias. Entre los referentes cinematográficos de la autora se encuentra Alain Resnais, Jean Vigo, Rainer Werner Fassbinder, Michelangelo Antonioni, los cineastas rusos de los años veinte y Fritz Lang. De igual forma, la literatura rusa sería una continua fuente de inspiración.

Deborah Turbeville
‘Sin título (Asser Levy Bathhouse)’, de la serie ‘Bathhouse’, Nueva York, después de1975.Deborah Turbeville / MUUS Collection

La técnica del collage servía a la fotógrafa para indagar en la naturaleza reproductible del medio fotográfico y en la réplica en la era de la cultura de masas. Una curiosidad, que, tal y como apunta Felix Hoffmann en uno de los textos, la autora compartía con Andy Warhol. Aunque el interés de este último en cuestiones de artesanía era muy limitado, y su obra era mucho menos espontanea e intuitiva que la de Turbeville, utilizando distintos recursos “observaban la fotografía como un testimonio de nuestra realidad y del mundo en que habitamos”, escribe el historiador. Una realidad donde la imposibilidad de una copia totalmente idéntica queda puesta en entredicho; la misma imagen dentro de una nueva estructura, enmarcado o composición tiene como resultado una imagen diferente.

La artista comenzó a hacer fotocollages en 1975. El mismo año en que el Vogue estadounidense publicó su controvertida serie Bathhouse. Asegura el crítico Vince Aletti que, aunque la artista no hubiese tomado una sola fotografía más en su vida, por sí solo, aquel despliegue de ocho páginas en el que cinco modelos posaban en bañador en una casa de baños abandonada de Nueva York aseguraron a su autora un lugar en la historia de la fotografía de moda. Aquel acercamiento tan poco comercial resultó un revulsivo dentro de la fotografía de moda del momento. Fueron muchos los lectores que protestaron. ¿Eran drogadictas o lesbianas? Y, la localización, ¿un club de sexo?, ¿un fumadero de opio?, ¿o una cámara de gas?

‘Louisa San Miguel’, San Miguel de Allende, Guanajuato, México, enero de 1991.
‘Louisa San Miguel’, San Miguel de Allende, Guanajuato, México, enero de 1991.Deborah Turbeville / MUUS Collection

Aun así, entre 1975 y 2013 la fotografía de Turbeville ilustró las páginas de las más prestigiosas cabeceras, Harper´s Bazaar, Vogue, Nova y The New York Times entre ellas, y sirvió de reclamo para firmas como Calvin Klein, Comme des Garçons y Valentino, entre otras muchas. Revolucionaría de forma radical la fotografía de moda, transportando a los lectores a un universo íntimo y enigmático que parecía estar anclado en las ruinas de un esplendoroso tiempo pasado, poblado por lánguidas mujeres absortas en sus pensamientos. Mujeres que guardan un curioso parecido físico con la autora (¿las elegía así a propósito? ¿Se trataba de una proyección de sus propios sueños?). Escenas brumosas, melancólicas y atemporales que se distanciaban de la estereotipada visión ofrecida por entonces por la industria de la moda.

Eran muy pocas las mujeres que tenían la posibilidad de publicar sus fotografías en las principales revistas, marcadas por la impronta de fotógrafos como Helmut Newton o Guy Bourdin, cuyas imágenes, cargadas de fantasías sexuales y fetichismo, tendían a reducir a la mujer a mero objeto de deseo. A la fotógrafa americana no le interesaban las imágenes nítidas y precisas. Su potencial se basaba en la atmósfera y en la emoción más que en el impacto gráfico. “Estaba más interesada en interpretar la moda que en promoverla”, advierte Herschdorfer. De ahí que no tuviera ningún reparo en transportar a sus lectores a tiempos pasados, consciente de que la fotografía de moda está diseñada para vender el presente. Una forma de liberar a la mujer de las imposiciones y clichés del momento.

‘Isabelle y Ella en Sandy Land’, de la serie ‘L’Heure entre Chien et Loup’, Mantua, Italia, 1977.
‘Isabelle y Ella en Sandy Land’, de la serie ‘L’Heure entre Chien et Loup’, Mantua, Italia, 1977.Deborah Turbeville / MUUS Collection

Su fascinación por la arquitectura del pasado llevó a la artista a mantener estudios en París y en San Petersburgo. A adentrarse por las habitaciones desiertas y los largos pasillos del palacio de Versalles (Jacqueline Onassis medió para ofrecerle un acceso sin precedentes), recuperando una magnificencia envuelta en polvo. Imágenes fantasmagóricas que poco tenían que ver con la lujosa residencia de María Antonieta a la que de forma habitual remite el entorno. Los edificios neoclásicos de los alrededores del École des Beaux-Arts también servirían de escenario para unas modelos cinceladas, por la imaginación de la artista, como la estela inalterada de unas presencias perdidas y olvidadas en el tiempo. Atraída por la pompa del pasado de la vieja Europa, Turbeville se servía de la decadencia y la decrepitud para revivir su gloria. Las fotografías se transforman en memoria. Una memoria descolorida y frágil, llena de imperfecciones, casi a punto de extinguirse que la fotógrafa recupera en un momento de revelación. Sin embargo, no hay nada romántico en la mirada de Turbeville, sino inquietante y conmovedor.

De igual forma, la fascinación de la artista por las culturas indígenas la llevaría a México y a Guatemala. “Turbeville podría considerarse una heredera del realismo mágico”, señala Herschdorfer “Con el propósito de intentar crear algo fantástico y maravilloso, nunca dejó de profundizar en su propio archivo para contar nuevas historias”. Como tampoco dejó de dar rienda suelta a la fuerte libertad creativa que permea toda su obra.

Deborah Turbeville: Photocollage’. Thames & Hudson. 240 páginas. 64 euros.

Deborah Turbeville: Photocollage. Photo Elysée. Lausana. Suiza. Hasta el 25 de febrero.

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