Josefina Vicens, escribir para que se sepa que no escribimos
Las dos novelas de la escritora mexicana, publicadas en 1958 y 1982, desmontan todos los clichés en torno a la unidad de la obra narrativa, el estilo literario, la documentación previa o la construcción de los personajes
Al igual que Juan Rulfo, Josefina Vicens sólo necesitó dos libros para convertirse, a ojos de muchos de nosotros, en una de las escritoras mexicanas más importantes del siglo XX. De esos dos libros, Los años falsos (1982) es el más accesible; su protagonista se llama igual que su padre, y, cuando éste muere accidentalmente en una fiesta manipulando un revólver, el hijo pasa a convertirse, a pedido de él, en “ayudante” del político para el que el padre trabajaba, se enreda como él en los hilos de la corrupción, se queda con una de sus amantes, se envilece. El hijo se convierte en el padre; sin embargo, esta transformación no sólo es producto de una imaginación barroca, sino también de una visión de la masculinidad que, tras la muerte del padre, convierte al hijo en “el hombre de la casa” y, así, en el garante de lo que llama la división entre “el prepotente y ruidoso mundo de los hombres” y “el sumiso y mínimo de las mujeres”. “Yo sentía que estaba en todo mi derecho de prolongarte, de prorrogarte, de imitarte, hasta de calcarte si me daba la gana”, dice el hijo al padre, pero esa “prolongación” es también la del orden violento y corrupto que el segundo le ha dejado en herencia.
Vicens escribió más de 90 guiones de cine y cientos de artículos periodísticos, fue activista política y tuvo una vida pública que no excluyó la amistad de algunos de los escritores mexicanos más importantes de su tiempo
José García —”nombre mediocre, vida mediocre y profesión mediocre”, resume la escritora Sara Mesa en su prólogo a esta edición— también “preferiría no hacerlo”, pero no puede evitarlo; está casado, tiene hijos, está agobiado por las dificultades económicas y se siente “obligado” a escribir, para lo cual lleva dos cuadernos, uno en el que anota todo lo que se le viene a la cabeza y otro en el que espera plasmar una obra literaria con el material del primer cuaderno que considere que “puede interesar”. “Mi propósito, al principio, era escribir una novela. Crear personajes, ponerles nombre y edad, antepasados, profesión, aficiones. Conectarlos, trenzarlos, hacerlos depender a unos de otros y lograr de cada uno un ejemplar vigoroso y atractivo o repugnante o temible”, admite, pero también reconoce que no tiene imaginación; la suya es una “impotencia de escribir” y otra “mayor aún, de no escribir” que hacen que, cuando su hijo mayor le pregunta si su novela “acaba bien”, él le responda: “¡No soy escritor! No lo soy; esto que ves aquí, este cuaderno lleno de palabras y borrones no es más que el nulo resultado de una desesperante tiranía que viene no sé de dónde. Todo esto y el resultado será, en último caso, muchas páginas llenas y un libro vacío. No es una novela, hijo mío, ni acaba bien”.
Vicens (Tabasco, 1911-Ciudad de México, 1988) publicó El libro vacío en 1958; que su segunda novela sólo viese la luz en 1982 podría inducirnos a creer que para ella también la escritura era terreno pantanoso: sin embargo, escribió más de 90 guiones de cine y cientos de artículos periodísticos, fue activista política y tuvo una vida pública que no excluyó la amistad de algunos de los escritores mexicanos más importantes de su tiempo y la obtención del prestigioso Premio Xavier Villaurrutia. El libro vacío y Los años falsos son novelas existencialistas —García no puede escribir pero tampoco puede dejar de escribir, y esta doble imposibilidad da cuenta de lo que para esa corriente filosófica es la condición del hombre—, pero no son productos de época: ambas, en especial la primera, son novelas tremendamente actuales en las que Vicens desmonta uno tras otro todos los clichés en torno a la unidad de la obra narrativa, el estilo literario, la importancia de documentarse para escribir, el lenguaje como herramienta (“¿Cómo harán los que escriben? ¿Cómo lograrán que sus palabras los obedezcan? Las mías van por donde quieren, por donde pueden”), la construcción del personaje, el verosímil, el progreso en la novela.
“Si encontrara una primera frase, fuerte, precisa, impresionante, tal vez la segunda sería más fácil y la tercera vendría por sí misma”, se dice García; de tener un poco de sentido común, comprendería que el principio según el cual quien escribe debe hacerlo “de lo que sabe” es, como toda prescripción literaria, un engañabobos que conduce a las personas a escribir tonterías; de ser sólo un poco inteligente, podría darse cuenta de que —como Tristram Shandy, como los personajes de Samuel Beckett, de Enrique Vila-Matas y de César Aira, como el Oblómov de Iván Goncharov que hasta la página 150 no consigue salir de la cama— su dificultad para empezar es garantía de que nunca tendrá que enfrentarse a las dificultades de terminar algo. García no sabe que, como escribió Ezra Pound, “nadie que esté vivo sabe lo suficiente como para escribir”, pero alcanzará esa certeza por el más espinoso de los caminos y ya no podrá aspirar a no escribir sino a que su no-escritura sea “un dejar de hacerlo”, algo “absolutamente distinto, terriblemente distinto” a no escribir. Al final, sólo podrá consignar una “pequeña victoria” (“Hoy hace exactamente ocho días que no escribo. (…) Recuerdo que el pasado miércoles estuve a punto de escribir y pude evitarlo”), pero tendrá que escribir que no ha escrito para que quede constancia de ello, con lo que su triunfo se convertirá en derrota. Y a esa derrota, que es toda una victoria de su autora, debemos una de las novelas más hermosas de la literatura latinoamericana.
El libro vacío / Los años falsos
Prólogo de Sara Mesa. Tránsito, 2023
308 páginas. 22,90 euros
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