El secuestro de Gernot Egolf
En 1976, los jóvenes Andreas Leiner y Joachim Müller llevaron a cabo un desastroso crimen que conmocionó a Alemania
Se dice que los secuestros más peligrosos para las víctimas son los oportunistas, aquellos perpetrados por “aficionados” convencidos de que será un asunto fácil. Andreas Leiner y Joachim Müller, los autores de uno de los secuestros que conmocionaron Alemania a mediados de los años setenta, eran lo que diríamos dos pringados. Y unos oportunistas.
Ambos vivían en Homburg, en el Estado del Sarre. Amigos desde la infancia, Andreas Leiner, el que por lo visto tomó la iniciativa, tenía 22 años, trabajaba en un bar y estaba endeudado, porque había provocado un accidente con un coche robado en el que murieron su novia, un amigo y otras cinco personas quedaron gravemente heridas. Lo condenaron a un año de libertad condicional y a pagar una indemnización de 80.000 marcos, unos 40.000 euros. Joachim Müller, 21 años, era un tipo acomplejado, que se sentía siempre menoscabado. A duras penas terminó la escolarización, estaba fichado por la policía y lo habían expulsado del ejército, donde se había alistado voluntario, por robo. Deudas también tenía.
En una conversación de bar, se les ocurrió que una posible solución a sus problemas económicos sería secuestrar a alguien. El primer escollo, dónde esconder a la víctima, lo resolvieron rápido. Gracias a su breve paso por el ejército, Müller se acordó de que cerca de Homburg quedaban los restos de un búnker del Westwall, la línea de defensa en la frontera oeste de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Ya tenían el qué, el dónde y el por qué era evidente, faltaba un quién. La primera idea fue secuestrar al director de la cervecera local Karlsberg, pero no veían el modo, el cómo. Así que Andreas Leiner pensó que sería más fácil secuestrar a su sobrino, Gernot Egolf, a quien conocía vagamente de los locales nocturnos de la ciudad.
Haciéndose pasar por otra persona, quedaron con él para salir una noche de copas. Aunque al llegar al lugar acordado, Egolf no se encontró con quien esperaba sino con Leiner y Müller, se subió de todos modos al coche; le apetecía salir y conocía a Andreas Leiner. Por lo visto, cuando pararon en una zona boscosa y le dijeron que lo estaban secuestrando, Egolf pensó que era una broma, hasta que, a punta de pistola, lo metieron en el bunker, que medía 15 metros cuadrados y tenía una altura de solo 1,50, y lo dejaron encadenado allí. Era el 19 de octubre de 1976.
A partir de aquí empieza otra cadena, esta de errores, despropósitos y una indiferencia imposible de explicar. Porque Leiner y Müller no tenían un plan muy claro. Pidieron, por supuesto, rescate a la familia, dos millones de marcos. Exigieron también que no se llamase a la policía. La familia avisó a la policía, que tampoco parecía tener un plan.
Así, por ejemplo, aunque en las llamadas telefónicas se apreciaba la poca profesionalidad de los secuestradores y que estos hablaban en dialecto de la zona del Sarre, ignoraron esta pista; así como el hecho de que Gernot Egolf se moviera por círculos bastante turbios de la ciudad, lo que les debería haber dado la idea de peinar determinados ámbitos locales, aquellos en los que precisamente se habían conocido la víctima y el secuestrador. No lo hicieron.
Tampoco se consideró necesario hacer un rastreo exhaustivo de la zona, a pesar de que tanto los lugares propuestos para la entrega del rescate como los matasellos de las cartas enviadas a la familia eran de pueblos de la región, algo que delimitaba el radio de acción de los secuestradores.
Tampoco funcionó especialmente bien la comunicación con la familia, a veces porque los secuestradores no cumplían con los horarios que ellos mismos proponían, otras porque distorsionaban sus voces hasta el punto de hacerlas incomprensibles, otras por los nervios de los familiares. Tras una discusión telefónica en la que el padre de Gernot acabó insultándolos, se propuso que el pastor Siegfried Wagner, de Homburg, actuara de intermediario. Parecía, además, aconsejable que un consejero espiritual fuera quien hablara con unos secuestradores cada vez más erráticos. Pero, por lo visto, Wagner tenía otras prioridades. Por esas fechas se celebraba en Speyer un sínodo en el que se discutía el presupuesto de las parroquias evangélicas del Sarre y no le pareció oportuno que alguien lo sustituyera en esa “importantísima” reunión. De modo que cuando los secuestradores llamaron para concertar una nueva entrega del rescate, Wagner no estaba en casa. Fue su mujer quien les cogió el teléfono y les dijo que llamasen por la noche. Enfadados y desconfiados, cuando por fin logran hablar con el pastor ya no tenían ganas de negociar con él.
En realidad, ya no tenían ganas de nada. El secuestro cada vez les interesaba menos. Lo que es peor, su víctima también. Si antes ya pasaban poco por el búnker para darle de comer y beber, además de hacerle escribir cartas a la familia, ahora apenas se acercaban. Se iban olvidando de Gernot Egolf, que ya llevaba tres semanas encerrado.
También con indiferencia reaccionó Ingrid Stengel, con quien Joachim Müller tenía entonces una relación, cuando él le confesó lo del secuestro. Encogimiento de hombros. A ninguno de los tres les preocupaba en absoluto el estado de Egolf. Nada, ninguno de los tres pareció sentir nada. O más bien lo sintieron como algo molesto que preferían tener apartado de sus pensamientos. Cuando Leiner y Müller se animaron por fin a ir, encontraron el búnker inundado por las fuertes lluvias y a Egolf muerto. Enterraron el cuerpo y, ya puestos, volvieron a pedir rescate.
Por entonces se había hecho público el secuestro y los padres ofrecieron una recompensa a quien diera alguna información sobre su hijo. Tal vez fuera recompensa, tal vez su nueva pareja, pero Ingrid Stengel, que se había separado de Müller, decidió abandonar su mutismo y declarar ante la policía. El 8 de diciembre detuvieron a Müller y Leiner, quienes desvelaron el paradero del cuerpo de su víctima. La autopsia reveló que Gernot Egolf había muerto de frío a finales de noviembre. En las cinco semanas que lo tuvieron encerrado, había perdido quince quilos de peso.
Un año después, en diciembre de 1977, el juicio se celebró en Saarbrücken. La crónica recoge que Joachim Müller dijo: “Ahora tengo perfectamente claro que todo fue una mierda”. Cuando el fiscal le preguntó por qué no lo pensó en su momento, la respuesta fue: “Me he estado haciendo la misma pregunta durante un año” y es fácil imaginar que tras decir esto se encogió de hombros, con esa obtusa indiferencia que tanto él como Leiner, y también Ingrid Stengel, mostraron hacia ese hombre aterido, desnutrido y encadenado en el bunker.
Joachim Müller fue condenado a cadena perpetua. Andreas Leiner se había suicidado en la cárcel antes del juicio. Ingrid Stengel fue tratada como testigo. Eran tres pringados. Tres cualquiera. Horroriza constatar su frialdad, la crueldad, la absoluta indiferencia ante el dolor de los demás. Es incomprensible. Es inhumana. Es pavorosa.
Rosa Ribas es autora de novela negra. Su último libro es ‘Lejos’ (Tusquets).
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