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Bogotá
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La aislada burguesía bogotana

Las élites actuales nos equivocamos en querer que los hijos no se mezclen en ningún momento con el resto del país. Flaco favor les hacemos preparándolos para vivir contentos aislados

Fragmento de Bogotá desde el cerro de Monserrate.
Fragmento de Bogotá desde el cerro de Monserrate.Devasahayam Chandra Dhas (Getty Images/iStockphoto)

Bogotá no tiene carnaval. Eso impide que al menos por una noche se olvide que cada uno es cada cual, como dice una canción de Joan Manuel Serrat. Lo único parecido a un carnaval son los partidos de fútbol, pero allí hay graderías segmentadas por precio: en el estadio El Campín, los de la tribuna occidental y los de oriental comparten las mismas emociones a prudente distancia.

Los hijos de la burguesía (tengo tres en ese grupo) nacen aislados en un área pequeña de la ciudad, desde la calle 63 hasta la 150 y de la avenida Caracas hacia el límite de los cerros. De allí los llevamos los fines de semana para clubes, casas de recreo y fincas. No hay un sitio donde jueguen con otros niños que no sean de esa zona de la ciudad.

Los torneos intercolegiados de deporte del país no los tocan, pues tienen su propia organización, la Unión de Colegios Internacionales (Uncoli). Los colegios internacionales, por razones de precio y de legado, funcionan como un nicho al que es difícil de acceder, similar a la tribuna occidental del estadio El Campín.

A la postre, cuando lleguen a la universidad y aparezcan estudiantes de todos lados y todas las clases sociales, provenir de un colegio internacional (inclusive si es de otra capital), será un diferenciador clave. Ratificará que, como dice el dicho, todos los colombianos somos iguales, pero unos más iguales que otros.

Así se afianza un sistema muy bogotano, que es el pre-networking. Una de las destrezas más importantes de cualquier ser humano es su capacidad de conectarse con los demás en redes de muchos tipos. Vienen a la mente los clubes ingleses, la peñas taurinas españolas, los rotarios y leones americanos, las asociaciones deportivas alemanas. Muchos de ellos son formas de diferenciarse, claro está, pero otros son formas de conectarse con gente de distintas proveniencias y hacer networking.

En el caso bogotano, estar pre-conectados con sus pares evita a nuestros hijos desarrollar una destreza: conocer continuamente gente distinta. Es una limitación importante en cualquier carrera profesional. La forma de compensarla es enfatizar el valor de la pre-conexión. Eso, sumado a que para muchos puestos de trabajo es crucial hablar inglés, e inclusive para los mejor pagos, crea y perpetúa la escala laboral: arriba una especie de nube para los chicos bogotanos pre-conectados. Abajo el resto. Es una caricatura, claro está, pero en lo básico es cierta.

Ese mecanismo de aislamiento enlaza desde la guardería y el kindergarten, hasta la universidad y los puestos más altos de la vida laboral, los sectores productivos y los cargos directivos del Gobierno.

Alfonso López Michelsen, el expresidente, de quien se decía que era “paño inglés y desdén”, dedicó su novela Los Elegidos a este tema. Como le escribió el también expresidente Alberto Lleras Camargo, luego de la publicación del libro: “En La Cabrera debe haber una tumba abierta para ti” (agosto 14, 1953), pues había puesto el dedo en la llaga de ese comportamiento de clan cerrado y serrano de las familias del barrio La Cabrera.

La educación religiosa de antaño y el servicio militar cumplieron por muchos años la función de juntar gente de muchos barrios distantes y de todas las zonas del país. A los barrios bogotanos de nuestra infancia llegaban, en la época de intensa urbanización, entre los años cuarenta y ochenta del siglo pasado, familias provenientes de diferentes orígenes y regiones. La mía venía del Tolima y Cundinamarca.

Los amigos del barrio eran hordas de 20 o 30 niños y niñas jugando por las tardes, indiferenciados por las profesiones o estatus de sus padres. Era una sana institución de mezcolanza.

No así para los niños que hoy encerramos en los edificios, en barrios casi sin parques, que juegan en clubes campestres y dejaron de pasar vacaciones en los pueblos. Para ser justos, la educación y la vida segregada es un problema en todas las ciudades del mundo.

Las élites actuales nos equivocamos en querer que los hijos no se mezclen en ningún momento con el resto del país. Flaco favor les hacemos preparándolos para vivir contentos aislados y perpetuar el aislamiento, tan pronto tengan a sus hijos.

Otro asunto peculiar es el vestido. Gabriel García Márquez lo advirtió a su llegada a Bogotá, cuando dijo que era la ciudad que más le había impresionado en la vida, porque todos los hombres vestían de negro, con sombrero y no había mujeres en la calle. Desde los años cuarenta, sobre los que describieron García Márquez y López Michelsen, mucho ha cambiado, pero una circunstancia permanece. Los bogotanos nos vestimos igual de abrigados todo el año.

Como entre las cuatro y las seis de la tarde la temperatura desciende a veces diez grados centígrados, y puede haber un aguacero torrencial a cualquier hora del día, el bogotano de cualquier clase social está preparado para abrigarse.

¿Por qué eso es importante? Porque la mayoría de países y ciudades del mundo tienen al menos tres meses del año en los que hay bastante calor. Eso lleva a usar ropas vaporosas en el caso de las mujeres, bermudas para los hombres y hace que las sandalias sean un calzado admisible. El calor y la liviandad veraniega emanan un desgaire y relajación en el vestir, una informalidad y descuido que apaciguan los estereotipos de la vestimenta.

No es así en Bogotá. Los 365 días del año nos ponemos los mismos zapatos, similares pantalones, faldas, camisas y chaquetas. Digo más, las bogotanas nunca están mal peinadas, pues hay salones de belleza casi en cada manzana de la ciudad. Se espera que las uñas de las mujeres estén bien pintadas, al igual que su maquillaje, y que la compostura en el vestir de los hombres se ajuste a unos estándares exigentes. Cada vez hay menos corbatas y los paños ya no son negros. Pero no hay la frescura del verano largo del que gozan Buenos Aires, Santiago, Lima, Ciudad de México, Nueva York, Madrid o Tokio.

Bogotá está en el trópico, pero su personalidad es ser no tropical es absoluto. Ni en la temperatura, la pesadez de sus prendas, los colores (negro y gris contra pasteles o flores), los sabores (priman las sopas calientes) o las formas (rígidos códigos de vestimenta y etiqueta). Es tan diferente del resto de Colombia como cabe imaginar.

En suma, la educación fuertemente segregada; el declive de los barrios abiertos con familias inmigrantes y muchos niños que juegan juntos; la pérdida de importancia de la educación ofrecida por las comunidades religiosas y la (mala) educación pública politizada por Fecode; la desaparición del servicio militar; el fútbol segregado en el estadio; el declive de pasar vacaciones en los pueblos; la entronización de los colegios bilingües; el pre-networking; el encerramiento en clubes campestres y urbanos para hacer deporte y actividades sociales; y el clima y sus efectos en las formas de la vida cotidiana, todo conspira para aislar a la burguesía bogotana del resto de los colombianos.

Esto tiene consecuencias en el manejo del Gobierno. Los burgueses bogotanos estamos aislados del resto de Colombia. Desde hace tiempo se ha extendido una antipatía antibogotana, evidente en el mundo político. Así mismo, las regiones han adquirido cada vez más conciencia de que su futuro debe dejar de pasar por Bogotá para cada decisión.

El movimiento descentralizador se justifica en que ese el aislamiento de la burguesía bogotana se ha vuelto insoportable. Es una carga para el buen funcionamiento de sus regiones.

El Tíbet latinoamericano, del que habló López Michelsen, se tiene que acabar. Se ha acentuado a lo largo de décadas, pero debemos pensar formas de desandarlo. Será un bálsamo para todo el país. Es, además, lo mejor que le puede pasar a Bogotá, a ver si despertamos del letargo y la autocomplacencia insular. Hasta un carnaval nos vendría bien. Puede ser una buena agenda cultural para el alcalde Carlos Fernando Galán, hijo de un santandereano que estudió en el Colegio Antonio Nariño y vivió en la carrera 17 con calle 59.

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