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Albert Serra: “Una serie de televisión siempre deja la impresión de haber perdido el tiempo”

El director estrena ‘Pacifiction’, un filme “preapocalíptico”, rodado en la Polinesia francesa y aclamado en Cannes, con el que dice adiós al cine de época para observar la oscuridad que domina el presente. “Al lado de mis películas, todas las demás son infantiles”, afirma

El director de cine Albert Serra, en el patio interior de su casa en París, a mediados de julio.
El director de cine Albert Serra, en el patio interior de su casa en París, a mediados de julio.Léa Crespi
Álex Vicente

Empecemos por la superficie. Lejos del look de dandi encorbatado al que nos tenía acostumbrados, Albert Serra viste una camiseta de mujer con estampado inspirado en los diseños de Versace. Es una copia de marca barata (y gallega) que se compró durante un viaje en el que le perdieron la maleta. Iba rumbo a Los Ángeles, donde tenía una reunión con Jim Carrey para proponerle un proyecto que no salió. Calza espardenyes, las clásicas alpargatas catalanas de esparto, pero en un modelo negro y exclusivo que diseñaron solo para él. El encuentro es en su casa de París, un pequeño piso de estilo Haussmann cerca del cementerio de Père-Lachaise, en los gentrificados barrios del este de la capital francesa, que comparte, por turnos, con su productor portugués. Es el día más caluroso de lo que llevamos de verano y el cineasta está atrincherado en el interior, con las persianas bajadas, esperando a que llegue la hora de la cena. También será su almuerzo y su merienda. En realidad, será la única comida del día: desde hace unos meses, el director, de 46 años, sigue una dieta basada en el ayuno intermitente y la “cronoalimentación”, régimen que aplica los biorritmos de la fisiología humana a la nutrición. “Me lo recomendó Michel Hazanavicius, el director de The Artist, en un festival en el que coincidimos. Puedes comer de todo, pero concentrado en pocas horas. Solo el azúcar está prohibido”, explica Serra, que ya ha perdido “unos 12 o 13 kilos”.

Puede parecer un detalle frívolo, pero ayuda a entender la extraña sensación de encontrarse frente a un hombre distinto al de la última vez. Se ha quitado las gafas de sol, que pronunciaban un desapego respecto al mundo que parecía congénito, y se muestra más comedido en las formas, menos inclinado a escupir titulares de impacto (“esto mejor no lo escribas”, solicitará un par de veces para no herir la sensibilidad de amigos y familiares), aunque se le acabe escapando alguno. Del mismo modo, en su nueva película parece enseñar una cara distinta como cineasta. Después de dedicar filmes a varios mitos de la civilización occidental —de los Reyes Magos a Luis XIV, pasando por Don Quijote, Drácula o Casanova—, Serra deja atrás el peculiar cine de época que le dio la fama, siempre contemplativo y algo abstruso, para ponerse a observar nuestro funesto presente.

Su séptimo largometraje, Pacifiction, que se estrena en cines el 2 de septiembre tras ser aclamado en Cannes, supone un cambio de rumbo. Esta vez, Serra navega hasta Polinesia, donde Francia realizó casi 200 ensayos nucleares secretos entre 1966 y 1996. El protagonista de la película es De Roller, un alto funcionario que representa al Estado francés en la antigua colonia, que teme una explosión de ira entre la población cuando un rumor empieza a correr por el archipiélago: alguien habría avistado un submarino, lo que deja presagiar una reanudación inminente de las pruebas atómicas. Pacifiction transcurre en ese paraíso perdido, un decorado de postal turística de colores saturados, un paisaje adulterado donde el improbable turquesa del océano podría tener origen radiactivo, los buenos salvajes de Rousseau se han reagrupado en bandas mafiosas y las virginales polinesias a las que retrató Gauguin han sido sustituidas por mujeres trans.

Desde el mirador de Serra, ese paraíso está corrompido, en proceso de descomposición acelerada, un probable efecto secundario de las fuerzas de esa modernidad occidental que tan bien describía su cine anterior. “Es una película sobre el trash contemporáneo. Cualquier paraíso actual es un paraíso perdido al que ya han llegado el turismo y el capitalismo, donde la gente se vende y se compra”, confirma Serra, que no quiso idealizar ese territorio de ultramar. “En realidad, Tahití es un lugar muy puritano, controlado por los evangelistas, donde casi no se consume alcohol y nadie enseña los pechos. No es la Polinesia de los cuadros de Gauguin. Eso ya no existe”.

Benoît Magimel y Pahoa Mahagafanau, en 'Pacifiction', de Albert Serra.
Benoît Magimel y Pahoa Mahagafanau, en 'Pacifiction', de Albert Serra.

Pacifiction podría ser la película más osada de Serra y, a la vez, también la más convencional. La más ambigua y enigmática, al estar guiada por la paranoia de un protagonista que empieza a dudar de su cordura, pero también la más narrativa. Por una parte, lo importante ocurre fuera de campo, como ya sucedía en Liberté, su proyecto anterior, una orgía nocturna protagonizada por libertinos expulsados de la Francia de Luis XVI en la que reinaban las elipsis, los puntos de vista múltiples y la desconexión entre sonido e imagen. Por la otra, Pacifiction se apoya, más que nunca, en el relato: su punto de partida no desentonaría en un thriller político al uso. Por si fuera poco, la protagoniza una estrella del cine francés como Benoît Magimel, revelado en La pianista, de Michael Haneke, antiguo galán de elegancia escuálida que ha madurado hasta convertirse en un hijo espiritual del Gérard Depardieu más maduro (y entrado en carnes).

¿Estará avanzando el cine de Serra, contra todo pronóstico, hacia una relativa convencionalidad, por impropia que parezca esa palabra si la aplicamos a un cine tan extraterrestre como el suyo? “No creo que sea un filme convencional. Pero, de alguna manera, tienes razón: esta es la película donde hay más argumento. Se desarrolla a partir de una serie de temáticas que reverberan de manera coherente y hacen avanzar la historia”. Tras filmar 540 horas de rushes en los 26 días que duró el rodaje, Serra acabó eliminando una subtrama criminal que no funcionaba, protagonizada por Sergi López, lo que explica la exigua presencia del actor catalán en el montaje final. “No se lo tomó mal. La corté porque era demasiado típica, como salida de una serie. Mi obsesión es crear imágenes únicas, originales. Si no, ¿de qué sirve ir al cine a estas alturas? ¿Para qué desplazarse a una sala cuando puedes ver lo que quieras en casa por una centésima parte del precio de una entrada, cuando una suscripción a Netflix cuesta menos de 10 euros al mes? ¿Qué debes ofrecer al espectador para que decida hacer ese esfuerzo?”.

“El cine, cuando no imita a la tele, genera incomodidad, incomprensión, frustración y rabia, que a mí me parecen reacciones deseables”

Para Serra, el lenguaje impuesto por las plataformas se ha convertido en una lacra. Todo el cine, incluido el de autor, se ve obligado a responder a un nuevo dogma narrativo si no quiere quedar condenado a la irrelevancia. “El cine ha asimilado totalmente el modo de pensamiento de las series. Cuando ves cine en una plataforma, ante la primera dificultad paras la película y la cambias. Todo está pensado para que eso no suceda, porque todo el sistema se vendría abajo”, dice Serra, que sabe que Pacifiction presenta varios retos para el espectador, como “la lentitud”, “la abstracción de los diálogos” o “la sensación de no saber hacia dónde va la película”. Serra aspira a rodar “un cine que te desafíe, que se meta contigo, que te tome el pelo y te lleve a otro mundo”. Sabe que es una apuesta minoritaria, pero está convencido de que se trata de un nicho en expansión. “Cada vez habrá más público para este tipo de películas. En el cine, en los libros y en el arte, igual que en la vida, cuando no hay dificultad desaparece la sensación de placer, de satisfacción. Una serie, por muy buena que sea, siempre deja una sensación de vacío, una impresión de haber perdido el tiempo. Es una experiencia que sabes que no aporta nada. El cine, cuando no imita a la televisión, genera incomodidad, incomprensión, frustración y rabia, que a mí me parecen reacciones físicas deseables”.

De manera inédita en su filmografía, su nueva película cuestiona varios asuntos de actualidad, de esos que colman titulares. El primero es el debate poscolonial, inevitable en un escenario como la Polinesia Francesa. “No tengo nada que decir sobre ese tema, que me parece que está lleno de clichés. Fui a Tahití con la única voluntad de oponerme a los estereotipos y no de denunciar lo mucho que les puteó el colonialismo, aunque pueda ser verdad. Al revés, cuando llegué me pareció que nadie trabajaba en exceso, que mucha gente vivía de las ayudas del Estado francés: los mismos que los aplastaron son los que ahora los mantienen”, responde Serra. “Esa es mi metodología. Si un día hiciera un documental sobre Trump, intentaría pensar qué calidades tiene esa persona, incluso para un votante de izquierdas que detesta su forma de pensar”.

El segundo asunto es la crisis climática y la destrucción del planeta, paulatina pero demoledora, que vehicula la trama nuclear. Aunque, de nuevo, de poco sirve esperar que del cerebro de Serra salga una idea tibia, mansa o consensual. “La energía nuclear siempre me ha parecido buena. No te expones a que los rusos te cierren el grifo, nadie te molesta. Por algo todos los países ricos del mundo la tienen”, responde, pese al subtexto crítico que parece contener su película. “Claro, los franceses podrían hacer los ensayos nucleares en el Marais de París y no en Polinesia. En eso podemos estar de acuerdo, pero no invalida que la energía nuclear sea deseable”, puntualiza. El omnipresente debate sobre el género también aparece en la película a través del magnético personaje de Shanna, remedo trans de las vahinés de Gauguin, cómplice de las pesquisas del protagonista (y, sin lugar a dudas, su amante). Es lo que la cultura polinesia define como māhū, una persona asignada como hombre al nacer que ejerce roles tradicionalmente femeninos, como la hospitalidad y los cuidados. “Tienen una función social, sirven en familias donde no hay mujeres y son muy respetados. Los homosexuales no pueden entrar en la iglesia, pero los māhū, sí”, relata Serra.

Una página del guion de la película 'Pacifiction' anotada por Albert Serra.
Una página del guion de la película 'Pacifiction' anotada por Albert Serra.

Como reza el viejo aforismo marxista, Pacifiction describe una realidad sólida que se desintegra hasta disolverse en el aire. Serra esboza un panorama desolador. “El poder está cada vez más alejado de la gente, hasta el punto de volverse abstracto. Los ricos son cada vez más ricos, y los pobres, cada vez más pobres. No parece que esto vaya a acabar bien. Desde hace 20 años, todo empeora de manera exponencial”. La suya es, en cierta manera, una película “preapocalíptica”. “Es algo que no descarto. No parece que la situación esté bajo control. Sobre todo en Europa, que es el lugar más desorientado de todos. Nuestros líderes se limitan a parlotear”, afirma, antes de enseñarnos 1.237 páginas con la transcripción de los diálogos de la película, improvisados a partir de instrucciones que daba por pinganillo a los actores, y dos centenares de folios con notas de visionado, a partir de las que trabajó en el montaje durante siete meses. Se permite entonces un único desliz megalómano en más de dos horas de conversación: “Al lado de mis películas, todas las demás son infantiles”.

“El apocalipsis es algo que no descarto. Nada parece bajo control. Sobre todo en Europa, el lugar más desorientado de todos”

Semanas más tarde, nos volvemos a encontrar en la oficina de su productora, Andergraun, situada en la cuadrícula del Eixample de Barcelona, en los bajos del local de la fundación de su socio, Lluís Coromina, un industrial de Banyoles con quien forma un tándem peculiar: nacieron el mismo día, pero reza la leyenda que su película favorita es Troya, la de Brad Pitt. El director acaba de rodar las primeras secuencias de Tardes de soledad, su próximo proyecto, centrado en la tauromaquia: “Voy sin ideas preconcebidas. No defiendo nada y no quiero sentir ninguna empatía, pero me interesa la espiritualidad de los toreros”. Será su regreso a España después de tres incursiones en el cine francés, que lo acogió como un genio desde su debut, Honor de cavalleria, rodado en digital por 300 euros y seleccionado en la Quincena de los Realizadores de Cannes, mientras aquí se insistía en tratarlo como un enfant terrible sobreactuado y algo daliniano. “En Francia, la financiación de mis películas es más fácil. Me dejan hacer lo que quiera, por abstracto y largo que sea. El francés es un modelo a copiar. No parece que les haya ido mal defendiendo la excepción cultural”. ¿Se marchó también por orgullo, cuando allí era tratado como un mesías y en su país como un clown (o, peor, un augusto)? “Eso me daba igual. Los que creyeron que no iba en serio se equivocaron, pero no doy importancia a lo que la gente piense de mí. Lo único que me importa es que mis películas existan”.

Serra llegó a la capital catalana a los 17 años desde su Banyoles natal, una ciudad de 20.000 habitantes situada a una veintena de kilómetros de Girona, para estudiar Filología Hispánica y Teoría de la Literatura en la Universidad de Barcelona —le dejaron marca profesores como Jordi Llovet y Nora Catelli—, además de cursar dos años de Historia del Arte. “Quería ser filólogo o historiador, pero se requería demasiada disciplina. Ser director me pareció más divertido”, recuerda. No se planteó ir a una escuela de cine. “¿Acaso existen las escuelas de rock and roll?”, respondió una vez. “Yo no era hijo de ricos. Hacia los 25 años, mi padre me dijo que me pusiera a trabajar”, recuerda Serra. Su progenitor tenía una empresa de distribución de jamón y queso. Su madre es modista. Uno de sus abuelos era herrero y el otro era payés, “el último que araba con burro en toda la comarca”.

Serra se hizo cinéfilo “gracias a La 2″. Todavía tiene las cintas de VHS que grababa con las películas de Aki Kaurismäki. “El cine radical cambia vidas. Yo quería hacer películas como esas e incluso vivir como sus personajes”, recuerda. Es decir, en una especie de sacerdocio artístico, en una soledad escogida. “No tengo familia ni gastos. No quiero tener nada que me distraiga”, sostiene. “Soy muy poco familiar, incluso ideológicamente. Creo más en la familia artística. Es otro tipo de fraternidad, como las familias de caballeros o el ejército”. Su admirado Karl Lagerfeld solía decir que su vida privada no ocupaba más del 5% de su tiempo. “La mía, no más de un 4%”, dice Serra, para no ser menos que su ídolo. “Pero hay algo que nunca he contado para explicar mi vocación”, añade. “De pequeño, leía sobre gente que salía en el periódico, mientras que yo era anónimo. Me di cuenta de que yo también quería salir en el diario. Sentía un deseo de ascenso o de relevancia social. Y ese deseo es más decisivo de lo que parece, porque es muy persistente. Es mucho más fuerte que las dificultades materiales que te encuentres para realizarlo”, confiesa, apurando una copa de cava antes de marcharse a Banyoles a pasar el fin de semana. Nunca le ha gustado pasarlo en Barcelona, donde esta ave nocturna solo sale de lunes a jueves. En los minutos de descuento, Serra suelta una frase que no quedará nada mal en su epitafio: “El fin de semana es cuando sale la gente normal”.

‘Pacifiction’, de Albert Serra, se estrena en cines el 2 de septiembre. Toda su filmografía anterior puede verse en Filmin.

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Sobre la firma

Álex Vicente
Es periodista cultural. Forma parte del equipo de Babelia desde 2020.

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