Un grupo de peruanos lucha contra la contaminación por metales en una demanda pionera
En 2006, residentes de La Oroya demandaron al Estado de Perú por permitir que un complejo metalúrgico afectara su salud. El veredicto de la corte IDH puede sentar precedente en Latinoamérica
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A Maricruz Aliaga, una enfermera peruana de 28 años, vivir al lado de una fundición metalúrgica le cambió la vida. Desde pequeña, ella y su familia tuvieron que convivir con los efectos de la contaminación por plomo, azufre, cadmio y arsénico del complejo de La Oroya, en los Andes centrales. Pero también con el rechazo y discriminación que generaba su activismo contra las actividades tóxicas de la empresa. Sus padres estuvieron entre las decenas de personas que demandaron al Estado peruano ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 2006 por violación de sus derechos.
La semana pasada, en una audiencia que abre la fase final de la demanda, la joven dio testimonio ante la Corte IDH de cómo es vivir con metales pesados en el organismo, en un entorno tóxico y bajo hostigamiento por reclamar. Se espera que en los próximos meses los magistrados emitan una sentencia que puede sentar un precedente en la región sobre el derecho a un medio ambiente sano y la obligación que tienen los Estados sobre las industrias que contaminan.
“Era penoso e impactante”, relató Aliaga acongojada durante la audiencia realizada en Montevideo. “Desde niña, en los salones de clase, cuando teníamos una plantita, los profesores nos decían que la cuidáramos como nuestra vida, pero ¿qué pasaba? Que ni 15 días duraban, pese a que la regabas y le hablabas con cariño. ¡Cuántas plantas al año mi mamá compraba para ver que crezcan, pero nunca crecían: se secaban!”. Lo que les pasaba a las plantas era solo un reflejo de las dolencias que, según su relato, sufrían los vecinos.
En su caso y el de su hermana, se les inflamaban los ojos y a menudo sufrían de alergias y granos en la piel, lo que también les costaba las burlas de sus compañeros de clase. Según contó en la audiencia, esa discriminación hizo que sus padres le cambiaran cinco veces de escuela. Mientras el hostigamiento crecía y en algunos momentos llegó a convertirse en episodios de violencia contra su familia por formar parte del Movimiento por la Salud de La Oroya, quienes presentaron la demanda ante la CIDH. Algunos residentes no creían que la fundición les estuviera contaminando y no entendían por qué se oponían a un proyecto que generaba empleos en la zona.
Cuando Maricruz tenía 13 años, su familia decidió mudarse de casa por la recomendación de un médico a sus padres de sacar a sus hijas de La Oroya por su salud. Precisamente esa experiencia fue lo que llevó a la joven a estudiar enfermería después de que ella y sus parientes no encontraran una atención adecuada a sus problemas en el sistema de salud.
Zona de sacrificio
En su intervención como perito en las audiencias de Montevideo, el relator de la ONU sobre desechos tóxicos, Marcos Orellana, explicó que La Oroya es una zona de sacrificio, es decir, una comunidad afectada por una infraestructura muy contaminante y peligrosa que genera consecuencias devastadoras en la salud física y mental.
La Oroya está entre los 50 lugares más contaminados del mundo incluidos en el reporte de marzo sobre zonas de sacrificio, elaborado por David Boyd, relator de la ONU sobre derechos humanos y medio ambiente. En 2007, la Comisión IDH otorgó medidas cautelares para garantizar los derechos a la vida, la integridad personal y la salud a 65 personas de La Oroya. Luego, en 2016, las amplió a otras 15 personas.
El complejo metalúrgico comenzó sus operaciones en 1922 a manos de una empresa privada y pasó al Estado en 1974. En 1997, el Gobierno de Alberto Fujimori lo vendió a una empresa del multimillonario estadounidense Ira Rennert, quien solía adquirir negocios que luego abandonaba declarándolos en bancarrota. La fundición dejó de operar entre 2009 y 2012 porque la compañía Doe Run se declaró en insolvencia e incumplió sus programas de adecuación y manejo ambiental pese a que el Estado le prorrogó tres veces los plazos. Nunca construyó una planta de procesamiento de ácido sulfúrico, una de sus obligaciones para seguir operando.
Desde el 17 de octubre, los extrabajadores de la refinería de La Oroya, a quienes la empresa Doe Run les adeudaba salarios, controlan legalmente el complejo metalúrgico mediante una nueva empresa. Sus representantes deben tramitar permisos ante las autoridades para volver a operar y esperan producir zinc en el primer trimestre del próximo año, y plomo a partir de mayo, entre otros metales.
Durante la audiencia ante la justicia interamericana la semana pasada, Mercedes Gallegos, una experta en legislación ambiental peruana, comentó que las primeras normas medioambientales en Perú datan de los años 90 y que, antes de ello, no hubo supervisión a la contaminación en La Oroya. Ante una pregunta de los jueces, la perito presentada por los agentes del Estado señaló que la empresa Doe Run cumplió entre un 60% y 70% de los programas de adecuación ambiental. Sin embargo, una de las abogadas de los afectados, Liliana Ávila, informó que el Estado nunca realizó una limpieza y remediación de suelos —pese a estar obligado a ello— debido a que la empresa desapareció del lugar.
Los tres representantes del Estado peruano defendieron en la audiencia que no existe una correlación entre la exposición a los metales pesados y las patologías de los habitantes de La Oroya. Uno de los peritos, el médico Jonh Astete, informó en su testimonio que en 2004 el Estado empezó a realizar monitoreo ambiental en La Oroya y de la repercusión en la salud de la población. Además, ante las preguntas de los jueces, informó de que, aunque los metales pesados solo permanecen 30 días en la sangre, pueden quedarse acumulados en los órganos hasta por 30 años.
Por su parte, el relator Orellana, también jurista especializado en derecho ambiental, sostuvo que no hay incertidumbre sobre los efectos que el plomo, mercurio y arsénico tienen en la salud. “Son elementos ampliamente tóxicos. En este caso, el impacto adverso de estos metales y metaloides es apabullante y en La Oroya ha habido contaminación por horas, días, años, décadas: eso está documentado”, manifestó.
La vida que no pudo ser
Las defensoras ambientales Rosa Amaro y Yolanda Zurita, líderes del Movimiento por la Salud de La Oroya, también declararon en la audiencia. Ambas contaron que, además de problemas de salud, también sufrieron de violencia por parte de ciudadanos del distrito que las estigmatizaron como enemigas de la empresa y de la minería. Amaro tuvo que huir de La Oroya por falta de garantías para su vida y porque a uno de sus hijos lo amenazaron de muerte si ella seguía hablando de la polución.
“Solo queríamos demostrar que sí existe contaminación; nuestro pedido de respirar aire puro ha sido considerado un delito para ellos. Quiero que se limpie mi nombre y que no sea tildado de la culpa del cierre del complejo (metalúrgico)”, dijo Amaro, de 73 años, cuando los jueces le preguntaron qué esperaba de ellos.”Solo quiero un tratamiento [de salud] abierto para todos, quiero volver a mi tierra, quiero estar allá”, añadió.
Por su parte, Zurita, una agente pastoral de 63 años, declaró que no pudo terminar sus estudios de trabajo social debido a las convulsiones que empezó a sufrir cuando era adolescente, algo que achaca a efectos de la contaminación. “Estoy perdiendo fuerzas en los músculos y tengo movimientos involuntarios en el pie: esto se relaciona con la presencia de metales en mi cuerpo: todo esto trabó mi quehacer profesional”, agregó.
Zurita recordó que en años pasados las emisoras de radio de La Oroya las tachaban de enemigas porque daban a conocer los riesgos de salud que corrían los residentes de ese distrito. “Un cabildo dirigido por un alcalde de ese entonces nos declaró personas no gratas, con nombre y apellido, y los difundieron en un diario. Lo mínimo que esperamos son disculpas públicas”, detalló.
Al término de los dos días de audiencias, el presidente de la Corte IDH, Ricardo Pérez, anunció que pedirán autorización al Gobierno peruano para una visita de campo a La Oroya antes de emitir su decisión. Gloria Cano, otra abogada de los demandantes, espera que —como en otros casos— emitan la sentencia en tres o cuatro meses. “Es un caso histórico porque es el primero ante la Corte Interamericana de obligaciones del Estado sobre un ambiente sano, el derecho a la salud y la integridad de los ciudadanos, y es importante que establezca estándares”, comentó.
Por su parte, los demandantes como Aliaga se sienten felices porque su caso haya llegado a la Corte IDH. “Por primera vez se está haciendo conocido el caso luego de tantos años de lucha, muchas veces nuestros representantes han sido la voz de protesta”, dijo. “Hoy sí me siento feliz porque fuimos escuchados. En este camino ha habido víctimas que ya no están con nosotros. Pero también estoy indignada porque los representantes del Estado nos tratan como si dijéramos una mentira. Estamos aquí solo por defender la salud de toda una población”.
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