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La obra maestra contra Pinochet de un exiliado español

El Reina Sofía reivindica a José María Berzosa con su documental sobre Chile

Pablo de Llano Neira
Augusto Pinochet y su esposa, Lucía Hiriart, en Impresiones de Chile.
Augusto Pinochet y su esposa, Lucía Hiriart, en Impresiones de Chile. Instituto Nacional de lo Audiovisual de Francia

Con ocasión de los cincuenta años del golpe de Estado en Chile, el Museo Reina Sofía proyecta y reivindica una obra de gran valor del cine español: Impresiones de Chile, de 1977, un documental sobre el régimen pinochetista realizado sobre el terreno con inusual libertad.

Decimos del cine español porque su autor fue un español, José María Berzosa (Albacete, 1928-París, 2018), y porque el quid artístico-político del documental es netamente español; lo decimos, del cine español, por eso y pese a que en España el exiliado Berzosa fue y sigue siendo una figura casi ignorada.

Proyectado íntegramente en España una sola vez hasta hoy, en 1981 en la Filmoteca Nacional, y producido por el Instituto Nacional de lo Audiovisual de Francia, Impresiones de Chile es un documental dividido en cuatro episodios que suma más de cuatro horas. Berzosa también hizo un largometraje con dos de los cuatro episodios, para facilitar su difusión, y ese montaje también se ha llegado a mostrar en España, aunque muy pocas veces y en circuitos cinéfilos.

Decimos documental aunque debiéramos decir película, porque la singularidad de Berzosa, su excepcionalidad para la época, es que combina la objetividad del documental y el compromiso político, el rigor metódico y el rigor moral, con la subjetividad creativa. Podría, en fin, hablarse de documental de autor, si bien Berzosa renegaba de esa calificación, le resultaba pretenciosa. El caso es que su carrera como realizador en la televisión francesa determinó técnica y conceptualmente su estilo en el conjunto de su obra, alrededor de 150 filmes, la mayoría documentales.

En cuanto a lo del quid artístico-político netamente español: es tal cosa -lo primero- porque dialoga con las tradiciones del humor negro, el barroquismo, el esperpento; y lo segundo, básicamente porque era un antifranquista. Su retrato de Chile es un juego de espejos en el que retrata también a la España de la que se fue. Franco había muerto dos años antes de que él fuese a hacer esto a Chile pero históricamente no había muerto en absoluto: en Pinochet, Berzosa leía a Franco; en Chile, Berzosa leía a España.

Familiar de un desaparecido en Impresiones de Chile.
Familiar de un desaparecido en Impresiones de Chile. Instituto Nacional de lo Audiovisual de Francia

Por teléfono desde París, uno de sus dos hijos, Daniel, relata cómo se fue de España su padre. Era de una familia acomodada de Albacete y ejercía de abogado, pero su pasión era el cine y entre eso y su izquierdismo vivía con la mente puesta en irse a vivir a Francia. Un buen día, el joven tuvo una discusión en la calle con un militar que había conocido haciendo la mili y gritó “Franco es un hijo de puta o algo así”. Según rememora Daniel Berzosa, entre la zozobra por haberse pronunciado así en público y las ganas que ya tenía de largarse, en unos meses su padre estaba haciendo las maletas para París, donde había conseguido una beca para formarse en el Instituto Cinematográfico de Estudios Superiores (Idhec).

En aquellos sesenta, los años dorados de la nueva escena del cine en París, tan políticos como experimentales, va forjándose como ayudante de cineastas y realizador en la televisión francesa. Anduvo en la órbita de Luis Buñuel, incluso aparece como personaje su película La Vía Láctea, de 1969. Fue admirador y estudioso de Buñuel y la influencia de este mito en su cine es clara. En la combinación de negrura y comedia de Impresiones de Chile está Buñuel, y más que Buñuel, la exuberante tradición ibérica de la danza entre la muerte y la risa. Ver Impresiones de Chile es ver, por ejemplo, Los caprichos de Goya.

Vamos a una escena del episodio tres, A la felicidad de los generales, donde entrevista a tres generalotes de la junta militar. Vemos al almirante Merino, jefe de la Marina, de pie y uniformado junto a la escultura de una niña con una palomita en brazos.

-¿Qué representa esta escultura que está en su despacho? -pregunta Berzosa con su tono de voz de terrón manchego, esa seriedad del que escaquea la burla.

-Representa a mis hijas.

-¿Y la paloma?

-La paz y la inocencia.

La dictadura de Pinochet (1973-1990) causó más de 40.000 víctimas de distinto tipo, incluyendo más de 3.000 muertos o desaparecidos.

Este horror sucedía mientras el almirante posaba junta a la niña de la paloma y mientras pintaba al óleo, en otra escena, en el jardín de su mansión, y mientras en la sala, en otra escena del afilado montaje de Berzosa, peroraba de filosofía (“El que más leído es Ortega”; “Schopenhauer lo amarga mucho a uno”; “¡¡Marx no es un filósofo, es un pseudofilósofo!!”) o de geopolítica (“Franco se eleva por sobre cualquiera de los políticos europeos de este siglo”), en el sofá de su salón con su esposa sentada a su lado, en silencio menos cuando le preguntan a qué se dedicaba antes del golpe y responde que llevaba un hogar de la Marina para niños… tarda unos segundos en encontrar la palabra: “vagos”. Este horror sucedía mientras Berzosa y su ayudante de dirección, la periodista Chantal Baudis, interrogaban a los generales sobre cosas banales, que como bien dijo Arendt son las cosas del mal. El jefe de la aviación, Leigh, que según Daniel Berzosa le pareció a su padre más listo y precavido, definía la situación de Chile como “un periodo de descanso político nacional” y afirmaba: “Yo no acepto la violencia bajo ninguna de sus formas. Sería el primero en abandonar mi cargo si yo pudiera comprobar una violencia sobre cualquier ser humano de este país”. Lo afirmaba y bajaba la mirada, pues pecaba. Y en su estupendísima residencia enseñaba sus pajaritos en sus jaulas, su hobbie, y en el salón escuchaba música clásica con su esposa de porte, estilo y belleza jacquelinesca, de sonrisa permanente y washingtoniana, con su esposa que, también, apenas habla pero cuando habla se intuye bien inteligente y poseedora del don de la ambigüedad. Cuando le preguntan cómo es él -delante de él- responde: “Nervioso. Y un encanto”. Sonrisón. El horror de Chile sucedía mientras Berzosa le preguntaba “¿Qué es la democracia chilena actual?” al director de Carabineros, el general Mendoza, y el militar, este más tosco, respondía: “Trataré de definírsela en muy pocas palabras: chilena, pragmática, auténtica, autoritaria”.

El almirante Merino pintando en el jardín de su mansión.
El almirante Merino pintando en el jardín de su mansión. Instituto Nacional de lo Audiovisual de Francia

Toda esta banalidad retrató magistralmente Berzosa entre enero y marzo de 1977 en Chile, con una libertad de movimientos y un acceso a fuentes que solo se explican porque el régimen se sintió seguro al tratarse de un proyecto documental de un organismo cultural institucional de la excelentísima República francesa; y también porque, en las negociaciones para los permisos, quien aparecía sobre el papel como directora era Baudis, no Berzosa, una truco para evitar que revisasen el currículum de Berzosa y viesen que estaban dando luz verde a, básicamente, un rojo antifranquista. Bastaría con que viesen su película Arriba España -hasta la actualidad el trabajo más conocido de Berzosa en su país-, estrenada solo dos años antes (1975) y en la que hacía un análisis corrosivo del franquismo con un estilo idéntico al que usó para Chile. “Arriba España es muy similar a Impresiones de Chile, solo que sin llegar a Franco”, dice Luis E. Parés, director artístico de Cineteca Madrid y el mayor estudioso de Berzosa. Porque, en Chile, Berzosa sí llegó a la punta misma de la cúpula.

-¿Para usted qué es la felicidad? -pregunta, en este caso Baudis, en el episodio cuatro, titulado Señor Presidente.

Pinochet en el jardín de su residencia con un nietecito en sus manos.

-Poder disfrutar de estos aspectos humanos que son tan grandes -responde, despachando al nene en brazos de una joven que está a su lado.

Luego, en otra escena de una entrevista formal, el dictador pasa de un tono monocorde y aburrido a una agitación de cocodrilo cuando Berzosa le hace una pregunta política, y tras despotricar contra conservadores y progresistas -para él: todos comunistas- vuelve de súbito a su modo Lorazepam y dice con una levísima, pavorosa sonrisa: “No quiero decir más, porque no me gusta hablar de los partidos políticos”. Luego define su dictadura como “una democracia autoritaria” que sacó a Chile del comunismo y lo dejó en “algo normal con libertad”, y afirma que no tiene problema en “comprimir a una ínfima cantidad de chilenos” a cambio de “darle tranquilidad” a la mayoría, en aplicar “medidas restrictivas” a “mil, dos mil, cinco mil o diez mil” si con eso protege del comunismo al resto, “9.990.000 chilenos”.

“Comprimir”, ese es el verbo que utilizó.

Entonces, Berzosa contrapone el primer plano de una mujer de edad que cuenta que la policía entró en casa y se llevó a su marido, mayor y enfermo. Cuenta que ha intentado localizarlo o al menos saber de él. Implora: “Quisiera verlo siquiera antes de morir”.

Este cuarto y último episodio termina con la voz de Budis y Berzosa diciendo los nombres y edades de personas desaparecidas. Durante los cuatro episodios, los testimonios de familiares de desaparecidos son un eje narrativo y documental. Con estos testimonios, por ejemplo, va contrapunteando Berzosa también los retratos de los generalotes: la enormidad de sus crímenes, de los crímenes que estaban cometiendo en ese preciso momento, se reflejaba con monstruosa comicidad en sus vidillas altoburguesas y sus hobbies: el amor por los caballos del carabinero Mendoza, el ruiseñor japonés del aviador, el marino -¡tan admirador de Franco como de la democracia estadounidense!- en el campo de golf, rodeado por su servicio, apretando su pequeño trasero para dar un mínimo y preciso golpe a la bola. Todas estas cosas pasan a lo largo de Impresiones de Chile entrecruzadas con los primeros planos de chilenas que repiten su tragedia de forma casi calcada, porque sus tragedias han sido absorbidas por la burocracia del pinochetismo, por un laberinto formal de papeleo y reclamaciones que cursa igual y deriva igual: en la nada, en la pura muerte.

Un sindicalista en Impresiones de Chile.
Un sindicalista en Impresiones de Chile. Instituto Nacional de lo Audiovisual de Francia

Tres meses dieron para tanto a Berzosa y a su equipo. Hasta para mostrar que incluso entre los conservadores y muy conservadores había conciencia -más o menos expresa, más o menos articulada- de que la democracia chilena abatida por el golpe no era un proyecto de totalitarismo rojo. Un obispo castrense de lo más regalón en sus palabra sobre Pinochet –”mi general es muy sencillo, muy inteligente y un cristiano de fondo”- dice a la vez que en tiempos del gobierno de la Unidad Popular, con Allende, la directriz respecto a la iglesia era “no tocarlos ni con el pétalo de una rosa”. “No hubo ningún problema, hasta aumentó el número de capellanes”, dice. Una terrateniente y su esposo exdiplomático cuentan en su finca que la reforma agraria -que, por cierto, comenzó ya antes de Allende- redujo sus dominios, lo que no les hacia gracia, pero de forma respetuosa en su ejecución. Puestos a ponerse en sus cabezas, tal vez se sintieran más a gusto con una democracia que limitaba sus antiguos privilegios que con una dictadura militar. En el documental también están el líder sindical puesto por el régimen y el contrapunto de los sindicalistas (reales) reprimidos por el régimen. A uno Berzosa le pregunta si es plenamente consciente del riesgo que toma dando su entrevista. Lo es, claro: plenamente.

Los tres meses le dieron para entrar a la sala de sesiones donde funcionaba el Senado y representar ese espacio solemne, con sus escaños vacíos, difunto en sus funciones, como el cadáver metafórico de la democracia chilena. La escena se enriquece aún más gracias a la figura del ujier, que cuenta cómo era antes con una nostalgia muy a duras penas contenida.

El ujier de la sala del Senado, vacía y sin uso desde el golpe.
El ujier de la sala del Senado, vacía y sin uso desde el golpe. Instituto Nacional de lo Audiovisual de Francia

De todo esto -y de tanto más que se ve a lo largo de cuatro horas en cuatro capítulos- no se dio cuenta el régimen de Pinochet hasta que era tarde. El equipo de Berzosa regresó a París, montó la película y antes del estreno en televisión hubo un pase de prensa. Fue invitado personal de la embajada de Chile. Daniel Berzosa cuenta que su padre siempre recordó cómo en la proyección no faltaron las risas por lo ridículo e infantil que se veía el pinochetismo -irriosorio y macabro, macabro e irrisorio- y cómo aquello enfureció al agregado militar de la embajada. El Gobierno de Chile llegó a reclamar por vía judicial que se emitiese el documental. Pero se emitió y, según añade Parés, el intento de censura redobló el interés del público y contribuyó a su notable éxito. Fue la obra que consagraba a un Berzosa que ya llevaba años siendo un realizador estrella de la televisión francesa en tiempos de muy alta calidad de los contenidos televisivos, en Francia.

Parés considera que en la carrera de Berzosa, Impresiones de Chile supone “la cristalización de todas sus búsquedas formales, estéticas y políticas”. En esta película documental llega a su punto óptimo su deseo de unir el cine político de la época con las posibilidades formales del Barroco, tan ligado a la historia cultural de España y a su decadencia imperial. Parés empezó a estudiar la obra de Berzosa en 2010 para ir más allá de lo que para él, hasta ese momento, “era como un mito que aparecía en pies de página de libros de historia del cine español”. Aquel año, el investigador se fue a París a conocer al autor y entrevistarlo mientras, durante un mes, deglutía en la Biblioteca Nacional, una detrás de otra, más de un centenar de las películas de Berzosa conservadas por el Instituto Nacional de lo Audiovisual. El experto, que al igual que Daniel Berzosa ha participado en la presentación de Impresiones de Chile en el Reina Sofía, juzga que José María Berzosa es un autor clave aún por inscribir en la historia del cine español. Lo achaca al “simple desconocimiento”, al viejo desdén por la cultura hecha para televisión y a que la cultura española “siempre ha tenido dificultades para asumir la producción del exilio, quizá por tener una visión muy territorial”. El responsable del programa de cine del museo, Chema González, espera que su proyección en el Reina Sofía en el contexto de la memoria del golpe ayude a empezar a recuperar a Berzosa, una figura que permanece “fuera del canon” y que, según su criterio, es necesaria para entender la línea española de cine “heterodoxo” donde se sitúan ahora autores como Albert Serra u Oliver Laxe.

Daniel Berzosa dice que su padre no estaba dolido por la falta de reconocimiento en España. Cuenta que no era una persona que se preocupase demasiado por los laureles públicos. “Era un intelectual puro. Lo que le importaba era el rigor en el razonamiento”, dice.

En un artículo de El País sobre su obra, de 1983, José María Berzosa definía su arte de una manera bella y abstracta, “como una cierta impresión de libertad”. La libertad que encontró en la televisión francesa para desarrollar su talento y experimentar con él de un modo que no hubiera sido posible en su país.

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