Sara Mesa: “La familia es una amenaza”
Pasó de publicar en la Diputación de Badajoz a ver cómo Isabel Coixet prepara la adaptación al cine de ‘Un amor’. En su nuevo libro, el humor matiza el desasosiego que recorre toda su obra
Conduce un viejo Clio de color blanco, distraídamente. No le preocupa tanto el destino como el camino. Siempre ha sido así. Después de todo, “son las pequeñas decisiones las que hablan de ti”, dice. “Las grandes suelen hablar por los demás. Las guía, en el fondo, aquello que se espera de ti”, dice también. Sara Mesa parece hablar consigo misma cuando escribe. Trata de explicarse el mundo. “Para mí, la ficción representa la vida tal y como yo la entiendo. No es una construcción paralela que la explica. Yo aprendo y profundizo en la vida a través de lo que leo y lo que escribo”, añade. Cambia de marcha, clava sus ojos azules en el espejo retrovisor. ¿Quiere eso decir que su ficción guarda secretos a simple vista? “No invento nada. Para mí, la imaginación consiste en interpretar. Interpreto papeles. Como una actriz. Aquí, por ejemplo”, explica, y señala el ejemplar de La familia (Anagrama) que hay sobre la guantera, “soy todos los niños”, responde.
Los niños son los cuatro niños de la familia —también llamada el Proyecto— de Padre y Madre —Damián y Laura—, una pareja obsesiva y controladora, en realidad, un napoleónico y despreocupadamente cruel admirador de Gandhi dedicado a fingir que es un distinguido abogado entregado a causas humanitarias, y una mujer atrapada en algo que en algún momento debió parecerle una buena idea. Uno de ellos, Martina, es, como ocurre a menudo en la obra de Mesa, una recién llegada, el foráneo —el doctor Tejada de Un incendio invisible; Isidro, el profesor que finge serlo en Cuatro por cuatro; la traductora protagonista de Un amor— que se sumerge en una comunidad cerrada con sus propias y asfixiantes reglas. El resto, Rosa, Damián Hijo y el pequeño Aquilino, representan distintas versiones del Hijo, entendido universalmente, abriéndose camino en la totémica y marcial jungla de un pequeño reducto del mundo decidido a erigirse contra el mundo.
“No entiendo por qué la palabra familia está connotada positivamente, como el amor, o la felicidad. Debería tener una connotación neutra, como el trabajo. Porque las hay buenas y malas. En el fondo, implica convivir con personas que no has elegido, y que pueden hacerte daño. Una familia puede llegar a funcionar como una secta. Y hasta que no se está fuera, no se es consciente de que lo que pasaba dentro no tenía nada de bueno”, dice. Pone el intermitente. El coche acaba de entrar en Tomares, la pequeña población cercana a Sevilla —apenas ocho kilómetros— en la que reside desde hace 20 años. Aquí, algunas vecinas saben que es escritora, pero no porque lean la prensa, sino porque alguien la entrevistó para una publicación local, de la misma manera en que se entrevista “a cualquiera que se haya publicado su propio libro”, cuenta. Abre la puerta de su casa. Corre a saludarla Alice, el cruce de bretón que adoptó hace siete años.
No pueden sospechar en Tomares que, al otro lado del charco, Sarah Jessica Parker posó con un ejemplar de la edición estadounidense de Cuatro por cuatro cuando la prestigiosa The Happy Reader —revista que incluye una única entrevista en profundidad con lectores famosos— se pasó por su casa. Ni que Isabel Coixet va a llevar al cine Un amor (con guion coescrito por la directora y Laura Ferrero). La propia Sara no acaba de creérselo. “Siempre he sufrido el síndrome del impostor. Me asusta que me lea alguien que admiro. Y me cuesta creer que se diga de mí que impongo, o que doy miedo. ¡Si soy una payasa! ¡Me paso el día haciendo stickers! Mantengo mi vida al margen de lo que hago, eso sí. Pero aquí todo el mundo sabe de mí. No escondo nada”, asegura. Aunque su nota biográfica es tan mínima que Thomas Pynchon la hubiese firmado. Apenas informa de que nació en Madrid, en 1976, y de que “desde niña, reside en Sevilla”.
Su tendencia a aislarse se ha acrecentado este año —no sabe si habrá presentaciones de La familia; prefiere conceder entrevistas por escrito (esta es una excepción) y no va a posar para fotografías en la medida de lo posible—, en parte, porque ha descubierto el bien que le hace a su escritura no alterar las rutinas. “Ir a nadar, pasear a Alice, cuidar de las plantas, las buenas ideas se te ocurren cuando dejas vagar la mente mientras haces algo que para ti es mecánico. Me di cuenta de eso durante la pandemia. Tengo la sensación de que La familia es la más sólida de mis novelas, la más densa, porque la escribí sin distracciones, en siete meses, durante el confinamiento”, considera. Hay en ella, opina, “una carga mucho más emocional”, como si al opacarse como figura, su literatura se volviera más transparente, y hasta juguetona, luminosa, divertida. “Quiero que mi vida se oscurezca para que crezcan mis libros. Que sean ellos lo único que importe”, sentencia.
Luji, su gato metomentodo —”se me pasea por encima del teclado, y a veces reescribe palabras”, cuenta sonriendo—, maúlla a cada rato, mientras Alice dormita junto a una pequeña librería repleta de poemarios que corona una cabeza de muñeca sin ojos. La encontró en Los Encantes, en Barcelona. La llamó La Enriquez en honor a Mariana Enriquez porque “da un poco de miedo”. Además de libros, libros por todas partes, hay en su casa una pequeña colección de figuras de animales, carteles de películas —Freaks y Ocho y medio—, un original de Sonia Pulido, discos, muchísimos, y máscaras, de Colombia, de Arequipa, tiene hasta un alebrije mexicano, y collages hechos por ella misma. “Soy malísima, pero me encanta”, dice.
Existe una constante en su obra desde sus inicios —que ella fija en 2008, cuando publicó su primer libro de cuentos, La sobriedad del galápago, hoy tan inencontrable como el segundo, No es fácil ser verde, y el tercero, su primera novela, El trepanador de cerebros— que, además de con los abusos de poder, tiene que ver con la doble vida de los personajes. Los personajes fingen llevar una vida corriente mientras esconden otra que les avergüenza profundamente. “Empatizo irremediablemente con esa vergüenza. A veces pienso que dentro de mí hay una niña que aún espera que la riñan, sin razón”, asegura. Por eso, quizá, si ha existido un autor que dirigiera sus primeros pasos, los pasos de alguien que leyó Crimen y castigo con 12 años y que se tomaba las novelas de Agatha Christie como “cosas que estaban ocurriendo de verdad mientras las leía”, ha sido Franz Kafka.
En parte hay en La familia un homenaje velado al autor de La metamorfosis —y, en la forma, al clásico chiflado y salvaje de Christina Stead, El hombre que amaba a los niños, y al canibalismo sentimental de Ivy Compton-Burnett— y no únicamente por el impresionismo de la prosa y su extrañeza y desubicación, sino porque intenta acercarse a la que fue, dice, su gran tragedia: la familia. “Kafka siempre quiso escapar de sus padres, y cuando lo consiguió, enfermó y murió. Su gran drama no fue el hambre, ni la guerra, ni la enfermedad. Fue su familia. Lo único que quería era escribir, y la familia no hacía más que tratar de impedírselo, porque siempre tenía que estar haciendo otra cosa. Lo que quería el resto”, expone. Admite que su literatura tiene algo de kafkiana. Pero también, que Kafka no ha tenido ni un solo seguidor. “Abrió un camino que nadie siguió porque lo que hizo solo podía hacerlo él”, observa.
Sobre la mesa hay una caja de cartón con algunas fotografías, carnés de biblioteca —el suyo en otro tiempo, el de su hijo cuando era un niño—, recuerdos en forma de lo que parecen libros autoconfeccionados, y sus notas del instituto. Las hojea en busca de su calificación en Lengua y Literatura, en 1º de BUP. “¡Un suficiente!”, señala divertida. “Empecé a escribir cuando mi hijo tenía siete u ocho años, y yo 29 o 30, porque antes me resultaba imposible. Estaba sola con él, y tenía un trabajo que ocupaba buena parte del día. Publiqué mis primeros libros en editoriales muy pequeñas (Troppo, Everest, la Diputación de Badajoz). Para mí, que estuvieran en librerías ya era un milagro. Partía de cero absoluto. Estaba buscando mi camino, pero me faltaba confianza. Y entonces Herralde se cruzó en mi senda. No se cruzó él, sino el Premio Herralde. Envié Cuatro por cuatro el último día, por correo electrónico. Cuando me llamó no me lo podía creer”, recuerda.
A partir de entonces, todo cambió. “Puedo decir que Herralde me cambió la vida. Me permitió explorar mi universo. Me dijo: ‘No tengas prisa’. Y me dio carta blanca. Confió en mí, y, al hacerlo, me dio una confianza que no me podía dar nadie. El sector editorial puede ser duro y confundirte si no tienes la confianza de alguien así”, afirma. Su escritura se fue asentando, piensa, entonces. Se llenó de colores, y matices. Apareció Cicatriz, novela “hermana”, considera, de Un amor —y no de sus favoritas, precisamente: “Es curioso, los libros que menos me gustan son los que más gustan a los lectores”, confiesa—, y aparecieron los cuentos de Mala letra —hermanos de los cuentos de La familia hasta el punto de que algunos, ‘Picabueyes’ o ‘Nosotros, los blancos’, parecen extensiones de aquellos—, y poco a poco fue condensando sus historias, que, desde Cara de pan tienen más aspecto de cuentos largos.
“A todo lo que me preocupa, en los últimos libros he añadido el asunto del lenguaje. Lo que se dice y lo que no. En La familia es muy evidente porque es una herramienta de control”, aclara. “Se diferencia entre el lenguaje de la calle y el de casa, y eso ya me parece una manera de separarte de quien eres fuera”, añade. Hay algo lorquiano en La familia, “esa idea de que fuera puede ocurrir lo que sea, el mundo progresa, pero dentro está detenido”. De ahí que le aterre “la sentimentalización de lo doméstico y la reivindicación de las raíces”. Detecta en ellas “un elemento reaccionario”. “Crecer es irte desprendiendo de capas de ti mismo, capas que has creado para complacer a los demás y que han hecho que olvides quién eres en realidad. La familia es una amenaza constante para la parcela propia del yo íntimo que debe defenderse porque, volver a encontrarse una vez te has perdido, cuesta mucho”, explica.
Cae la tarde en Tomares, la luz se atenúa, y la escritora habla del humor —también un elemento recién llegado a lo que ella misma llama el Territorio Sara Mesa—, presente sobre todo, “en el choque de mundos entre niños y adultos”, y de las horas que dedica a leer cada día —entre tres y cuatro— ahora que ha dejado el trabajo para dedicarse por completo a la escritura. Entre lo último que ha leído destaca La broma infinita, de David Foster Wallace. “Un gran admirador de Kafka. Todos los escritores que me gustan lo son”, asegura.
Estos días se apresura a explicar que ha dejado de teñirse para que nadie se extrañe cuando la vea. Quiere lucir, algún día, espera que no lejano, una melena gris. ¿Que por qué ha desaparecido Cárdenas en sus libros? “Un editor extranjero lo buscó en el mapa, y parece que hay un lugar en La Rioja que se llama así, y no quiero confundir a nadie”, contesta. Cárdenas no existe más que en su cabeza, el Territorio Sara Mesa.
‘La familia’. Sara Mesa. Anagrama, 2022. 232 páginas. 18,90 euros. Se publica el 14 de septiembre.
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