Jardín de trinchera
Las masacres, regadas como una llovizna de sangre por todo el país, han sido las reinas del terror en los peores años de esta guerra, y las han sufrido niños y niñas, como testigos de la atrocidad
En la Primera Guerra Mundial, soldados, capellanes y personal médico sembraban jardines en las trincheras del frente occidental con bulbos y semillas, que pedían a sus familias, y con flores y hortalizas tomadas de casas abandonadas. Keneth Helphand les llamó jardines desafiantes.
Entre todos los que hicieron jardines en esa mortífera guerra de trincheras, destacó el joven Alexander Douglas Gillespie. Poco antes de su muerte bajo fuego alemán, sugirió que los Gobiernos inglés y francés se unieran cuando llegara la paz, para crear un camino ancho y hermoso en el no man’s land desde los Vosgos hasta el mar, con senderos colmados de frutales y árboles de sombra que sanaran esa tierra desgarrada por proyectiles y alambradas. Imaginaba a hombres, mujeres y niños en peregrinación por esa Vía Sacra para que entendieran lo que significó la guerra a través del recuerdo de los caídos, testigos silenciosos de ambos lados. Sería la carretera más hermosa e interesante del mundo, para honrar y enseñar la memoria de lo sucedido.
En Colombia tendríamos que sembrar flores, frutales y árboles de sombra por todo el territorio nacional. Los guerreros de aquí no han batallado desde trincheras para conquistar los territorios, combatiendo entre ellos. El Centro Nacional de Memoria Histórica ha documentado que la disputa por el control territorial se resolvió a golpe de repertorios de terror que sometieron a la población indefensa. Las masacres, por ejemplo, regadas como una llovizna de sangre por todo el país, han sido las reinas del terror en los peores años de esta guerra, y las han sufrido niños y niñas, como testigos de la atrocidad contra los suyos.
En esta extensa guerra se ha confirmado que, como advirtió Judith Herman, los eventos traumáticos son extraordinarios, no porque ocurran raramente, sino porque superan las adaptaciones humanas a la vida. El 1 de diciembre de 2001 ocurrió uno de esos eventos a Juan Manuel Peña, un niño de apenas 11 años. El menor de los cuatro hijos de Herminda Blanco y Jairo Peña iba con ellos ese sábado desde Sogamoso, donde vivían, a Labranzagrande, a visitar a la mamá de Herminda, a la ceremonia de confirmaciones del domingo y a dar una pasada al ganado de Jairo. Pero no llegaron.
Después del peaje que hay en la zona conocida como El Crucero, el bus en que viajaban fue detenido por varios hombres encapuchados. Eran paramilitares comandados por alias Solín y alias HK bajo el mando de alias Martín Llanos. Habían planeado todo con la colaboración de miembros de la Policía y el Ejército. Después de muchas reuniones, paramilitares y agentes estatales intercambiaron información, acordaron levantar el retén que solían poner los sábados en ese sector y despejar de todo control las carreteras para dar tiempo a montar el teatro del horror, asegurar la recogida de las armas y la huida de los responsables. El Consejo de Estado determinó que tuvieron tiempo para atravesar el bus en una curva en pleno páramo de la Sarna, acomodar a sus víctimas y detener otro carro para obligar al conductor a ser testigo y mensajero del descarnado mensaje de poder: era una masacre paramilitar.
Además, advirtieron a las víctimas que los matarían como factura de la violencia guerrillera, y les hicieron saber que presumían su identidad de guerrilleros. Todos sufrieron esa deshonra. Y, excepto el primer asesinado que indudablemente padeció el pánico de la escena, los demás escucharon los disparos y el desplome definitivo de los cuerpos que les precedían en la fila. El niño Juan Manuel vivió la misma tortura. Pero a él lo dejaron vivo. No le dispararon.
Juan Manuel fue sometido a la crueldad de los asesinos. Que además de matar a sus papás, los humillaron, los despojaron de la identidad que él admiraba y de la biografía a la que debía su niñez. A cambio, grabaron el estigma en sus cuerpos y en el apellido de su linaje. Pero lo cierto es que ni él, ni Herminda, que había sido profesora 24 años, ni Jairo, que era agricultor y ganadero, ni ninguno de los 15 asesinados eran guerrilleros. Y aun así, en ese despliegue de brutalidad, lo hundieron en una guerra ajena y lo obligaron a ser héroe en un día que debió ser solo para pasear y ver a su abuela. Después de semejante suplicio, él avisó de lo que había ocurrido a su tío, párroco de un lugar cercano a la masacre, que fue el primero en llegar al lugar y en denunciar la tardanza de las autoridades, ausentes hasta pasado el mediodía.
Los comandantes paramilitares contaron en Justicia y Paz lo sucedido, y el Consejo de Estado unió las otras pruebas para revelar, además, que el agente de la Sijín que finalmente llegó al lugar, era parte de la organización criminal. Estaba encargado de esconder el armamento, pero, en una especie de karma instantáneo, se topó con el cuerpo de su padre entre los 15 asesinados.
Nuestra Vía Sacra tendría que ser una espiral. Que empezara en ese páramo, con un bosque de frailejones en flor que honrara la infancia de Juan Manuel y la de todos los niños que han sido testigos silenciosos de esta guerra sin trincheras. Que han congelado su infancia por la degradación de un conflicto que nunca les perteneció y, pese a todo, han desafiado la desesperanza con su propia vida.
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