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Las heridas que no terminan de cicatrizar para las víctimas de los ‘falsos positivos’ en el Casanare

Un documental retrata su desencanto, frustración y reparos frente a la Jurisdicción Especial para la Paz. Afirman que la verdad que piden les sigue siendo esquiva

Margarita Arteaga, hermana de una de las víctimas de ejecuciones extrajudiciales en Colombia, conocidas como 'falsos positivos'.
Margarita Arteaga en Bogotá (Colombia), el 26 de noviembre 2024.Diego Cuevas
Emma Jaramillo Bernat

Ni parques, ni monumentos, ni devolución de medallas. En el Casanare, las familias de las víctimas de los llamados ‘falsos positivos’ —asesinatos de civiles que fueron presentados por militares como bajas en combate— quieren conocer los detalles: saber qué pasó entre el momento en que capturaron a sus familiares y los fusilaron, cómo los ficharon, si los amarraron, si los torturaron, por qué.

“Por doloroso que sea, las familias necesitan esos detalles para terminar de construir la historia”, asegura Margarita Arteaga, hermana de una de las víctimas. Su voz es una de las más potentes del documental Justicia transicional: siembras de impunidad, que recoge lo que se vivió en las audiencias de reconocimiento de verdad que lideró la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) el 18, 19 y 20 de septiembre en Yopal, la capital del departamento.

En las imágenes aparecen, de un lado, las familias de las 303 víctimas de “falsos positivos” identificadas en el departamento ganadero del oriente del país. Tienen diez minutos para hablar. Del otro, en silencio, los 23 exmilitares que la JEP considera como los máximos responsables de estos crímenes. Cabizbajos, los generales, sargentos, cabos y soldados que se han declarado culpables del asesinato de los civiles que debían defender.

Para los afectados, que ellos hayan admitido su culpabilidad —la mayoría de veces leyendo un papel escrito por otros, que varias víctimas consideran que recitan como una tarea aprendida— no es reparación suficiente. Tampoco se acerca a la verdad plena que les ha prometido la justicia transicional surgida tras el acuerdo de paz con las extintas FARC.

Cuando las víctimas decidieron hacer parte de este proceso, sabían que los culpables que admitieran su responsabilidad no irían a la cárcel. Aceptaron renunciar al castigo a cambio de saber la verdad, incluso cuando la justicia ordinaria estaba a punto de condenar a los oficiales de mayor rango a penas entre los 40 y los 50 años de prisión. Sin embargo, sienten que esas respuestas no han llegado.

Margarita Arteaga muestra el retrato de su hermano, Kemel Mauricio Arteaga, asesinado en el 2007 por las fuerzas militares en el departamento de Casanare.
Margarita Arteaga muestra el retrato de su hermano, Kemel Mauricio Arteaga, asesinado en el 2007 por las fuerzas militares en el departamento de Casanare.Diego Cuevas

El magistrado Óscar Parra, relator del subcaso Casanare del Caso03 —que investiga los hechos más graves de esos asesinatos—, asegura que no todas las víctimas están inconformes, y que el mayor logro de la JEP ha sido dar cuenta de la sistematicidad de los hechos, unir las historias y romper con “el negacionismo que existía al considerar eran hechos asociados a manzanas podridas”. En un documento compartido con este diario, destaca que se ha “identificado un aparato criminal complejo al interior de la Brigada XVI, con involucramiento de miembros del DAS [la extinta policía secreta] y civiles”.

José Hilario López, un abogado que representa a varias familias y hace parte de dhColombia, la organización no gubernamental que produjo el documental, propone otra tesis jurídica: los “falsos positivos” no deberían hacer parte de la justicia transicional, ya que no se dieron en el marco del conflicto armado. “No fueron actos de guerra”, argumenta, sino hechos que evidencian su corrupción y degradación.

En la década del 2000, marcada por la lucha férrea contra las guerrillas, la presión de los altos mandos y los incentivos por lograr muertes, militares por todo el país secuestraron a jóvenes vulnerables para luego asesinarlos y presentarlos como guerrilleros muertos en combate. La JEP ha establecido que eso ocurrió cuando menos 6.402 veces, más del doble de todos los asesinatos y desapariciones cometidos por la dictadura de Augusto Pinochet en Chile. Distintas organizaciones apuntan que los falsos positivos fueron muchos más. En Casanare, víctimas y defensores señalan un subregistro de cerca de 150 casos, sobre los que los acogidos a la justicia transicional no han entregado información. El magistrado Parra destaca que en 2024 se han entregado cuatro cuerpos.

Para las víctimas, los testimonios son etéreos, ambiguos. Los exmilitares han respondido que no recuerdan lo que sucedió, que el responsable no está allí, que no sabían qué les pasaba en ese momento. Muchas veces, se contradicen entre ellos. Cuando les preguntan por las quemaduras en los cuerpos, dicen que fue el sol. “Muchas quemaduras eran terribles, en las yemas de los dedos; cortaron cabezas”, cuenta Arteaga. Sobre las marcas de golpes, argumentan que se deben a que los cuerpos se sacudían cuando los metían a los furgones, rumbo a los cementerios. “Las víctimas saben que eso no es verdad”, responde la entrevistada. Por eso, sostienen la teoría de que los exmilitares hicieron “un pacto de silencio”.

Aunque esta práctica se extendió por todo el país, Arteaga comenta que los acusados han asegurado que “en Casanare se sofisticó. Se dieron cuenta dónde estaban cometiendo los errores”. No seleccionaban las víctimas al azar: había un patrón de crueldad contra los diferentes. Elegían a los habitantes de calle, a jóvenes de la periferia, a personas con discapacidad, a campesinos. “Era un genocidio social”, añade. “Las víctimas fueron fichadas porque decidieron habitar el planeta de otra forma”. Y su hermano, Kemel Mauricio Arteaga, reunía varias de esas características: era artesano, hippie y punketo.

Margarita ha manifestado su inconformidad ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), un tribunal de justicia que surgió tras los acuerdos de 2016.
Margarita ha manifestado su inconformidad ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), un tribunal de justicia que surgió tras los acuerdos de 2016.Diego Cuevas

En la madrugada del 28 de marzo del 2007 fue raptado junto con un amigo mientras tomaba cerveza en una tienda del municipio de Tauramena. Lo llevaron hasta las afueras de Yopal y le dieron un primer disparo. Kemel cayó vivo. Un cabo lo remató con un tiro de gracia. Ese día llevaba una camiseta de Bob Marley que le cambiaron por una chaqueta de marca para presentarlo como un extorsionista. En un bolsillo le pusieron un revólver; en el otro, una granada.

“¿Ustedes qué recibieron?”, les preguntó Margarita a los asesinos apenas los tuvo al frente. “Uno me decía: es que nos dieron 15 días de permiso (...). Un premio bueno era el viaje al Caribe, o un curso en el exterior. Pero lo que no me han respondido bien era por qué mataron así, ¿de verdad por un viaje?, ¿de verdad por una caja de arroz chino? Yo todavía no concibo tal capacidad de maldad”.

Durante la última audiencia los ánimos se encendieron. Los familiares cuentan que se enteraron por medios de comunicación que el general en retiro Henry Torres Escalante, responsable de 191 víctimas, estaba sembrando árboles como acto de compensación a cientos de kilómetros de Casanare, en el Sumapaz. Aunque reconocen a la naturaleza como agente de derechos, no creen que una siembra sea proporcional a las profundas heridas causadas. “Hay daños que no se reparan con nada”, dice Margarita, pero han llegado a un consenso: el único acto reparador posible es crear una universidad pública en la región.

Desde que fue publicado el documental, el magistrado Parra se ha mantenido en conversaciones con las víctimas, sobre todo para aclarar que la siembra de árboles no era una sanción, sino un proyecto exploratorio. Señala que el 13 de diciembre la JEP le ordenó a la Gobernación de Casanare la creación de una mesa de articulación restaurativa en la que, junto a la Alcaldía de Yopal y a las víctimas, se establezca cuál sería el mejor proyecto restaurativo.

“Es que no acabaron con una sola persona”, comenta Arteaga. Las familias quedaron rotas: padres de víctimas, que llevaban décadas de matrimonio, decidieron separarse; muchas madres enfermaron, una y otra vez. Otros miembros del núcleo cayeron en “silencios muy profundos”. Hijos crecieron sin su padre, o tuvieron que negarlo ante sus compañeros de colegio, que lo señalaban de guerrillero. Lucy Yadira Ochoa cuenta en el documental: “Mi abuela murió creyendo que su hijo era un informante”. En muchos casos, no se trata solo de la verdad, sino de limpiar un nombre.

El barbudo

“Yo me voy a andar el polvo de los caminos”, les dijo Kemel Mauricio a sus padres antes de irse a recorrer Colombia, con su mochila y sus artesanías. Era un andariego. “Pero siempre volvía a casa”, cuenta Margarita. El día previo a su asesinato habló con su mamá por teléfono. Su familia, que vivía en Manizales, siguió aquella última coordenada: la llamada desde Yopal. Repartió folletos con su foto y, durante cuatro años, tapizó los postes del departamento con letreros con la palabra ‘Desaparecido’. Hasta que los contactó un grupo de abogados: “¿Ustedes son los familiares del barbudo?” Volvieron a ver su foto, pero en el juzgado penal militar del Batallón No 44 Ramón Nonato Pérez, donde figuraba como extorsionista. Entonces lo dieron por muerto.

Aparecía enterrado como NN, en Maní, otro municipio de Casanare. Las diligencias judiciales para recuperar su cuerpo tomaron otros cuatro años. En la primera exhumación, “las mamás se tiraron al suelo a rascar la tierra”. No había nada. Finalmente, la esposa del sepulturero hizo memoria: “Esos muchachos están por aquí”. Anochecía. Margarita cuenta que en esa última excavación, cuando su mamá “vio el cráneo y vio los dientes, ella dijo: ‘Esos son los dientes de mi hijo. Ese es mi hijo. Ahí está”. Los cotejos de ADN habrían de demostrar que estaba en lo cierto, en un 99,9%.

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Emma Jaramillo Bernat
Es periodista de la edición de El PAÍS en Colombia. Ha trabajado en 'El Tiempo', como editora web, y en la Agencia Anadolu, de Turquía, como jefe de corresponsales para Latinoamérica. Graduada de Comunicación Social de la Universidad Javeriana de Bogotá y máster en Creación Literaria de la Universitat Pompeu Fabra.
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