El arte del engaño
Los casos emblemáticos de falsos positivos seleccionados por la JEP han desentrañado el contenido de esos horrores. Se trataba de engañarnos a todos, de ganar la guerra matando a los que no hacían parte de ella
La guerra es el arte del engaño, decía Sun Tzu. Proverbio de estrategas que en Colombia se convirtió en abominación. En esta guerra, no se trataba de engañar al enemigo aparentando menos tropa de la que se tenía para atacar con más contundencia, o de ocultar la astucia para sorprender en la ofensiva. Se trataba de engañarnos a todos. De ganar la guerra matando a los que no hacían parte de ella. 6.402 cuerpos presentados como guerrilleros dados de baja en combate eran en realidad de civiles indefensos. Seleccionados de poblaciones mayoritariamente marginadas o empobrecidas, con la idea de que sus redes de apoyo no tendrían capacidad para desvelar el fraude, ni desvirtuar el estigma guerrillero que se consolidaría sobre ellos y sus familias.
Durante años, las fuerzas del Estado presentaron ante el mundo cifras de victoria militar que contaban combates imaginarios con inexistentes enemigos. Y que ocultaban una amalgama de atrocidades que se imponía sobre una misma persona: a la víctima se le retenía, torturaba, ejecutaba, estigmatizaba y desparecía.
Las particularidades de los casos emblemáticos seleccionados por la JEP han desentrañado el contenido de esos horrores. Nohemí Pacheco, por ejemplo, era una niña wiwa de 14 años. Vivía en el resguardo indígena Kankuamo, en jurisdicción del municipio de Valledupar, en una choza de papel y plástico con su pareja, el joven kankuamo Hermes Carrillo. Los efectivos del Batallón la Popa llamaban al territorio kankuamo, “caguancito”, en referencia a una zona de concentración guerrillera en un fracasado proceso de paz de los años 90. Mote que, sin disimulo, declaraba el estigma que condenó a los indígenas en este conflicto.
El Pelotón Dinamarca, comandado por Váquiro Benitez, y guiado por el soldado Analdo Fuentes, había llegado al resguardo a buscar milicianos del frente 59 de las Farc. Según lo estableció la JEP, Fuentes Estrada había prometido entregar a dos de ellos que nunca encontraron. Como a las dos de la madrugada, el soldado advirtió que sabía de otros, y guio al pelotón hasta el lugar en que vivían Nohemí y Hermes. Un descampado al lado de la casa de los padres de él. Entraron a su carpa violentamente, los despertaron, los hicieron vestirse y los sacaron frente a su familia. A Hermes lo amarraron y a Nohemí la amordazaron para que dejara de gritar. La niña, que estaba embarazada y no tenía zapatos, caminó junto a su pareja aproximadamente un kilómetro. En la carretera que va de Atánquez al Pontón, los obligaron a vestir los uniformes militares que tenían para ellos, mientras el comandante de la operación ordenó a los soldados que se formaran. Obligaron a los dos jóvenes a caminar de espaldas al pelotón, y les dispararon por la espalda. Hermes sobrevivió y huyó. Lo persiguieron y lo remataron con un tiro de gracia.
Ambos fueron presentados como guerrilleros del frente 59, dados de baja en combate. Informaron al país que Nohemí y Hermes habían emboscado a la tropa y habían abierto fuego primero. Para que el engaño fuera perfecto, como lo hicieron con todas las víctimas de esta práctica, implantaron en los cadáveres las armas que, para esos fines, habían comprado con anterioridad.
Antes de casarse con Hermes, Nohemí había tenido una relación con Pedro Montero. Tanto en la justicia ordinaria como en la JEP quedó demostrado que Montero se valió del soldado Analdo Fuentes Estrada, el que guiaba la operación, para matar a Hermes por haberle quitado a su mujer. El mismo Montero, después del asesinato, sirvió de testigo al ejército para encubrir el montaje. Sin rubor, y en contra de la voluntad de su propia familia, él sostuvo que la niña era guerrillera.
Esta es, como en el poema de Heine, una vieja historia que sin embargo siempre parece nueva. Puede que nunca sepamos cuántas mujeres han sido y todavía son sometidas a esas reglas impuestas a sangre y semen por los guerreros. Pero la muerte de Nohemí debería haber sido suficiente para asumir, de una vez, las discusiones pendientes sobre el lugar de la aporofobia, la misoginia y el racismo en nuestro conflicto. Y en la historia de este país.
Mientras tanto, tengo que decir que yo también morí, de alguna manera, al aproximarme a la historia de Nohemí. No lo pude evitar. En su tumba, susurraré para ella a John Donne:
Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta,
porque me encuentro unid(a) a toda la humanidad;
por eso (Nohemí), nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti
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