‘Gato’ Fernández, la revelación del cómic argentino: “Tengo depresión pero no soy una persona triste, uso el escudito del humor”
Se llama Cecilia y se fue de casa huyendo de un padre abusador y de la indiferencia de su madre. ‘La sombra de la cucaracha’, el libro en el que volcó su experiencia, llega ahora a España
Hay dos gatos. Uno es Kiwi. La otra, una hembra de nombre Uber, estuvo a punto de llamarse Clona. La palabra no alude a nada que tenga relación con las clonaciones, sino a un fármaco con propiedades ansiolíticas: clonazepam.
—Me salva la vida. No puedo vivir sin clonazepam. Cuando estoy pensando cosas terribles de mí misma, del mundo, me tomo un clona y al rato todo es mucho más liviano.
Sería arbitrario —o estigmatizante— partir de ese punto si no fuera porque lo primero que hace Cecilia Gato Fernández cuando sube al ascensor que lleva hasta su departamento, un cuarto piso en el barrio de Villa Crespo, Buenos Aires, es hablar —no demasiado en serio— de su “depresión crónica”; o si no fuera porque las “cosas terribles” que piensa sobre sí misma y sobre el mundo están en el centro de su obra reciente como motor desgraciado e inspiración inversa: “Todxs mis psicoanalistas (…) coincidieron en que poder dibujar y escribir es lo que me salvó de la locura o el suicidio”, escribe en el epílogo.
El Fondo Nacional de las Artes es un organismo público argentino que entrega un premio para creadores de distintas disciplinas. En 2020, el premio se circunscribió por primera vez a obras de ciencia ficción, fantástico y terror (lo que generó polémica, puesto que muchos consideraron inadecuado dejar fuera el realismo en aquel momento de inicios de la pandemia), y admitió, también por primera vez, a la novela gráfica. Cecilia Gato Fernández, de 34 años, resultó ganadora de esa categoría con una historia en la que el terror no está encarnado por entidades diabólicas sino por personas, y no acontece en una pavorosa dimensión oscura sino en un departamento de clase media.
—Yo tengo depresión pero no soy una persona triste. Uso el escudito del humor para muchas cosas. Cuando era pobre no decía “soy pobre”, decía “soy rica en carencias”. Y fui muy pobre cuando me hui de la casa de mi vieja, a los 20 años. Me sentía completamente en peligro en esa casa. Entonces me escapé.
La vida antes de ese escape es lo que cuenta el primer volumen (habrá tres más) de La sombra de la cucaracha, el cómic ganador de aquel premio del FNA, que fue publicado en Argentina por Historieteca, en Italia por Comicaut, en Francia por iLatina, y que publica ahora en España Astiberri. Con el subtítulo En la casa hay fantasmas, está protagonizado y narrado por una niña de cinco años llamada Lucía que vive en el departamento de su abuela paterna con su hermano, su madre —psicoanalista— y su progenitor, un hombre llamado Alberto. Alberto —así en la vida como en el cómic— abusa de Lucía desde que ella tiene cinco años. Lucía es Cecilia Fernández. Alberto es su progenitor. La sombra de la cucaracha es una historia autobiográfica.
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En la sala del departamento, un foco desnudo de bajo consumo derrama una luz impersonal. Hay una cantidad desproporcionada de sillas apiladas en un rincón y varias cajas de mudanza. El escritorio es un mueble blanco impoluto sobre el que se apoya la computadora. No hay mesa para comer, ni televisor, ni libros. El estado de transición es algo que conoce bien: desde que dejó la casa materna se mudó más de 20 veces. Habla repasando el costado del tabique nasal con el nudillo del dedo índice, un gesto que parece ayudarla a enhebrar una historia que, perfectamente organizada en la novela gráfica, en la oralidad se esparce de manera arbórea con piezas que encajan trabajosamente: el recuerdo de los dibujos que hacía de chica deriva en la forma en que su progenitor perdió todo su dinero —”su familia tenía bares, los perdió todos”—, y en una profesora de Literatura, Graciela Amalio, “mujer brillante, te pido que la nombres”, que resultó fundamental en su gusto por la escritura. Sus padres, a quienes en la novela gráfica muestra enzarzados en peleas de violencia primal, se separaron después de que comenzaran los abusos, aunque no por eso. Desde entonces, ella vio a su progenitor esporádicamente hasta que a los 10 años se negó a seguir haciéndolo.
Me sentí ahogada por cómo se trata a las víctimas. Que si usaba un ‘short’, que si se lo buscó…
—Me dijo que yo era una mierda y me dejó sola en la calle. Volví a mi casa sola, asustada, le dije a mi vieja que no lo quería ver más. Por cinco años no lo vi y me insistieron a los 15 para que lo viera. Yo estaba con mi hermano y, con la excusa de darme un abrazo, mi progenitor empezó a refregarse contra mí y me decía: “Ay, qué tetitas chiquitas tenés”. Lo empujé. Lo puteé. Y mi hermano me dijo: “Bueno, no fue para tanto”. Y yo le dije: “Que te toque el pito a vos, a ver qué sentís”.
Habla del abuso sin reticencia, pero lo que está en el centro —del relato y de la novela gráfica— son los efectos colaterales: las fobias, las pesadillas, la indiferencia de los adultos.
—Yo me autoflagelaba, y después de un corte que me hice en la pierna, en el que tuvieron que darme ocho puntos, decidí dejar el colegio. Era muy difícil estudiar con mi vieja: tenía una fijación con hacerme sentir inútil. Yo estaba estudiando y ella me gritaba y me puteaba, así que dije: “Basta, no puedo más, dejo esta escuela y me busco un trabajo”.
Consiguió empleos esporádicos de los que la echaban casi siempre —”tengo problemas con la autoridad”—: hizo fotocopias en una universidad, fue recepcionista en una peluquería, vendedora de ropa en la tienda de una mujer coreana que se escandalizaba porque ella no usaba corpiño, mesera y lavacopas en un restaurante chino. En la adolescencia y la primera juventud convivían una existencia con amigas, bares, borracheras, relaciones fortuitas (”hay algo bastante común que es que cuando aceptás que fuiste abusada lo decís muchísimo. También es bastante normal que quedes asexuada o hipersexualizada. Yo a los 19 salía con forros en la cartera por si pintaba la oportunidad. Una vez me levanté a uno en el colectivo, me bajé con él, tuve sexo en la calle, y me dijo: “Ah, pero vos sos una puta”. Le contesté: “¿Y quién está acá, conmigo?”), y una vocación cada vez más evidente: dedicarse a la historieta. De modo que decidió anotarse en un taller. La Argentina tiene una tradición potente en el oficio, con nombres como H. G. Oesterheld, Solano López, Horacio Altuna, y se decidió por Horacio Lalia, un dibujante legendario.
—Me enseñó el armado de la página, la distribución, la narrativa. En el taller era la única mujer, igual que en la clínica de Trillo.
Carlos Trillo, fallecido en 2011, es uno de los mayores guionistas de la Argentina, ganador dos veces del Premio Yellow Kid al mejor autor internacional y del premio al mejor guion del Festival Internacional de la Historieta de Angulema. Ella encontró en él a un maestro sarcástico que la hizo su favorita.
—Me empezó a dar guiones suyos para que los dibujara. Enseguida se interesó en lo que hacía. Mi primera historieta la publiqué por él, en Italia. Se llamaba Pizza china.
—¿Tu madre que decía de ese trabajo?
—Mi vieja tenía una cosa muy ambigua. Me apagaba la computadora mientras yo laburaba y me decía: “Podrías hacer algo útil como limpiar la casa”. A mis 20 años empecé a tener alucinaciones táctiles. Mi fobia son las cucarachas, y sentía que me subían cucarachas por las piernas. Ya no veía a mi progenitor abusador, pero me llamaba 14 veces al día y me hablaba como si yo fuera la expareja. Le contaba eso a mi vieja y ella decía que le iba a hacer una carta documento. Pero nunca la hacía. Me decía que no le hiciera caso, que era como un tipo en el tren que se masturba mirándome, que mientras yo no lo mirara estaba todo bien. Un día empezó a hablar de cuánto había sufrido mi hermanito porque no había tenido un modelo paterno, y dijo como al pasar: “Bueno, también estaba el tema de que Alberto te tocaba y abusaba de vos”. Y pensé: “Si ella no hizo la denuncia, si no hizo nada, es porque no es tan importante”. Cuando pensé tan claramente eso me dije: “Yo estoy muy mal”. Ahí decidí irme, porque me sentía completamente en peligro.
Recuerdo con detalle la violación que sale en el libro. La dibujé en un ataque de pánico, gritando y llorando
Lo planificó todo y, cuando estuvo segura de estar sola para evitar un acto violento de su madre, se fue. Se llevó la computadora, un bolso con libros, otro con ropa y, como quien ya sabe qué quiere hacer, un álbum de fotos.
—Ese álbum lo usé mucho cuando hice el libro. Yo quería que mi progenitor fuera lo más parecido posible a como es. Es uno de los dos personajes que conservan el aspecto y el nombre real. La otra es la primera psicóloga que me atendió, que sacó el tema del abuso demasiado rápido, pensando que yo estaba dispuesta a hablar, y lo que hice fue no querer hablar nunca más. Por eso puse su nombre verdadero. A cuántas nenas más, abusadas, les habrá hecho lo mismo.
—¿Viste a tu madre después de irte de esa casa?
—No la vi durante 11 años. Cerró mi cuarto con llave, le dijo a mi familia que yo tenía problemas con las drogas y que me había ido por eso, y a los amigos de la familia que me había ido de vacaciones al sur, de mochilera con una amiga. Viví en cuartos alquilados, en altillos. No tenía un peso. Levantaba cigarrillos de la calle para poder fumar. Fraccionaba fideos durante semanas para comer. Me acostumbré.
Todo lo que sigue fue un dominó: una pieza que cae sobre la otra y termina —o continúa— en La sombra de la cucaracha.
En su blog, que no actualiza desde hace una década, pueden verse los dibujos que hizo desde 2006, pero 2012 marcó el fin del blog y el comienzo del profesionalismo: empezó a publicar en Fierro, una revista emblemática de la historieta argentina, y en Clítoris, una publicación de corte feminista editada por Mariela Acevedo.
—Yo siempre tuve una mirada feminista sin saber que era feminista. Pero yo hablaba mal de la Clítoris porque decía que el feminismo era el machismo al revés. Y un amigo me dijo: “Sos una boluda: tenés una revista que defiende esos pensamientos que vos tenés, ¿y la criticás?”. Y dije: “Sí, soy boluda”. Empecé a meterme en la Clítoris, a hablar con Mariela. Lo que pasó después fue que me sentí ahogada por tantas muertes de mujeres y por la forma en que se hablaba de las víctimas: que si usaba un short, que si se lo buscó. Quise hacer algo, y como solo conocía a dos activistas feministas, Mariela Acevedo y Rocío Fernández Collazo, las llamé.
Pasé 11 años sin ver a mi vieja. Le dije que en todos los libros iba a hablar mal de ella, que no los leyera
En 1983 se había realizado en la Argentina una intervención artística y política llamada Siluetazo, que consistió en dibujar siluetas humanas simbolizando a los 30.000 desaparecidos que dejó la dictadura comenzada en 1976. Rocío Fernández Collazo propuso actualizar esa intervención dibujando siluetas que representaran a mujeres asesinadas. Era 2015 y Cecilia Fernández hizo el flyer para la primera convocatoria: dibujó a una mujer sobre un charco de sangre en cuyo cuerpo podían leerse frases como “Usaba shorts”, “Tenía escote”, “Andaba sola”. El dibujo se viralizó. La primera convocatoria reunió a 500 mujeres. La segunda, 1.000. Los Siluetazos se transformaron en los precursores del movimiento #Niunamenos, cuya primera marcha se realizó a fines de ese año y se expandió por toda América Latina.
Fernández seguía viviendo a salto de mata, con empleos precarios, pero parecía haber encontrado algunos sitios: la historieta, el activismo feminista. En 2016, un grupo de mujeres acusó de abuso y violación a Cristian Aldana, cantante de la banda El Otro Yo —sería condenado a 22 años de prisión—, y Fernández ofreció su ayuda para apoyar a las denunciantes. Un día, mientras acompañaba a una de las mujeres a hacer su declaración en la Fiscalía, preguntó por primera vez —después de todos esos años, y todos esos cortes en las piernas, y todas esas fobias— si era posible denunciar a su progenitor. Le dijeron que no, que la causa había prescrito. Pero poco después una abogada le aseguró que podía. Tenía 29 años cuando radicó la denuncia. Su progenitor, su madre y su hermano prestaron declaración, negando que hubiera habido abuso, o diciendo que no lo recordaban. La causa se cerró en 2017 por falta de pruebas. Para entonces, ella ya estaba haciendo un libro. El guion le llevó pocos meses. El dibujo le costó “tres dolorosos años, llenos de ataques de pánico, depresión, ansiedad y un lavaje de estómago”.
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Hay poca escenografía en La sombra de la cucaracha: el departamento de la abuela, algunas veredas de Buenos Aires, el jardín de infantes. Un universo claustrofóbico que se expande en mundos imaginarios, a veces oníricos (Lucía se sueña en un burdel en el que trabaja como prostituta), a veces fantásticos (Lucía juega a ser superheroína enfrentando monstruos con una espada), o en alegorías en las que aparecen cucarachas y ratones antropomorfos sexuados.
—Los ratones tienen que ver con la sexualidad, pero por otro lado son como la represión de recuerdos. Sabía que iban a ser los que le taparan los ojos a Lucía para que no recordara la mayor parte de los abusos o las violaciones.
Fernández trabaja con la violencia explícita —las peleas entre el padre y la madre; las frases bestiales de la abuela: “Tu mamá es una negra de mierda, no la tenés que querer”— y con el silencio, tensándolo en viñetas mudas que condensan la desesperación. Pero es la ambigüedad el elemento más inflamable del cómic: la madre es psicoanalista, culta, canta y baila con sus hijos, les compra historietas, y también les cuenta cuentos eróticos protagonizados por Popeye y Olivia, o desoye todas las alertas cuando, por ejemplo, la madre de una amiguita de su hija le advierte que acaba de escuchar un diálogo alarmante entre las nenas (Lucía deja entender a su compañera de juegos que su papá la toca debajo de la ropa). El abuso es un jadeo permanente, aunque se explicita solo dos veces, la primera en seis viñetas lúgubres: la nena duerme, el progenitor está al otro lado de la puerta a punto de comenzar su devastación, y en el final de esa escena, mientras el progenitor se mete en la cama de Lucía, aparecen los ratones sexuados que, tapándole los ojos, le dicen: “No veas, para esto sos muy chiquita”. A vuelta de página, Lucía está en el jardín de infantes, escuchando música, dibujando.
—Las dos cosas son parte de su vida. Sí, es una nena abusada. Y sí, al otro día va al jardín, y se sienta a dibujar con la maestra. Yo quería las dos cosas pegadas. Porque es así en la vida real.
El segundo abuso tiene lugar sobre la mesa del comedor, y en ella los ratones no ciegan ni reprimen, dicen: “Perdón, Lucía, esta vez vas a tener que ver”, y se quedan para asegurarse de que tenga los ojos bien abiertos.
—La única violación explícita que hay es esa, que yo me acuerdo con lujo de detalles, y la dibujé en medio de un ataque de pánico, gritando y llorando. Fue muy difícil. Pero todo lo hice con una intención. De hecho, yo iba a publicarlo en una editorial española muy grande, y me criticaron todas esas decisiones. Por ejemplo, el punto de vista. Siempre es el de la nena, pero lo más común es que en el libro autobiográfico el punto de vista sea el de una persona adulta recordando el pasado. Yo decidí que la voz en off narrara el presente de la protagonista, para que el lector viera solo lo que ella puede interpretar a la edad que tiene. Me parecía más interesante que estar explicando desde una mirada adulta. Pero la gente de España me decía que no se entendía que después de ser abusada la nena fuera al jardín de infantes, que el personaje de la madre era muy ambiguo. Y yo decía: “¡Precisamente: es ambigua!”. Al final me dijeron: “Lo que tenés que demostrar con este libro no es que sos una nena abusada, sino que sos una buena autora”. Hasta ese momento yo había llevado bien la conversación, pero ahí empecé a llorar. Les dije: “Disculpame, no, gracias”. Y después apareció Astiberri.
Tenés que demostrar que sos buena autora, no una nena abusada”, le dijo un gran sello español. Y se fue
El primer volumen de La sombra de la cucaracha —cuyo título original argentino, El golpe de la cucaracha, proviene de la expresión francesa le coup de cafard, que alude a tener una depresión profunda— termina con Lucía imaginando que trepa a una montaña y, escoltada por los ratones, levanta su espada que refulge bajo las estrellas. Sin embargo, lo que sigue a eso no es refulgente.
—A veces me da un poco de miedo que falten tres libros más. Pero creo que lo peor ya pasó, porque ahora el personaje de Lucía crece y cada vez es más capaz de defenderse. En un momento, mi vieja empezó a buscarme. Tuve que aceptar que yo quería tener una relación con ella. Le hice prometer que no va a leer los libros, pero le dije que si íbamos a tener una relación tenía que saber que yo iba a escribir cuatro libros y que en todos iba a hablar mal de ella. Y lo aceptó. Fue terrible en muchísimas cosas, pero también me moría de ganas de decirle: “Che, aprendí a hacer milanesas”. Yo hago una diferencia entre madre-padre-progenitor-progenitora. Por mucho tiempo ambos fueron mis progenitores. Si bien ahora llamo a mi progenitora “madre”, realmente continúa siendo mi progenitora. Pasaron demasiadas cosas para que pueda tomar el lugar de madre. Pero ahora es una progenitora que tiene para ofrecer cosas buenas. Nos llevamos bien, y puedo decir que hay cariño. Eso es mejor que nada. Por mi progenitor siento… repulsión. Asco.
—¿Sabés algo de él?
—Vive en un refugio para gente de la calle. Se endeudó, quedó en la calle.
—¿Cómo sabés que vive en un refugio?
—Porque cuando fue a declarar por un juicio que quería hacernos, tenía domicilio en un refugio.
—¿Qué juicio?
—Nos quiso hacer una denuncia por abandono de persona a mi hermano y a mí.
En la Argentina, los ejemplares de La sombra de la cucaracha que se ofrecieron en preventa se entregaban con un fanzine que incluía una serie de autorretratos de Fernández. En la contratapa llevaba esta inscripción: “Para mí, el autorretrato es una terapia de desahogo. No está en mis planes dejarme ahogar”.
—¿Por qué la nena de la historieta se llama Lucía?
—Para poner un poquito de distancia —responde rápido.
E inmediatamente después:
—Lucía es mi nombre. Me llamo Cecilia Lucía. Pero ya nadie me llama así.
De lo cual se desprende que así la llamaban.
‘La sombra de la cucaracha. En la casa hay fantasmas’. Gato Fernández. Astiberri, 2022. 104 páginas. 14 euros. Se publica el 26 de mayo.
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