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‘El caballo ciego’, una narración de perfección asombrosa

El tiempo hace justicia a la escritora Kay Boyle, corresponsal de ‘The New Yorker’ perseguida por el macartismo. Esta novela de narrativa perfecta es una verdadera joya

El caballo ciego
Kay Boyle, en la lista negra del macartismo, comparece ante Subcomité de Derechos Constitucionales del Senado junto a su esposo, Joseph M. Franckenstein (al fondo), en 1955.Bettmann (Bettmann Archive)

De pronto, al cabo del tiempo, una novela despierta muchos años después de su aparición e ilumina la literatura. Kay Boyle (Minnesota, 1902) es una de esas mujeres escritoras y activistas que instalan su juventud y su talento en Europa en los años de la generación perdida —a la que se negó a pertenecer— junto con otras valerosas escritoras emblemáticas del medio siglo. Volvió a Norteamérica en 1941 y regresó a Europa en 1946 como corresponsal de The New Yorker, fue víctima del macartismo, se retira a San Francisco y, a pesar de sus numerosos libros y lucha social, acaba siendo más bien desconocida. Hasta que el tiempo la saca a la luz como autora, entre otros relatos y novelas, de El caballo ciego, una obra maestra absoluta, una verdadera joya, una narración de perfección asombrosa.

El sustento del relato es una relación a tres —no el clásico trío, sino un triángulo familiar de tres vértices: pa­dre, madre e hija—. La madre es el personaje fuerte, consciente, ordenado por la norma y el sentido común, afectuosa y dominante. El padre, Caby, es el personaje débil, un pintor fracasado sin muchas agallas, simpatizante del alcohol, cuya necesidad de despuntar de alguna manera es el origen de sus errores. La hija, Nan, es una joven a la espera de los 18 años para emanciparse: voluntariosa, luchadora, necesitada de reconocimiento. La madre, que pertenece a una familia de criadores de caballos, no tiene nombre: es la madre.

Caby, en su enésima metedura de pata, compra a su hija un caballo, deseado por la chica, y la engañan: Brigand es un caballo de caza, nada especial, mas para la chica lo es todo. Y entonces surge una calamidad: el caballo se vuelve ciego de un día para otro. La escena es un prodigio. El dictamen de la madre, del veterinario y hasta del mozo de cuadra es que deben sacrificarlo, por lógica y por compasión. Pero Nan se opone con todas sus fuerzas. Este punto de la narración despliega el nudo dramático. La madre luchará por imponer su sensato criterio, el padre por redimirse de su error y de su relación con ambas mujeres, tan fuertes y tan distintas en la etapa vital de cada una, y Nan se empeñará en salvar a su caballo tratando de hacerlo útil, su única posibilidad. ¿Qué es esta historia sino una lucha de voluntades y sentimientos, sino una representación perfectamente simbólica de la lucha por la vida?

Toda gran obra literaria depende de la elección feliz por el autor del elemento que la conduce. Pongamos un ejemplo: la genialidad de dos relatos extraordinarios como El regreso del soldado, de Rebecca West, o Una dama extraviada, de Willa Cather, reside en la soberbia elección de narrador. Igualmente, la genialidad de El caballo ciego se decide en la elección de los tres personajes del triángulo; porque la decisión de desarrollar la historia por el triángulo madre-padre-hija posee un formidable caudal de opciones vitales, de lucha de voluntades. Ello y, por supuesto, la sensibilidad creadora y expresiva de Kay Boyle y su admirable elección de los detalles de esa lucha de cada uno por tratar de ser cada uno.

Hay sentimiento, y poderoso, en toda la novela, pero sin pizca de sentimentalismo. El uso de las voces es magistral: un narrador central inidentificable, los pensamientos de los tres personajes sorprendentemente bien insertos en esa voz narradora, y los diálogos externos. El modo en que estos tres ejes se relacionan refuerza la expresividad del relato, lo enriquece, lo tensa según se necesita, y la lectura es fascinante, no se puede dejar. La complejidad de los personajes, así tratados, los aleja de todo estereotipo y los enfrenta en una impredecible relación de poder que no excluye el afecto. ¿Quién impondrá su sentimiento?

La escritura de El caballo ciego, de gran riqueza y emoción literaria, tiene estupendas cualidades descriptivas. Así, por ejemplo, dice de Caby que se retiraba a leer por la mañana, tras levantarse y hacer sus abluciones, con “una paz suave, bien afeitada y provista”. De la madre: “Sentada, con las rodillas separadas para que se secara la lluvia de su falda de tweed, les hablaba mientras fumaba un cigarrillo con aire distraído, solo concentrada en parte en su comunicación con otros seres y en parte en sus meticulosas ideaciones mientras contemplaba el fuego del hogar”; y padre e hija, inmóviles en el sofá, “parecían no ver oír nada, no ver nada, como las personas que en hospitales y en cárceles aguardan el veredicto sin esperanza, pero con una entereza sorda y dócil”. Y de Nan: “Ninguna clase de sabiduría humana puede devolverle (al caballo) la vista, pensó mientras abría el portón; se quedará ahí temblando, paralizado por el miedo, en ese estado de ceguera incurable y terror incurable hasta que lo sacrifiquen”; pero, más adelante, el narrador cuenta: “De noche, el portón del establo se abría (…) y él salía con ella, ciego y maravillado, al mundo infinito, un mundo lentamente reconstituido y recobrado”.

Suprema elegancia, suprema precisión, supremo uso de la sugerencia.

Portada de 'El caballo ciego', de Kay Boyle.

El caballo ciego

Autora: Kay Boyle.


Traducción: Magdalena Palmer.


Editorial: Muñeca Infinita, 2022.


Formato: tapa blanda (168 páginas, 18,95 euros).

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