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Feminicidios
Tribuna
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El feminicidio no prescribe

La historia de Nancy Mestre pone de relieve que la prescripción de la acción penal en casos de violencia de género puede obstaculizar el acceso a la justicia a las víctimas y sus familiares

Nancy Mestre
Nancy Mestre en una foto de archivo.CORTESÍA

En 1994, cientos de mujeres fueron asesinadas en América Latina a manos de sus parejas o exparejas. Antes de morir, algunas de ellas fueron, además, torturadas y ultrajadas con violencia y la más absoluta crueldad. Un ingente número de esos cuerpos fueron desmembrados y empacados en maletas o en bolsas de basura para luego ser desechados —como cochambre; algunos terminaron flotando en el río, y otros, hoy —30 años después— siguen aún sin aparecer.

Nancy Mariana Mestre Vargas fue una de esas mujeres y una de las primeras víctimas de ese año en Colombia. Tenía 18 años y, como tantas otras, atesoraba un raudal de sueños e ilusiones de anchura quizá sólo comparable con la magnitud de la osadía y vulnerabilidad propias de esa edad. Una joven de dieciocho es aún una niña quien en toda su inocencia y frenesí aspira a convertirse más temprano que tarde en toda una Mujer.

La última vez que sus padres y su hermano la vieron con vida fue durante las primeras horas del año luego de las festividades de Nochevieja. En la puerta de su casa, su padre, don Martín, la despidió radiante, viéndola salir de la mano de Jaime Saade Cormane, con quien la joven había comenzado una relación meses atrás. Nancy Mariana y Jaime continuarían las celebraciones de año nuevo en casa de unos amigos. La niña, como le llamaban con dulzura sus padres, tenía permiso hasta las tres de la madrugada, hora en la cual Jaime se comprometió frente a su padre a traerla de vuelta —y a cuidarla.

Nancy Mariana nunca regresó. Falleció en la ciudad de Barranquilla ocho días después. Su agonía, sin embargo, evidenciada intacta en los tejidos humanos hallados bajo sus uñas, debió comenzar en alguna hora de la madrugada de ese 1 de enero. Lo que sucedió en esa habitación donde fue violada y asesinada con un revólver Llama, 38 largo, tipo Escorpio dejándole una herida en la sien, sólo lo saben quiénes ahí estuvieron —más de dos personas, según el informe del forense— y se colige del testimonio, a mano alzada, de una testigo anónima quien años después de ese fatídico día le envió una carta al padre describiendo el horror presenciado estando muy cerca del lugar de los hechos. También ha quedado para la historia, el ruido confuso, vago y continuado de un testimonio oral, silenciado pero contemporáneo, que, además de varias voces masculinas, dijo escuchar el clamor de una joven quien a gritos llamaba a su padre poco antes de sentirse el estruendo del disparo.

Aferrada a la vida cuanto pudo, la joven murió a las 17:15 horas del 9 de enero de 1994, con las heridas, moretones y llagas aún latentes sobre su cuerpo y ante la presencia atónita de su familia, el desconsuelo de sus amigos y el dolor de una ciudad entera. De Saade Cormane no había rastro alguno.

1994, también fue el año en el cual América Latina adoptó la Convención de Belém do Pará, el primer instrumento jurídico internacional que definió y buscó tipificar como delito todas las formas de violencia contra la mujer. La vida es una paradoja. ¿Cómo explicar a unos padres que la muerte de su hija en tales condiciones no fue en vano? ¿Cómo pretender forzarles a cerrar el duelo sin reparación, justicia y verdad? ¿Cómo asumir que las tasas de feminicidios en América Latina y el mundo disminuirán hasta erradicarse, si los estados y sus gobernantes —cómplices en su inacción e indiferencia— no ofrecen las protecciones mínimas necesarias a las mujeres y castigan con rigor la violencia de género? ¿Qué futuro le espera a una sociedad indiferente ante esta realidad?

En julio de 1996, Saade Cormane fue condenado en ausencia a 27 años de cárcel. Nunca compareció ante el juicio. Se dio a la fuga. ¿Para qué aparecer? De no ser capturado en determinado tiempo, quedaría en libertad por la prescripción de la acción penal. En otras palabras, cortesía del tiempo.

Por más de dos décadas Saade Cormane consiguió eludir a las autoridades. El padre de Nancy Mariana dedicó su vida a buscarlo y en el 2015 se obtuvieron indicios sobre su paradero en Brasil, conllevando a su posterior pedido de extradición por parte de Colombia. En enero de 2020, 26 años después y ad-portas de configurarse la prescripción, Saade Cormane fue capturado en un operativo de la Interpol en Belo Horizonte.

Esta captura, sin embargo, sólo fue un primer paso en la búsqueda de justicia y el nombre de Nancy Mariana Mestre Vargas estuvo cerca de convertirse en un número más engrosando las cifras y estadísticas de feminicidios impunes en América Latina. No lo fue. Ninguna mujer debería serlo. Nancy Mariana, “no fue sólo una víctima colombiana, sino que es parte de centenas y millares que a cada hora sufren el mismo destino en todo el continente americano”. Nancy Mariana es “una víctima universal”.

Esas palabras, pronunciadas por uno de los magistrados del Supremo Tribunal Federal de Brasil en el caso Martín Eduardo Mestre Yunez v. Jaime Saade Cormane, STF, AR. 2.921, calaron en el corazón del asunto, reproduciéndose en minutos por el mundo entero. Yo misma las escuché. Estuve ahí, en Brasilia, en la plaza de los Tres Poderes, a donde llegué el 29 de marzo de 2023 acompañada de don Martin, Martín Eduardo, y el abogado brasileño Bruno Barreto A. de Teixeira, para buscar Justicia. Y la obtuvimos. Luego de una larga batalla legal iniciada por la familia Mestre Vargas, el Supremo Tribunal Federal en una sentencia sin precedentes jurídicos en Brasil, reversó una decisión previa de su Sala Segunda que había negado el pedido de extradición de Colombia.

El juicio se centró en si la extradición era jurídicamente viable en caso de que los delitos hubieran prescrito en alguno de los países según las particularidades legales de cada país. Es decir, si se había pasado el tiempo para obligar a Saade cumplir su condena. Al analizar la figura de la prescripción, el juzgador debe siempre tener en cuenta los compromisos internacionales asumidos por los estados firmantes del tratado de extradición, en este caso, el deber de diligencia debida para poner fin a la violencia de género. Brasil, aquí, así lo hizo.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha declarado también “que los Estados deben diseñar, adoptar o modificar los protocolos de actuación existentes que incluyan estas obligaciones específicas a la hora de investigar, perseguir y castigar la violencia, así como a la hora de asistir a las víctimas”. En 2006, la OEA con apoyo del Mecanismo de Seguimiento de la Convención de Belém do Pará, publicó la Ley Modelo Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Muerte Violenta de Mujeres y Niñas, a fin de ayudar a incorporar la Convención de Belém do Pará a la legislación nacional de los Estados Miembros, previendo en su artículo 15 la eliminación de los límites de tiempo para ejercer la acción penal; en concreto, se señala que el feminicidio y la acción penal para su persecución “son imprescriptibles”.

La historia de Nancy Mariana —que es la historia de miles de mujeres— pone de relieve que la prescripción de la acción penal en casos de violencia de género puede obstaculizar el acceso a la justicia a las víctimas y sus familiares, y permitir a los autores eludir sus responsabilidades bajo el argumento de no poder ser procesados por su delito porque el tiempo ha corrido a su favor.

Mientras el acceso a la justicia siga siendo privilegio de pocos y la corrupción continúe permeando el procesamiento judicial, la impunidad en los casos de violencia contra la mujer, seguirá siendo sistemática, superlativa, y más grave aún, aceptada como un comportamiento natural y legítimo.

Mientras se le siga dando al feminicidio el mismo —o inferior— trato legal y procesal que otros delitos, y se sigan aceptando patrones socioculturales patriarcales y discriminatorios, permitiendo la expansión de estereotipos de subordinación de la Mujer, el problema seguirá sin resolver.

Mientras no se proteja a la Mujer y se imponga el peso de la ley sobre quien las maltrate, el miedo a ser estigmatizadas y a denunciar seguirá rampante.

Mientras se permita que las argucias y entresijos legales se lleven por la borda derechos sustantivos y tan fundamentales como el derecho a la vida, a la honra, a la dignidad humana, no podrá garantizarse la justicia, y sin justicia el concepto de estado de derecho no es más que letra muerta, cuyo único uso —sin mérito— será, si acaso, el de engalanar discursos proselitistas.

La lucha por casi tres décadas de la familia Mestre Vargas —ante un estado débil y vergonzosamente indiferente— no podía ser en vano. La muerte de Nancy Mariana no podía quedar impune. Ahora resta esperar que las autoridades gubernamentales de ambos países actúen con celeridad para que Saade Cormane, hoy con sesenta años, sea extraditado pronto a Colombia, en donde deberá permanecer cerca de veinte años tras las rejas.

El tiempo es consustancial a nuestra existencia como seres humanos. Es lo que la define. Permitir que el tiempo corra a favor de la impunidad es un contrasentido, sólo concebible en un universo kafkiano. Intolerable, además, cuando lo que se busca proteger es el bien más preciado: la vida e integridad de un ser humano, de una Mujer. Abolir el término de prescripción para ejercer la acción penal en estos casos es, además de justo, imprescindible para la prevención y erradicación de la forma más extrema de violencia de género: el feminicidio.

Ni una más.

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