‘La mujer que soy’: Britney o la Eva americana
La cantante firma una autobiografía donde describe su descenso a los infiernos en forma de novela gótica. Pese a los mensajes edificantes que impone este ejercicio, el resultado es riguroso y admirable
La princesa del pop vista como una heroína gótica. Es la impensable estrategia narrativa, por su osadía, por la que apuesta la esperada autobiografía de Britney Spears, La mujer que soy (Plaza & Janés), convertida tras su publicación simultánea en 26 mercados —y el cobro de 15 millones de dólares por parte de su autora— en uno de los fenómenos editoriales de 2023. A diferencia de otros libros al servicio de las estrellas, aquí no importan tanto las revelaciones dignas de un tabloide como el relato riguroso de su descenso a los infiernos, narrado con una voz literaria que no tiene mucho que ver con el registro neutro o funcionarial de productos parecidos.
A menudo, el libro se acerca con sutileza a una novela gótica en su variante sureña, ambientada en la Luisiana semirrural donde nació y, más tarde, en el cenagal de la industria del entretenimiento, donde Spears desembarcará como en la tierra de Oz, aunque en la versión alucinada propia de una pesadilla lynchiana. Quien haya escrito esas líneas —según la prensa estadounidense, su negro literario fue el periodista Sam Lansky— maneja ejemplarmente este leitmotiv. En las primeras páginas nos traslada a los bosques de su infancia, donde Britney se refugiaba lejos de los gritos de un padre alcohólico y de una madre tarada. “Tumbada en silencio sobre esas piedras, sentía a Dios”, reza un prólogo alucinante. Hay más: la casa de los Spears era “un manicomio” en que la protagonista se sentía, a menudo, como “un fantasma”. Durante su descalabro en los dosmiles, un día sintió “cómo algo oscuro penetraba en su cuerpo” y la transformaba, como si fuera “un hombre lobo”, en una mala persona. Hacia al final, al recordar la movilización de sus seguidores al grito de #FreeBritney en 2021, ya roza lo esotérico o lo paranormal: “Del mismo modo que creo percibir cómo se siente alguien en Nebraska, mi conexión con los fans les ayudó subconscientemente a saber que estaba en peligro”.
El libro está centrado en este arrebatador personaje de mujer sometida a la manipulación y al escarnio, otro clásico de este subgénero, que a ratos duda de su cordura, como le sucederá al lector. ¿Está delirando esta damisela en apuros o es lúcida al describir el maltrato de un sistema regido por una misoginia feroz, que vio en ella un blanco fácil por su aparente fragilidad, su edad vulnerable, su sempiterna sonrisa? Otro subtexto gótico recorre estas páginas. “La tragedia ha marcado a mi familia”, advierte la narradora. Su abuela Jean se suicidó pegándose un tiro en la tumba de su hijo muerto a los tres años, tras caer en una depresión y ser tratada con litio, como le sucedería después a la nieta que nunca conoció, como si fuera víctima de una profecía. Su nombre de pila es Britney Jean.
Su otra abuela había emigrado desde el Reino Unido al pueblo de 2.000 habitantes donde la cantante creció limpiando cangrejos en el negocio familiar. Esos orígenes transatlánticos le dieron conciencia de venir de un sitio más sofisticado —un Londres que evoca con un alto grado de irrealidad, lleno de “tardes de té y museos”— y tal vez permiso moral para no acabar convertida en otra rústica en Dinerolandia. No sería así: a los 13 años fumaba y bebía daiquiris suministrados por su progenitora y los 14 perdió la virginidad con el mejor amigo de su hermano (con este último siguió durmiendo “hasta sexto de primaria”, por si hay algún psicoanalista en la sala).
En el corazón del libro, en todos los sentidos de la palabra, está el relato de su desplome. Empieza con su separación de Justin Timberlake, mártir de un supuesto adulterio que convertirá a Britney en la bitch mayor del reino, en “una ramera que había roto el corazón del chico favorito de Estados Unidos” (en realidad, la infidelidad fue mutua, pero sus efectos serían asimétricos). Desde entonces, ella vivió como si sufriera “una especie de maldición”. Le siguió una boda en Las Vegas que duró dos días, otra unión que terminó con la pérdida de la custodia de sus dos hijos, una calamitosa actuación en los premios MTV y un colapso en directo cuando se afeitó la cabeza ante las cámaras. Y, poco después, una tutela jurídica impuesta por su familia para evitar que la gallina de los huevos de oro, gracias a la que todos subsistían, se echara a perder del todo. Britney pasó 13 años bajo el yugo de su padre, quien controló su agenda, su alimentación y hasta su contracepción.
El personaje encaja en distintos imaginarios estadounidenses. Britney es una niña adulta que se acabará volviendo adulta niña, lo que justifica su comparación recurrente con Benjamin Button en el libro. “En cierta manera, me transformaron de nuevo en una adolescente”, escribe. Se refiere a su familia, pero cabe ir más allá. En un país obsesionado por saber si su himen seguía intacto, fue tolerada mientras hizo ver que era virgen, pero expulsada de inmediato del paraíso pop cuando quedó claro que usaba sus genitales para algo más que reproducirse. Ahí aparece Hester, la protagonista adúltera de La letra escarlata, la Eva americana de Nathaniel Hawthorne, azote del puritanismo de los colonos que también noveló los juicios de Salem en La casa de los siete tejados. No es casualidad que Britney se compare con esas condenadas: “Tiraban a la mujer a un estanque y, si flotaba, era una bruja y la mataban, pero, si se hundía, era inocente y, vaya, moría de todas formas”. Ella se ahogó varias veces.
Vemos deambular por el libro a Lolita, la niña sexualizada que acaba convertida en residuo white trash. A aquellas mujeres vulgares, de un estrato social intermedio entre negros y blancos, que describe Flannery O’Connor en sus relatos. A las heroínas que creen enloquecer, víctimas de la luz de gas, como Jane Eyre, la Rebeca de Daphne de Maurier o la protagonista de El papel pintado amarillo. Aunque aquí el mal no esté causado por madrastras perversas ni locas encerradas en el ático: el villano de este relato es, sin lugar a dudas, su padre. Resulta especialmente terrorífico el pasaje en que le anuncia que, a partir de ese momento, “él será Britney Spears”, concluyendo así la usurpación de su personalidad, otro tropo inoxidable de este subgénero.
Pese a ser conscientes de que su yo confesional es una construcción literaria —basta con comparar el libro con sus desvencijados textos en Instagram para entender que no lo ha escrito sola—, leemos estos capítulos con la convicción de estar escuchando su voz. En ese sentido, como sucede con Michelle Williams en la versión audiolibro, el trabajo de Lansky es admirable. Se adivina una conexión entre el artista y su modelo: solo seis años menor, el escritor suele escribir sobre las estrellas en la prensa estadounidense y sabe lo que son las adicciones y las caídas en desgracia, habiéndose salvado in extremis de una sobredosis cuando era un prometedor estudiante universitario.
Pese a los límites de la narrativa sacrificial y edificante que el ejercicio impone por contrato, el coautor del libro logra dejar una marca personal en este encargo y, a la vez, se mantiene fiel a un personaje que no deja de ser una versión elocuente de sí misma, como un songwriter que le compusiera una canción a medida. Son de antología, sencillamente brillantes, sus guiños a la masculinidad herida de Timberlake, en su esforzada imitación de los códigos afroamericanos (“¡Oh, yeah, qué pasote! ¡Ginuwine! ¿Qué hay de nuevo, hermano?”), o el tragicómico suplicio que supuso para Britney mendigar patatas fritas durante su tutela y que nunca se las dieran: para que no ganara peso, solo le permitían comer pollo y verduras enlatadas (“Era degradante”).
El momento más turbador de este paseo por su auge, caída y rehabilitación, de una profundidad psicológica muy considerable, llega en el tramo final, con la protagonista convertida en una muñeca rota que practica inefables coreografías con cuchillos en su cuenta de Instagram. Una viñeta patética, en el sentido pictórico de la palabra, con la que parece implorar una segunda oportunidad. “Vine a este mundo desnuda”, recuerda para justificar que hoy se exhiba así en sus redes sociales: no es para erotizarse a sí misma una vez más, como hizo de adolescente, sino para regresar a aquel momento primigenio en que todo seguía siendo posible. Y así sigue navegando, como un barco contra la corriente, devuelta sin cesar a su funesto presente.
La mujer que soy
Traducción de Marta de Bru de Sala, Verónica Canales y Noemí Risco.
Plaza & Janés, 2023. 280 páginas. 21,90 euros
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